Santa Teresa De Lisieux

Historia de un alma


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La enferma languidece. Poco a poco va perdiendo fuerzas, se va retirando de los oficios y de los actos de comunidad. Durante el mes de mayo escribe la preciosa poesía «Por qué te amo, ¡oh María!» (P 44). En ella expone lo que piensa acerca de la Madre del cielo y cómo se figura que fue su vida en la tierra.

      Manuscrito «C»

      Al principio del mes de junio, la M. María de Gonzaga, por insinuación de la M. Inés, le manda continuar la redacción de su autobiografía y le indica que exponga con más detalles sus experiencias en la vida religiosa y en el trato con las novicias. Durante un mes, aproximadamente, se dedica a redactar la última parte de la Historia de un alma, que ahora denominamos Manuscrito «C». El trabajo queda inacabado. Lo interrumpe cuando sus manos no tienen fuerzas para sostener la pluma ni el lápiz.

      La comunidad hace una novena a nuestra Señora de las Victorias pidiendo su curación milagrosa. Pero Dios y la Virgen tienen otros proyectos para ella. ¿Qué pasa en su interior durante estos meses? La santa describe con realismo las oscuridades por las que está pasando, las fuertes y constantes tentaciones contra la fe, que la atormentan. Estas tentaciones la privan del gozo de la fe, pero ella trata de responder «realizando sus obras» (MsC 7rº). Se siente humillada, impotente. Constata que hasta su fe depende de un hilito, de la misericordia y bondad de Dios. Ahora comprende a los ateos. Ya no los desprecia. Se acerca a ellos, se sienta a «su mesa para comer junto con ellos el pan de la amargura y rezar a una con ellos la oración del publicano: “Señor, ten misericordia de nosotros porque somos pecadores”» (MsC 5rº-vº). Esta tentación la libera de todo residuo de autosuficiencia espiritual, de toda confianza en sí misa y en sus obras. Compone una poesía en la que describe su situación y su estado de ánimo. La titula «Mi paz y mi alegría» (P 37). A la M. Inés, a quien la dedica, le advierte: «Toda mi alma está ahí».

      Escribe bellísimas páginas sobre la caridad fraterna. Ahora ha comprendido mejor que antes lo que esta virtud es y significa en la vida cristiana y en la comunidad religiosa. Confiesa con gran sinceridad las dificultades y tentaciones que ha tenido en este campo y cómo ha tratado de combatirlas. Insiste en el desprendimiento con que hay que practicar esta virtud y las sutilezas del amor propio. Hace unos análisis psicológicos admirables (cf MsC 11vº-18rº).

      También es interesante lo que expone sobre el modo de tratar a las novicias y sus problemas.

      Por último, toca el problema de la oración. Ella prácticamente ha pasado toda su vida religiosa en la mayor aridez. Lo recordaba en la primera parte de su autobiografía (cf MsA 75vº-76rº). En esa tónica se mantuvo hasta el final de su vida. Llama la atención su modo de orar, la dificultad que experimenta para recitar las oraciones vocales, qué entiende por oración (cf MsC 25rº-vº). Ve con gran lucidez cómo debe orar el contemplativo o en qué consiste fundamentalmente su oración. Son ideas preciosas que reflejan su manera de actuar (cf MsC 33vº-35rº).

      En medio de esas oscuridades y arideces en su vida de oración, mantiene unas relaciones íntimas y confiadas con Dios. No se cree ni se siente desechada por Él. Muy al contrario. Le dirige una petición audaz, que parece llena de engreimiento espiritual. Se apropia las palabras con las que Jesús aborda a su Padre después de la Última Cena. Ella quisiera exclamar como Él: «He consumado la obra que me encomendasteis. He dado a conocer vuestro nombre a los que me disteis... Padre, deseo que donde yo esté, estén también los que me disteis» (MsC 34). Esta petición puede parecer pretenciosa. Ella se explica añadiendo que no piensa que no pueda estar nadie más cerca de Dios que ella. Pero tiene una íntima convicción: «¡Oh, Jesús mío! Tal vez sea una ilusión, pero creo que no podéis colmar a un alma de más amor del que habéis colmado a la mía. Por eso, me atrevo a pediros que améis a los que me disteis como me habéis amado a mí» (MsC 35rº). Esta frase manifiesta cómo, en este estado de oscuridad, de sufrimiento del cuerpo y del alma, se siente, se cree, en pura fe, amada, muy amada por Dios.

      La mayor parte de las dos últimas páginas del Manuscrito las escribe a lápiz. Sus fuerzas físicas ceden, pero no la energía de su fe y de su confianza en Jesús. Piensa que apoyándose en Dios puede mover la tierra. Posee para ello la palanca de la oración y del amor. Así es como procedieron los santos que ya están en el cielo y siguen actuando los que aún viven en la tierra (cf MsC 36vº).

      Toma el evangelio y descubre en él las huellas de Jesús. Ya sabe «por qué lado ha de correr... Repito, llena de confianza, la humilde oración del publicano. Pero, sobre todo, imito la conducta de Magdalena. Su asombrosa, o mejor, su amorosa audacia, que encanta al corazón de Jesús, seduce al mío» (MsC 36vº). Lo más admirable, lo más seductor, que encuentra en ella, es su «amorosa audacia» a pesar de haber sido una gran pecadora. Ella, preservada del pecado mortal por la «misericordia preveniente» de Dios, no se apoya en esta inocencia para acercarse confiadamente a Dios. «Aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que pueden cometerse» se llegaría al Dios-Amor Misericordioso con la misma confianza, pues sabe qué recibimiento hace «al hijo pródigo que vuelve a él» (MsC 36vº).

      La enfermedad sigue haciendo estragos en su joven organismo. El 8 de julio la bajan a la enfermería. El 30 del mismo mes le administran la unción de los enfermos. La pobre enferma continúa haciendo lo que puede. Escribe sus cartas de despedida a los parientes y a los dos misioneros. La última, al abate Bellière, el 10 de agosto. En ella le comunica: «Estoy ya a punto de partir. He recibido el pasaporte para el cielo». Refiriéndose a la comprensión con que juzgaría sus faltas en el cielo le advierte: «¿Olvidáis, pues, que participaré también de la misericordia infinita de Dios?... Creo que los bienaventurados tienen una gran compasión de nuestras miserias» (C 235).

      Los días siguientes son de grandes sufrimientos. Hasta le viene la tentación de suicidarse (cf UC 22.9.6).

      El 19 de agosto recibe la eucaristía por última vez. Su estado de salud no le permitirá recibirla más. Pero no se desanima. Piensa que Dios no está condicionado por ningún medio ni siquiera por los sacramentos. Ya había dicho: «Sin duda, es una gracia grande recibir los sacramentos; pero cuando Dios no lo permite, también está bien, todo es gracia» (UC 5.6.4).

      El 8 de septiembre, séptimo aniversario de su profesión, traza sus últimas palabras autógrafas en el dorso de la estampa de la Virgen. Dicen así: «¡Oh, María!, si yo fuera la Reina del cielo y vos fueseis Teresa, quisiera ser Teresa a fin de que vos fueseis la Reina del cielo».

      La muerte de amor

      Teresa, inteligente y fiel discípula de san Juan de la Cruz, piensa que la muerte de amor debe ser el término normal de un alma consagrada como víctima al Amor misericordioso de Dios. Ha de ser el amor el que consuma su existencia en la tierra. Manifiesta esta aspiración desde el año 1895 (cf P 17; 18 y 22), y unos meses más tarde en el «Acto de ofrenda al Amor misericordioso» muestra la misma aspiración. En adelante va a constituir en ella una verdadera obsesión. Así lo evidencian estos textos: «No tengo ya grandes deseos si no es el de amar hasta morir de amor» (MsC 7vº). Y un poco más adelante: «La única gracia que espero es la de que un día mi vida sea rota por el amor» (MsC 8rº).

      Al constatar que en ella, sumergida como está en la oscuridad y asediada por tentaciones contra la fe, no aparecen los transportes de amor que san Juan de la Cruz afirma que acompañan a la muerte de amor, comprende que existe otro género de muerte de amor. Este modo es menos brillante pero, tal vez, más frecuente, y no tiene por qué ser de inferior calidad. Su excelencia está garantizada, pues es la que el Padre preparó para Jesús en la cruz. La muerte del Hijo amado no se produjo entre transportes gozosos de amor sino en la oscuridad y el abandono. Sor Teresa entiende que algo semejante está sucediendo en ella. «No os apenéis, hermanitas mías, si sufro mucho y no veis en mí..., ninguna señal de bienaventuranza en el momento de mi muerte. Nuestro Señor Jesucristo murió ciertamente víctima de amor, y ya veis cuál fue su agonía. Todo eso no significa nada» (UC 4.6.1). «Nuestro Señor murió en la cruz, entre angustias, y sin embargo, fue la suya la más bella muerte de amor... Os confieso francamente: eso es lo que me parece que experimento yo misma» (UC 4.7.2).

      Su muerte

      En