Empieza por tironear la manga del criado que, por supuesto, sabe, de lo que se trata, mira con sequedad al escribiente, mueve la cabeza y lleva la escoba hacia sí, al pecho. Entonces, el escribiente une las manos en actitud de ruego, pero no tiene ninguna esperanza de alcanzar algo por este medio. El pedir tan sólo le sirve de diversión, y por eso pide. El otro escribiente los mira sonriente y, aunque parezca increíble, cree evidentemente que Blumfeld no lo escucha. El criado no se deja impresionar por los ruegos y se vuelve, creyendo que podría retener la escoba con seguridad. El escribiente prosigue con sus saltos sobre la punta de los pies, suplicante, se frota las manos y ruega ahora de otro lado. Una y otra vez se repiten las vueltas del criado y los saltitos del escribiente, hasta que, por fin, el criado, acosado por todas partes, comprende que si desde un principio hubiese sido un poquito menos cándido, habría podido advertir que se iba a cansar antes que el otro. Por tanto, busca la ayuda de terceros, y amenazando al escribiente con el dedo, señala hacia Blumfeld, a quien se quejará si no lo deja en paz.
Entonces, el escribiente, al darse cuenta de que para obtener la escoba debe apurarse, intenta apoderarse de ella. El grito involuntario del otro escribiente revela la proximidad de una decisión. El criado, dando un paso atrás y arrastrándola consigo, pone a salvo la escoba. El escribiente, la boca abierta, los ojos brillantes, ya no cede y salta hacia delante. El criado quiere huir pero sus viejas piernas se tambalean y no corren. El escribiente jala la escoba, no puede tomarla, pero logra hacerla caer al suelo, con lo cual está perdida para el criado. Sin embargo, también para el escribiente, y cuando cae la escoba, los tres, escribientes y criado, se inmovilizan. Ahora todo habrá sido notado por Blumfeld que alza los ojos a través de la ventanilla, como si estuviera prestando atención, y con mirada severa y escrutadora pasa de uno a otro, escoba incluida.
Quizá porque el silencio se prolonga mucho, o porque el escribiente culpable no puede dominar sus ansias de barrer, el caso es que se agacha, por supuesto con gran prudencia, como si fuese a coger un animal y no una escoba, la toma, y la pasa por el suelo, pero cuando Blumfeld se levanta de un salto, la arroja enseguida lejos de sí, asustado, y sale del cobertizo.
—A trabajar y sin chistar —grita BIumfeld y, extendiendo la mano, les indica a los dos escribientes, el camino hacia sus pupitres. Ellos obedecen de inmediato, pero no están avergonzados, ni con la cabeza baja, y al pasar frente a Blumfeld se ponen rígidos y lo miran fijamente a los ojos, como si quisieran impedirle que les pegara. Ahora bien, por experiencia pudieran saber que Blumfeld nunca golpea. Pero, temerosos en exceso como son, siempre buscan, sin la menor delicadeza, proteger sus derechos, reales o aparentes.
El maestro del pueblo (El topo gigante)
Las gentes a las que yo pertenezco, aquéllas que incluso encuentran repulsivo un topo corriente, seguramente se habrían muerto de repugnancia si hubiesen visto el gigantesco topo que hace algunos años fue encontrado en las cercanías de un pequeño pueblo, que por ello pronto adquirió efímera fama. Pero, en verdad, hace ya tiempo que ha vuelto a caer en el olvido. Así se demostró la falla de todo el suceso, el cual quedó completamente inexplicado, pues no se hizo ningún esfuerzo serio para aclararlo. Por un incomprensible descuido de los círculos que debían haberse ocupado y que se preocupan de cosas de menos importancia, quedó olvidado, sin un examen más detallado. El que el pueblo se encuentre lejos del tren no puede servir, de ninguna manera, como disculpa. Por curiosidad, muchas personas venían de lejos, incluso desde el extranjero y sólo aquéllos que debían mostrar algo más que curiosidad dejaron de venir. Ahora bien, si las personas sencillas, a las cuales su trabajo diario apenas les daba un minuto de respiro, no se hubieran ocupado desinteresadamente de este asunto, el rumor de la aparición no habría transpuesto la región. Hay que reconocer que el rumor que, en otras situaciones es incontenible, fue poco insistente y si no lo hubieran echado a volar no se habría expandido. Pero eso tampoco fue motivo para desentenderse del asunto; por el contrario, también la aparición debió ser investigada. En su lugar, el único estudio escrito del caso se dejó en manos del viejo maestro de pueblo, hombre extraordinario en su profesión, pero que, ni por sus aptitudes ni por su instrucción, podía dar una profunda y objetiva descripción, ni mucho menos una explicación. El pequeño escrito fue impreso y muy bien vendido a quienes visitaban, entonces, el pueblo, e, incluso, tuvo una cierta resonancia. Ahora bien, el maestro era lo suficientemente listo como para darse cuenta de que sus esfuerzos, aislados y sin apoyo, carecían, en el fondo, de valor.
Sin embargo, no desistió y transformó el asunto, el cual, a pesar de su naturaleza, se fue haciendo cada vez más y más desesperado, en la misión de su vida. Por una parte, eso demuestra la gran influencia que podía causar la aparición, y por otro, el tesón y la persuasión que pueden haber en un viejo y olvidado maestro pueblerino.
El hecho de que sufrió mucho ante la indiferencia de las personalidades competentes, lo prueba un pequeño apéndice que hizo añadir a su escrito, algunos años después, es decir, en una época cuando ya casi nadie se acordaba del asunto. En ese apéndice se lamenta, de manera convincente, quizá por su sinceridad más que por su habilidad, de la falta de comprensión que encontró en la gente, sobre todo en aquella de esas personas se podía esperar algo distinto. De quien dice con justeza: "Ellos hablan como viejos maestros de pueblo, no yo".
Cita, entre otras, la opinión de un sabio al cual acudió con su asunto. No nos da su nombre, pero, a través de ciertos detalles, se puede adivinar de quién se trataba. Después de vencer grandes dificultades para ser recibido por el sabio, al cual le anunció su visita con semanas de anticipación, notó, ya en los saludos, que éste se había formado una opinión inconmovible sobre el asunto.
Su preocupación al escuchar el largo informe del maestro, a quien devolvió el escrito, se aprecia en el comentario que hizo tras una aparente reflexión:
—La tierra es muy pesada y negra en esa zona. A los topos se les da una alimentación especialmente sustanciosa y por eso se hacen extraordinariamente grandes.
—Pero no tan grandes —gritó el maestro y midió, exagerando un poco en su ira, dos metros en la pared.
—Sin embargo, sí —contestó el sabio, al que por lo visto todo el asunto le parecía muy divertido.
Con esta respuesta regresó el maestro a su casa. Cuenta cómo su mujer y sus seis hijos le esperaban en la carretera, por la noche, bajo la nevada, y cómo les comunicó el definitivo fracaso de sus esperanzas.
Cuando leí lo relativo al comportamiento del sabio hacia el maestro, aún desconocía el escrito principal de este último. Pero, inmediatamente, decidí averiguar y recopilar todo lo que pudiera saber sobre el caso y yo mismo escribir sobre él. Puesto que no podía vérmelas con el sabio, mi escrito debía defender, por lo menos, al maestro, mejor dicho, no tanto al maestro como a la buena intención de un honrado, pero poco influyente, hombre. Confieso que, más tarde, me arrepentí de esa decisión, pues pronto noté que su exposición me iba a colocar en una situación extraña. Por una parte mi influencia no bastaba, ni con mucho, para cambiar la opinión del sabio, ni, incluso, la del público, a favor del maestro. Por otra parte, el maestro debía notar que a mí me importaba menos su intención principal (probar la aparición del enorme topo) que la defensa de su honradez, la cual, a él, por supuesto, le parecía natural y no necesitada de ninguna defensa. Así, entonces, podía ocurrir que yo, que quería apoyarlo, no encontrase en él ninguna comprensión, de modo que en lugar de ayuda necesitase un nuevo protector, algo en verdad, difícil de hallar. Con eso, me echaba encima un gran trabajo.
Si mi intención era convencer, no debía remitirme al maestro, ya que él mismo no había logrado convencer. La lectura de su escrito sólo me hubiera confundido, por lo que evité leerlo antes de la conclusión de mi propio trabajo. A través de otros, él supo de mis indagaciones, pero no supo si yo trabajaba a su favor o en contra suya. Probablemente imaginó esto último (aunque más tarde lo negó) pues puedo probar que me puso distintos obstáculos en el camino. No le era nada difícil ya que yo debía examinar nuevamente las investigaciones hechas por él, en lo cual siempre se me anticipó. En justicia, aquélla era la única objeción a mi método, una objeción, por cierto inevitable, pero muy debilitada, dado el cuidado e incluso abnegación de mis conclusiones finales. Fuera de eso, mi escrito