en tensión, mira hacia la puerta, y los mechones de su cabello se sacuden sobre su frente húmeda. Despierta, cuenta, olvida las enormes cifras que resultan y vuelve a sumirse en el sueño. Cree saber de dónde viene el golpetear; no es en la puerta, sino en otro lugar muy distinto. Sin embargo, en la confusión del sueño no logra definir estas suposiciones. Lo único que sabe es que múltiples golpes, pequeños y repulsivos, se entremezclan antes de producir, ellos mismos, un golpe grande y fuerte. Él aceptaría toda la repulsión de los golpecitos si pudiera evitar el otro golpeteo, pero, por alguna razón, es demasiado tarde, no puede hacer nada, no tiene fuerzas ni palabras, su boca se abre sólo para emitir un bostezo mudo y, furioso por eso, esconde el rostro en Ias almohadas. Así pasa la noche.
Por la mañana, la sirvienta lo despierta con un suave golpeteo, que él recibe con un suspiro de alivio. Siempre se ha quejado de ese sonido inaudible y está a punto de exclamar"!Adelante!",cuando escucha un golpeteo, débil, pero vivaz y formalmente belicoso, producido por las pelotillas bajo la cama. ¿Se habrán despertado, y, contrariamente a lo que le pasa a él, se habrán fortalecido durante la noche?
—¡Enseguida! —le grita Blumfeld a la sirvienta.
Sale de la cama con precaución para asegurarse de tener detrás de él a las pelotillas. Se echa al suelo, siempre volviéndoles la espalda, torciendo la cabeza, las mira, y está a punto de echar una maldición. Igual que niños que durante la noche apartan las incómodas mantas, las pelotillas, al parecer con pequeñas y continúas sacudidas nocturnas, han corrido las alfombras tan lejos bajo la cama que ahora el piso debajo de ellas se halla otra vez desnudo y pueden hacer ruido.
—De nuevo a las alfombras —exclama Blumfeld enojado, y cuando las pelotillas, gracias a las alfombras, vuelven al silencio, permite entrar a la sirvienta.
Ésta, una mujer gorda y tonta, siempre rígidamente erguida, sirve el desayuno y hace dos o tres movimientos necesarios. Blumfeld se encuentra de pie, inmóvil, en su bata de dormir, junto a la cama, para retener, allá abajo, a las pelotillas y mientras vigila a la sirvienta para saber si nota algo. Dada la dureza del oído de ella, eso es muy poco probable. A Blumfeld le parece que la mujer se detiene aquí y allá, se apoya en algún mueble y, arqueando las cejas, escucha, pero esa suposición la atribuye a su propia alteración, producida por la mala noche. El se daría por satisfecho si pudiese lograr que ella hiciera su labor algo más aprisa, pero la mujer se mueve con más lentitud que la habitual. Con calma, toma los trajes y zapatos de Blumfeld, los lleva al pasillo y desaparece por un buen rato. Los golpes con que hace la limpieza de la ropa resuenan monocordes y durante todo ese tiempo, Blumfeld debe permanecer en la cama. No puede moverse si no quiere arrastrar tras de sí a las pelotillas, y tiene que permitir que el café, que tanto le gusta caliente, se enfrié. Sólo puede mirar fijamente la cortina de la ventana, más allá de la cual asoma oscuramente el día. Por fin, la sirvienta acaba y se despide. Va a salir, pero aún permanece de pie en la puerta, casi sin mover los labios, y mira detenidamente a su patrón. Blumfeld quisiera retenerla para hablarle, pero ella se retira y él desea abrir la puerta de un tirón y gritarle que es una mujer tonta, vieja y estúpida. Sin embargo, al pensar mejor lo que puede reprocharle, sólo encuentra el hecho de que, sin duda, ella no advirtió nada y, sin embargo, quiso dar la impresión de haber notado algo. ¡Cuánta confusión en sus ideas, y sólo por una mala noche! El que haya dormido mal no explica que anoche se hubiese apartado de sus costumbres, no fumase ni bebiese licor. "Yo", se dice en sus reflexiones finales,"no fumo, ni bebo licor, pero duermo mal". En adelante, velará mejor por su bienestar, y para llevar a la práctica su propósito toma del botiquín casero, sobre la mesa de noche, un poco de algodón, hace con él dos bolitas y se las coloca en los oídos. Enseguida se levanta y prueba a dar un paso. Las pelotillas lo siguen, sí, pero él casi no las oye y con un poco más del algodón las vuelve completamente inaudibles. BIumfeld da unos pasos más, y todo marcha sin ninguna molestia especial. Cada cual en lo suyo. Blumfeld y las pelotillas se hallan ligados entre sí, pero no se molestan. Sólo una vez, al volverse Blumfeld con más rapidez, una pelotilla no puede efectuar, con la presteza necesaria, su movimiento correspondiente y él la golpea con la rodilla. No hay otro incidente. Blumfeld bebe con tranquilidad su café, y, como si no hubiese dormido en toda la noche y hubiese recorrido un largo camino, siente hambre. Después de lavarse con agua fría, sumamente refrescante, se viste. No es necesario que las pelotillas sean vistas por ojos extraños, y por el momento, él no ha descorrido las cortinas, y se ha mantenido en la penumbra. Pero ya a punto de marcharse, comprende que debe hacer algo con ellas, porque, aunque él no cree que se atreviesen, pudieran seguirlo también por la calle. Le llega una buena idea y, abriendo un gran armario se pone de espaldas a él. Sin embargo, las pelotillas, como si adivinasen lo que se planea, evitan entrar y, aprovechando cada resquicio libre entre Blumfeld y el ropero y ya sin otra salida, saltan dentro del mueble, pero enseguida escapan de la oscuridad y de ninguna manera van más allá del borde del armario, y se mantienen casi junto a Blumfeld, con lo cual infringen su deber. De nada les servirán sus pequeñas tretas porque el propio Blumfeld entra de espaldas en el armario y ellas se ven obligadas a obedecer. Con eso se decide su suerte, pues sobre el suelo del mueble hay objetos pequeños de varios tipos, desde botines y cajas hasta maletines, todos muy ordenados (algo que BIumfeld lamenta) que impiden su movimiento. Blumfeld cierra casi por completo la puerta del ropero, da un gran salto, como nunca en muchos años, sale y echa la llave, con lo cual las pelotillas quedan atrapadas.
—Esto ha salido bien —dice Blumfeld y seca el sudor de la cara. En el interior del mueble las pelotillas hacen mucho ruido, como si estuvieran desesperadas. Blumfeld, no. Él se siente muy satisfecho. Deja el cuarto y la soledad del corredor resulta benéfica para él. Se quita el algodón de los oídos le encantan los múltiples rumores de la casa que despierta. Aún es muy temprano y hay muy pocas personas.
Abajo, en el zaguán, hay una puerta que conduce al sótano y a la habitación de la sirvienta. Allí, frente a la puerta, está su hijo, un niño de diez años. Es el vivo retrato de su madre y ninguna de las fealdades de ella ha sido olvidada en su rostro infantil. Con las piernas combadas, y las manos en los bolsillos, jadea porque el bocio le dificulta la respiración. Por lo general, al cruzarse con el niño, Blumfeld aprieta el paso para evitar, en lo posible, aquel espectáculo. Sin embargo, hoy le gustaría detenerse un poco. El chico ha sido traído al mundo por aquella mujer y lleva todos los signos de su origen, pero, de cualquier modo y por ahora, es sólo un niño, en cuya deforme cabeza hay pensamientos infantiles. Probablemente, si se le habla y se le interroga de forma compresible, responderá con voz clara, inocente y respetuosa, y quizás, luego de algunos esfuerzos se pudiera acariciar sus tersas mejillas. Eso piensa Blumfeld, pero pasa de largo.
Al salir ve que el día es más agradable de lo que supuso en su habitación. Las brumas matutinas se disipan y en un cielo fuertemente batido por el viento aparecen claros azules. Gracias a las pelotillas, Blumfeld ha dejado su habitación mucho más temprano que de costumbre, incluso olvidó sobre la mesa el periódico sin leer, ganó mucho tiempo y puede irse con tranquilidad. Es notable pero, desde que apartó a las pelotillas, éstas le preocupan muy poco. Cuando le seguían se hubiesen podido admitir como algo de su pertenencia, algo que, en cierta forma, pudo ser tenido en cuenta al formarse un juicio sobre su persona. En cambio, ahora no pasan de ser un juguete olvidado en el armario. Entonces Blumfeld piensa que, quizá, la mejor forma de hacerlas inofensivas sea destinarlas al uso que les es propio. En el zaguán todavía se encuentra el niño y Blumfeld decide regalarle las pelotillas. No prestárselas, sino expresamente regalárselas, lo cual, con seguridad, significará destruirlas. Incluso si fuesen conservadas en buen estado, en manos del niño tendrán mucha menos importancia que en el armario. En la casa verán cómo el niño juega con ellas, otros niños se le unirán, y el criterio irreversible de todos será que son pelotas de juego y no acompañantes permanentes de Blumfeld. Éste vuelve a la casa. En ese preciso momento, el niño ha descendido por la escalera del sótano y va a abrir la puerta de abajo. Blumfeld debe llamar al niño y pronunciar su nombre, que es ridículo, como todo lo relacionado con él.
—¡Alfred, Alfred! —dice.
El niño titubea largamente.
—Ven aquí, te voy a dar algo.
Por la puerta de enfrente han salido las dos niñitas del mayordomo y, llenas de curiosidad,