hacer como si nada advirtiese. Con frecuencia, eso le ha dado buenos resultados y, al menos, en la mayoría de las veces, mejoró la situación. Ahora, hace lo mismo y ante el soporte de las pipas, frunce los labios al escoger una que rellena con esmero, y, despreocupadamente, deja que detrás de él las pelotillas prosigan con sus saltos. Sólo vacila cuando se trata de ir a la mesa, pues el sonido, simultáneo, de los saltos y el de sus pasos le provoca una sensación casi dolorosa. Se queda parado, prolongando, sin necesidad, la acción de cargar la pipa y observa la distancia que lo separa de la mesa. Por fin, vence su debilidad y recorre el espacio, con pisadas tan fuertes que ni siquiera oye el sonido de las pelotillas. Sin embargo, cuando se sienta, éstas vuelven a saltar como antes.
Arriba de la mesa, y cerca de su mano, se encuentra una tabla adosada a la pared, y sobre ella la botella de licor de cerezas, rodeada de vasitos, y más allá algunos ejemplares de una revista francesa. Hoy, precisamente, ha llegado un número nuevo y Blumfeld, olvidando el licor, lo toma. Lo domina la sensación de que este día ha respetado sus ocupaciones corrientes, no por rutina, sino para consolarse, y no siente una verdadera necesidad de leer. Contra su costumbre de hojear minuciosamente las páginas una a una, abre la revista al azar y se topa con una gran lámina que, obligándose, mira con gran detenimiento. En ella se ve el encuentro entre el emperador de Rusia y el presidente de Francia, a bordo de un buque. Alrededor, y hasta lo más lejano, hay muchos otros barcos, y el humo de las chimeneas desaparece en el cielo claro. El emperador y el presidente, han ido, con paso rápido, uno hacia el otro y se estrechan las manos. Detrás de ambos, se encuentran dos señores. En comparación con los rostros satisfechos del emperador y del presidente, las caras de los acompañantes parecen muy serias y las miradas de cada uno de los grupos de acompañamiento convergen sobre su respectivo señor. Por lo que se ve más abajo, la acción ocurre en el puente superior del buque, en tanto que, cortadas por el marco de la lámina, se distinguen largas filas de marineros saludando. Muy interesado, Blumfeld observa la lámina, la aparta un poco y la mira pestañeando. Siempre las escenas solemnes, como ésa, le han gustado. El que personas importantes se den la mano de manera tan desenvuelta, cordial y despreocupada, le parece un fiel reflejo de la verdad. Asimismo, es justo que los acompañantes, personas, como es natural, de muy alto rango, cuyos nombres están señalados abajo, conserven con su actitud la solemnidad del momento histórico.
En vez de procurarse todo lo que le es necesario, Blumfeld se encuentra sentado, silencioso, y contempla su pipa, aún no encendida. Se mantiene al acecho y, de súbito, abandona su rigidez y gira de golpe sobre su asiento. También las pelotillas mantienen una vigilancia similar y obedecen ciegamente Ia ley que Ias domina; al mismo tiempo que Blumfeld, ellas cambian de lugar y se ocultan tras él. En este momento, Blumfeld ésta de espaldas a la mesa, y sostiene la fría pipa en la mano. Las pelotillas saltan ahora debajo de la mesa y allí el ruido que producen es amortiguado por la alfombra. Esa es una gran ventaja. El rumor es muy débil y sordo, y se debe poner mucha atención para escucharlo. No obstante, Blumfeld se mantiene atento y lo escucha muy bien. Eso será sólo por ahora pues, probablemente, dentro de un rato dejará de advertirlo.
A Blumfeld le parece que un paso tan poco resonante como el de las pelotillas sobre las alfombras revela una gran debilidad de ellas. Si debajo les pusiera una, mejor, dos alfombras, se verían reducidas casi a la impotencia. Desde luego, sólo por un lapso determinado. Además, su simple presencia representa ya una cierta manifestación de poder.
Ahora Blumfeld podría sacar buen partido de un animal joven y fiero, como un perro, que acabaría muy pronto con las pelotillas. Él se imagina sus maniobras para atraparlas con las patas, cómo las desplazaría de su lugar, cómo las perseguiría por toda la habitación hasta, finalmente, destruirlas con los dientes. Es probable que en poco tiempo, Blumfeld se compre un perro.
Por el momento, deberán temer a las pelotillas sólo Blumfeld, quien no tiene deseos de destruirlas, o, quizá, no tenga la suficiente decisión para hacerlo. De la noche, al volver del trabajo, fatigado y necesitado de descanso, se ha encontrado con esta sorpresa. En realidad, únicamente ahora siente lo cansado que está. Por supuesto, en breve habría que destruir las pelotillas, pero no hoy, probablemente mañana. Cuando se analiza el asunto sim prejuicios, se ve que las pelotillas actúan con bastante moderación. Por ejemplo, a veces, pudieran saltar hacia adelante, exhibirse y luego regresar a su lugar, o brincar más alto y golpear la parte interior de la mesa, desquitándose así del efecto amortiguador de la alfombra. Sin embargo, no lo hacen, no quieren fastidiar a Blumfeld por gusto, y es evidente que se limitan a lo estrictamente imprescindible.
Ahora bien, lo estrictamente imprescindible basta para amargar Ia permanencia de Blumfeld junto a la mesa. Lleva sólo dos minutos sentado ahí y ya piensa en irse a dormir. Una de las causas para ello es que no puede fumar, pues sus cerillos se han quedado sobre la mesita de noche. Habría que ir a buscarlos, pero una vez allí sería mejor acostarse. En esto hay una segunda intención, pues piensa que las pelotillas, en su ciego afán por seguir detrás de él, brincarán sobre la mesa de noche, donde él, al acostarse, las aplastará voluntaria o involuntariamente. La objeción de que los restos de las pelotillas podrían seguir brincando es rechazada. También aquello que está fuera de lo común debe tener fronteras. Aunque, por lo general, las pelotas enteras saltan, pero no sin parar, los trozos de pelotas rotas nunca brincan y aquí tampoco saltarán.
—¡Arriba! —exclama, casi envalentonado por su reflexión y, pisando con energía, va, otra vez, hacia la cama, con las pelotillas siguiéndolo. Su esperanza parece ser cierta. Al situarse deliberadamente muy cerca de la cama, una pelotilla brinca, de inmediato, sobre el lecho. Sin embargo, sucede algo imprevisto y la otra pelotilla se mete debajo. Blumfeld no ha pensado siquiera en la posibilidad de que las pelotillas también sean capaces de brincar debajo de la cama y, a pesar de que comprende lo injusto de su sentimiento, se indigna con una de ellas. Quizá, brincando debajo de la cama la pelotilla cumple, mejor que la otra, con su deber. Todo depende del sitio que escojan, pues Blumfeld no cree que puedan trabajar por separado durante mucho tiempo. Y efectivamente, enseguida la otra pelota salta sobre la cama. "Ya las tengo", se dice Blumfeld lleno de alegría, y se quita la bata para arrojarse sobre el lecho. Entonces, la misma pelotilla vuelve a brincar debajo de la cama. Muy desilusionado, Blumfeld se mueve. Es probable que la pelota no haya hecho más que curiosear allá arriba y lo que vio no le ha gustado. Y la otra también la sigue y, por supuesto, se mantiene abajo, pues allí se está mejor.
—Ahora tendré aquí estos tambores toda la noche —dice Blumfeld mientras se muerde los labios y agacha la cabeza.
Se siente triste, aunque, en realidad, no sabe cómo las pelotillas podrían causarle daño durante la noche. Su sueño es espléndido y enseguida alejará el leve rumor. Para su total seguridad, desplaza hacia las pelotillas, de acuerdo con la experiencia adquirida, dos alfombras. Tal parece que tuviese un perrito al que quisiera acomodar mullidamente. Mientras tanto, los brincos de las pelotillas se han vuelto más lentos y más bajos que antes, como si estuvieran cansadas o soñolienta. Blumfeld se hinca ante la cama, con la lámpara la alumbra por debajo, y le parece que las pelotillas se quedarán para siempre sobre las alfombras, pues caen débil y lentamente y corren sólo un poco más. Sin embargo, después, y cumpliendo con su deber, se vuelven a alzar. Ahora bien, es probable que al asomarse Blumfeld bajo la cama, temprano en la mañana, encuentre dos silenciosas e inofensivas pelotas de niños.
Por lo visto, ellas no pueden continuar con sus brincos, ni siquiera hasta la mañana, pues cuando Blumfeld se mete en cama deja de oírlas. Tratando de escuchar algo, se inclina fuera de la cama, pero no oye ningún sonido. El efecto amortiguador provocado por las alfombras no puede ser tan fuerte, y la única explicación es que las pelotas han dejado de brincar o bien no pueden separarse del todo de las mullidas alfombras y, por el momento, han suspendido los brincos. Quizá, y eso es lo más verosímil, no salten nunca más. Blumfeld podría levantarse y mirar lo que en realidad ocurre, pero satisfecho de que, por fin, reine la tranquilidad, prefiere quedarse acostado, sin rozar siquiera con la mirada las pelotillas, ahora quietas, y gustoso renuncia incluso a fumar. Entonces, se vuelve de lado y se duerme de inmediato.
Pero no se tranquiliza. Como de costumbre, aunque su descanso está libre de sueños, es muy inquieto. Varias veces se despierta bruscamente con la impresión de que alguien llama a la puerta. Desde luego, sabe que nadie llama,