Santa Teresa De Lisieux

Historia de un alma


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Lisieux no defraudó las esperanzas de su hermana. Inmediatamente se puso en acción. Alquiló una bonita casa, separada de los demás edificios, a la que dieron el nombre de «Les Buissonnets». Está cerca del centro de la ciudad y a poca distancia de la casa del tío, que vivía allí al frente de su farmacia. Una vez preparado el nuevo nido para la familia Martin, se desplazó a Alençon. Hicieron los últimos preparativos, se despidieron de las familias y personas más allegadas, y se dispusieron a emprender el viaje, un viaje que iba a ser trascendental para aquel quinteto de jóvenes. Era el 15 de noviembre, cuando la pequeña comitiva, compuesta por seis personas: las cinco hermanas Martin y su tío Isidoro montaron en el tren. A la tarde llegaban a la estación de Lisieux. Allí les esperaba la Sra. Guerin con sus dos hijas. En adelante estos dos grupos iban a formar casi una sola familia. Teresita se dirige a sus tíos, en las cartas, y mucho más en las conversaciones, dándoles el título de papá y, sobre todo, de mamá. La primera noche la pasaron en la casa de los tíos. Al día siguiente se instalaron en su nueva residencia.

      Lisieux, con sus 18.000 habitantes, era una ciudad industrial en declive. La fabricación del tejido, que era su principal actividad, estaba pasando por una situación difícil. El cielo no muy azul y el ambiente oscuro y brumoso del mes de noviembre no causaron muy buena impresión a sus moradoras recién llegadas. Pero allí pasarían todas, menos una, el resto de sus vidas. Serán las que harán famosa esta ciudad de Normandía. Y la que ahora es una niña de cuatro años será universalmente conocida como santa Teresa de Lisieux. Pronto se organiza la vida en la casa. Las dos mayores, terminados ya sus estudios, se ponen al frente de las actividades. Las otras dos: Leonia y Celina ingresan en el colegio de las Benedictinas. La más pequeña se queda en casa, cuidada y dirigida por sus dos hermanas mayores, sobre todo por Paulina. Para algo, al quedarse huérfana de madre, la había escogido por su segunda mamá (cf MsA 13rº). No echaba en falta su antigua casa y ambiente de su ciudad natal. Al recordar, dieciocho años más tarde, este traslado, escribe: «No me apenó en modo alguno la salida de Alençon; a los niños les gustan los cambios. Vine contenta a Lisieux» (MsA 13vº).

      Ciertamente, el cambio no le impresionó. Es que, en realidad, no era tan grande. Los miembros de la familia eran los mismos, el ambiente íntimo no había sufrido modificación alguna. La única novedad era la cercanía y familiaridad con los tíos y las primas. Este entorno, muy femenino, prácticamente sin ningún contacto con niños o muchachos, sería el campo donde se desarrollaría la vida de la niña y adolescente Teresa.

      La jornada estaba muy bien organizada bajo la dirección de las dos mayores. El padre permanecía casi al margen. Pero todas abrigaban un gran respeto hacia él. Era realmente venerado. Pero le trataban con gran confianza y familiaridad. Tomaron la determinación de tutearle. La pequeña experimentó grandes alegrías en este período. Ella, que fue muy sensible y tenía muy buena memoria, nos recuerda algunos de los acontecimientos que le dejaron una marca indeleble en su vida. Cuenta la impresión que le causó el mar al contemplarlo por primera vez. También afloran a su memoria los paseos que hacía al campo con su padre, las visitas a las iglesias. Poco a poco iba entrando en la vida real y seria. Recibió una buena formación humana y religiosa de acuerdo con su edad y los tiempos.

      Algunos de los acontecimientos que ha recordado en su libro son su primera confesión (cf MsA 16vº), la primera comunión de su hermana Celina (cf MsA 25rº) y unas pequeñas aventuras suyas (cf Ms 15vº-16vº). Todo ello llenaba de encanto la vida de la niña. Más tarde, refiriéndose a la vida que llevaba durante estos años, la califica de «tranquila y feliz» (Ms 22rº). La salida ordinaria es a la casa de los tíos donde tiene dos primitas que la acompañan.

      En el colegio (1881-1886)

      La niña tiene ya ocho años y medio. Es tiempo de empezar en serio su formación intelectual y humana. Ha de abrirse un poco a la sociedad que la rodea, por lo menos con el contacto con las niñas de su edad. El 3 de octubre de 1881 entra en la abadía benedictina de Lisieux como semipensionista.

      Este cambio sí que lo va a sentir. Es mayor que el de Alençon a Lisieux. Dice que aquello fue como arrancarla de una tierra selecta y plantarla en una común. No logró arraigar en este nuevo terreno. La vida del colegio le resultó un verdadero calvario. Así lo confiesa: «Con frecuencia he oído decir que el tiempo pasado en el colegio es el mejor y el más feliz de la vida; pero para mí no lo fue. Los cinco años que pasé en él fueron los más tristes de mi vida» (MsA 22rº).

      Estaba bien preparada para los estudios. Había tenido una buena profesora en casa; su hermana Paulina. En la clase ocupaba siempre uno de los primeros puestos, si no el primero. Era muy inteligente. Pero no sabía relacionarse con las compañeras, jugar con ellas, o hacerse amiga de una de las monjas.

      La dificultad que encontraba para comunicarse con las demás, la tristeza y melancolía que siempre mostraba, su poca destreza para las labores manuales, su pobre caligrafía, etc., causaban una pobre impresión incluso entre sus familiares. Su tío aseguraba sin titubeos que era «una pequeña ignorante, buena y dulce de carácter, discreta, pero incapaz e inhábil». Y ella no se extraña de esta opinión que se formaban de su persona en casa del tío, porque «no hablaba casi nada por ser muy tímida; cuando escribía, mi letra de gato, etc., no eran para entusiasmar a nadie» (MsA 37vº). «Llegué a la conclusión de que no era inteligente, y me resigné a no serlo» (MsA 38rº).

      Así fue desarrollándose su tiempo de colegio, que suele ser tan trascendental para muchos. Aguantó los primeros años gracias a la compañía de Celina, que sabía desenvolverse perfectamente entre sus compañeras y ganarse la simpatía de las monjas entre las que tenía una muy buena amiga. Pero la futura santa estaba perdida, totalmente desambientada. Lo único que hacía a gusto era contar historias a sus amigas. Eso le iba admirablemente. Pero las profesoras se lo prohibieron porque querían que las niñas, durante el recreo, corrieran y jugaran. Mas la pobre Teresita «no sabía jugar» (MsA 37rº).

      La vida en el colegio le resultaba penosa, pero tenía sus compensaciones en la familia. Allí encontraba el calor y la confianza que necesitaba. Mas no tardaría en llegar un acontecimiento doloroso para la niña. Su hermana Paulina, su confidente, maestra y segunda mamá, decidió ingresar en el Carmelo. Durante algún tiempo la pequeña no se enteró de nada. Un día sorprendió la conversación que mantenían las dos hermanas mayores. Trataban de la próxima entrada de Paulina en el convento. La pequeña comprendió que su segunda mamá la abandonaba y sintió una angustia inexplicable. Empezaban para la pobre las desgarradoras separaciones de la vida. Derramó lágrimas amargas, pues aún no comprendía el valor del sacrificio. Paulina trató de consolarla. Le explicó lo que era el Carmelo, y esta explicación despertó en la pequeña el deseo de seguirla. Al exponer su deseo a la Priora del convento, con ocasión de una visita, esta le contestó que no recibían postulantes de nueve años. La niña se resignó a esperar.

      Paulina cruzó el umbral del convento el 2 de octubre de 1882. Teresa, al recordar los momentos de la separación, dice: «Todavía veo el lugar donde recibí el último beso de Paulina» (MsA 26vº).

      Siguió sus clases en el colegio aunque se quejaba de dolores de cabeza. A finales de marzo aparecieron los síntomas de una nueva enfermedad. Debió influir en ello la ausencia de su hermana. Era una enfermedad de nervios. Sufría fuertes crisis: temblores nerviosos, miedos, alucinaciones. El médico la juzgó muy grave pero no sabía diagnosticarla. Sorprendentemente se sintió bien para asistir a la celebración de la toma de hábito de Paulina. Parecía curada. Al día siguiente recayó. Ella piensa más tarde que esta enfermedad fue cosa del demonio. Y tuvo, al parecer, un desenlace feliz por la intervención de la santísima Virgen. El 13 de mayo se encontró totalmente curada. Se le había aparecido la Virgen y le había sonreído. Era Nuestra Señora de las Victorias. Habían desaparecido los males del cuerpo y empiezan las penas del alma. Comunicaron a las monjas el suceso y, al ir a visitarlas, estas le hicieron varias preguntas. La niña creyó que podía haber simulado su enfermedad y mentido a las religiosas. Esta idea le amargó la vida durante varios años. No se vería libre de estas inquietudes hasta que la Virgen le aseguró que se le había aparecido. Esto ocurría cuatro años y medio más tarde, al visitar su santuario en París. No recobró la tranquilidad total hasta lograrla en el convento por la intervención de