Santa Teresa De Lisieux

Historia de un alma


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      Pasa el mes de diciembre entre esperanzas y decepciones. El único consuelo, y este nada místico, que tiene, lo confiesa ella misma, es el de estrenar un sombrero nuevo. Así de humana seguirá siendo en medio de su desasosegada premura por llegar pronto a su ansiado puerto (CRG 2,13).

      Se cumple el año de su «conversión» y asiste a la misa del gallo con el corazón afligido. El Niño Jesús continúa dormido pero se comunica por medio de algunas personas. Una sorpresa, que le prepara Celina, le ayuda a asumir los sucesos adversos con espíritu de fe. El 1 de enero: aviso del Carmelo. Ha llegado la autorización para ingresar en clausura. La M. Priora, instigada en este caso por la Hermana Inés de Jesús, ha creído conveniente retrasar la entrada de la joven hasta después de la Cuaresma. Era algo que la pretendiente nunca se había imaginado, pero no quedaba más remedio que aceptar la decisión de las monjas. Tres meses de espera. Una gran prueba para su fe. El primer pensamiento que le vino fue el de llevar una vida tranquila y relajada. Mas pronto cambió de parecer. Comprendió que considerando la cosa delante de Dios era mejor empezar desde este momento una vida seria y mortificada como la que deseaba llevar en el convento. Así lo hizo, y los frutos fueron excelentes. «Me es imposible decir qué cantidad de dulces recuerdos me dejó esta espera» (MsA 68vº). Hay que empezar a ser santo desde ahora mismo. El tiempo es precioso. No hay que perderlo. La vida, sobre todo la de algunos, es muy breve, y es preciso aprovecharla minuto a minuto. Poco antes de su muerte, refiriéndose al último mes de marzo, que pasó esperando, dijo a su prima sor María de la Eucaristía: «Quise prepararme siendo muy fiel, y fue aquel uno de los meses más hermosos de mi vida».

      Ingresa en el Carmelo

       (9 de abril de 1888)

      La cena de despedida fue desgarradora. Todos los comensales no dejaban de fijarse en ella y de dirigirle la palabra. Esto le hacía sentir más el sacrificio de la separación.

      Llegó «el gran día», la hora de dar el paso decisivo y acercarse a la meta tan ansiada. Muy de mañana echa la última mirada, acompañada por su perro, a la casita, «nido de mi infancia», donde había pasado los últimos diez años y medio de su vida. A continuación se encamina hacia el Carmelo, del brazo de su «rey querido». Entre sollozos de toda la comitiva, cruza, con el corazón palpitando violentamente, el umbral del monasterio. Allí encuentra una nueva familia y una nueva morada en la que pasará los restantes nueve años y medio de su efímero paso por este mundo (cf MsA 69rº). Entre los miembros de la familia religiosa están sus dos hermanas mayores.

      Realiza el cambio de vida con la satisfacción íntima de haber conseguido lo que buscó con tanto afán e impaciencia. Pero sin hacerse ilusiones utópicas. Es realista. Siente una alegría «tranquila». En el convento todo lo halló como se lo había imaginado. Al entrar en la celda que iba a ocupar murmuró con gozo: «Estoy aquí para siempre, para siempre» (MsA 69vº).

      Aunque todo lo encontró como se lo había imaginado, y no se llevó decepciones, y se encontraba en el colmo de su felicidad, la acomodación al nuevo género de vida le supuso muchos sacrificios, le acarreó no pocos sufrimientos: «Mis primeros pasos encontraron más espinas que rosas. Sí, el sufrimiento me tendió los brazos y yo me arrojé en ellos con amor» (MsA 69vº).

      Nuevo horario, distinto régimen alimenticio, otro ambiente familiar, trabajos a los que no estaba acostumbrada, aprendizaje del manejo de los libros de rezo, etc. Eran muchos cambios, muchas novedades. De una manera especial, la actitud de la Priora y de las Hermanas para con ella se distanciaba mucho de lo que experimentaba en su casa. No resultaba fácil asumir y asimilar todo esto por mucho interés y voluntad que pusiera la animosa joven. El pobre rendimiento en algunos trabajos por su impericia y desmaña natural le acarrearon no pocas reprimendas y disgustos.

      A todo esto se añadía la sequedad en la oración, la falta de director espiritual que la consolara, la incomprensión de la Maestra de novicias, que no se daba cuenta de lo que sufría. La pobre Teresa acepta todo. Le queda aún cierta intranquilidad interior, residuo de los escrúpulos no del todo superados. El P. Pichon trató de liberarla de estas inquietudes asegurándole que no había cometido ningún pecado mortal. Además, al encontrarla sin dirección espiritual, le deseó que fuera Jesús su Maestro de noviciado y director espiritual (cf MsA 70rº-vº). No volvería a verse con este sacerdote al que escribió bastantes cartas, que se han perdido. Recupera la paz interior, se puede decir que definitivamente.

      La severidad que la Priora usó con ella fue providencial. Le ayudó a madurar rápidamente. En estos primeros meses hubo días radiantes. En el mes de mayo su hermana María hizo la profesión religiosa y tomó el velo negro. La benjamina de la familia y de la comunidad tuvo la satisfacción de colocarle la corona (cf MsA 71).

      Le sobreviene una gran desgracia familiar. El padre enferma mentalmente. Huye de su casa sin dejar huella. Búsqueda angustiosa. Todos sufren, pero Teresa más que nadie, porque corren rumores de que el padre ha caído enfermo porque le ha abandonado la hija a la que tanto quería. La enfermedad remite y todo vuelve a su cauce normal.

      La toma de hábito

       (10 de enero de 1889)

      La postulante no tiene consuelos en la vida espiritual. No hay compensación por los sufrimientos y sacrificios de cada día. Pero no se desalienta. Sigue respondiendo con generosidad a la llamada de Jesús. La comunidad la admite para la toma de hábito. Una recaída de su padre aconseja retrasar la ceremonia. El retiro de preparación para la toma de hábito (5-10 enero 1889) transcurre en la mayor sequedad. Privada de todo consuelo espiritual. A pesar de ello no pierde la paz interior, pues «cree estar como Jesús quiere que esté» (C 54). Está totalmente a disposición de Jesús para que él disponga de su «pelotita» como le plazca (cf C 55). En los billetes que escribe estos días manifiesta un profundo espíritu de fe, una madurez admirable para afrontar la situación que se podía considerar como desoladora. Por fin, tiene el consuelo de recibir muchos regalos (cf C 49) y de que su padre asista a la ceremonia. Se celebra el 10 de enero. Este día hubo alegría completa. Todo resultó muy bien. No faltó ni la nieve, que encanta a la nueva novicia (cf MsA 72vº).

      La alegría no dura mucho. Antes de dos semanas, grave recaída del patriarca. Al cabode unos días de observación, tienen que hospitalizarle en la Casa de Salud de Caen. Allí permanecerá tres años. Es el período de gran sufrimiento, que Teresa califica de «la gran tribulación» (MsA 73vº). Este acontecimiento dolorosísimo, que nunca se había imaginado, colma plenamente sus deseos de sufrir. Es para ella «la más amarga, la más humillante de las copas. Ya no he dicho que puedo sufrir más» (MsA 73rº). La fe le sugiere cómo sacar provecho de los males. Podrá decir: «Sí, estos tres años de martirio de papá me parecen los más amables, lo más fructuosos de toda nuestra vida; no los cambiaría yo por todos los éxtasis de los santos» (MsA 73rº). Llegaría a llamarlos «nuestra gran riqueza» (MsA 86rº).

      Durante este tiempo son interesantes las cartas que la santa escribe sobre el sufrimiento a su hermana Celina, que cuida al padre. Todo esto acelera la maduración de su vida cristiana y religiosa. Ahora sí que corre a pasos agigantados. En la obra de destrucción que se opera en su padre descubrirá algo de lo que significa la figura del Siervo Sufriente y la Santa Faz de Jesús (cf MsA 71rº). Respecto a su noviciado se puede asegurar que le resultó bastante penoso. Siempre bajo la sombra dolorosa de la enfermedad de su padre, al hilo de las noticias siempre tristes y desconsoladoras, que le envían sus hermanas, que le asisten.

      A pesar de ello, la novicia se mantiene firme y afronta con resolución las situaciones que le presenta el aprendizaje teórico y práctico de la vida religiosa. Sus aspiraciones son inmensas. Piensa en amar a Dios «como nunca ha sido amado» (C 51). Humillado, «el grano de arena» pone manos a la obra. «Sin alegría, sin ánimo y sin fuerzas, y todos estos títulos le facilitarán la empresa; quiere trabajar por amor» (C 59). Va comprendiendo el nuevo horizonte que se abre delante de ella. Hay que seguir el camino sin desanimarse. «La florecita trasplantada en la montaña del Carmelo debía desarrollarse a la sombra de la Cruz. Las lágrimas, la sangre, se convirtieron en su rocío, y su sol fue la Faz adorable velada de lágrimas» (MsA 71). Descubre las «bellezas escondidas de Jesús» (C 88).

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