y sacar conclusiones. Más tarde, al leer el escrito del maestro —de muy ceremonioso título: Un topo tan grande como nadie lo ha visto jamás —, comprobé que, en las cuestiones esenciales, no coincidíamos, aunque ambos creíamos haber demostrado el problema fundamental, la existencia del topo. Entonces, nuestras diferencias de opinión imposibilitaron el nacimiento de una relación amistosa, que en realidad y a pesar de todo, yo había esperado. Incluso, empezó a manifestar hacia mí una cierta hostilidad, y, aunque conmigo siempre fue humilde y razonable, pude notar, con claridad, sus verdaderos sentimientos. Entendía que yo había dañado la causa del topo, y que mi creencia, de haberlo ayudado o de poderlo ayudar, era producto, en el mejor de los casos, de mi ingenuidad, pero, más probablemente, de mi falsedad y deseo de suplantarlo. Sobre todo, me hizo saber, repetidas veces, que, hasta ese momento, sus adversarios sólo habían mostrado sus reparos frente a él, verbalmente, mientras que yo hice imprimir, enseguida, todas mis objeciones. Además, los pocos adversarios que se ocuparon del asunto, aunque fuera de manera superficial, habían escuchado la opinión del maestro, que sentaba pautas, antes de expresar las suyas propias. Yo, en cambio, había sacado conclusiones de unos datos no recopilados sistemáticamente y, en parte, mal comprendidos. Tales conclusiones, a pesar de ser correctas en lo esencial, debían parecer inverosímiles, tanto entre el público como entre los entendidos, y la más leve sombra de inverosimilitud era lo peor que pudiera ocurrir.
Su escrito rayaba en lo absurdo y pude haber contestado sin dificultad a sus velados reproches, pero más difícil resultaba luchar contra sus otras sospechas. En general, aquélla fue la causa por la cual, me alejé de él que, en secreto, pensaba que yo intentaba robarle su fama de haber sido el primer defensor público del topo. En realidad, no había tal fama, sino una cierta reputación de ridiculez, limitada a un círculo cada vez más pequeño, al cual yo, por supuesto, no pretendía aspirar. Por otra parte, en la introducción a mi escrito, yo había explicado claramente, que el maestro debía ser considerado siempre como descubridor del topo (en verdad, ni siquiera lo era) y sólo la solidaridad hacia él me había llevado a la redacción de mi escrito. "El fin de este trabajo es —escribí, casi patéticamente, al final de mi escrito, en correspondencia con mi excitación de entonces— contribuir a la merecida difusión del escrito del maestro. Si se logra esto pido que mi nombre que, por accidente y superficialmente, se ha cruzado en este asunto sea borrado de él". Como si, de alguna manera, hubiese previsto el increíble reproche del maestro, rechacé cualquier participación mayor. Justo entonces, él encontró elementos en mi contra, y no niego que hubiese un cierto derecho en lo que afirmaba o, más bien, señalaba. Muchas veces me ha llamado la atención que, en algunos puntos, demostrara conmigo personalmente más agudeza que en su escrito. Así, por ejemplo, aseguraba que en mi introducción había un doble sentido. Si mi real intención era difundir su obra, ¿por qué no me ocupaba exclusivamente de él y de ella?, ¿por qué no mostraba sus méritos, su irrefutabilidad?, ¿por qué no abandonaba completamente el escrito y profundizaba más en el propio descubrimiento? ¿No había sido éste ya hecho? ¿Acaso quedaba algo por decir? Si yo creía en la necesidad de efectuar de nuevo el descubrimiento, ¿por qué me apartaba tan rápidamente de él en la introducción?
Quizá la mía pudiera ser una fingida modestia, pero no, era algo peor: yo desvalorizaba el descubrimiento y si le concedía atención era sólo para desvalorizarlo. Lo había investigado y lo dejaba a un lado. Quizá el asunto ya se hubiera silenciado un poco, pero yo volvía a revolverlo, con lo cual había colocado al maestro en una posición más difícil que nunca. ¡Lo que le importaba a él era la defensa de su honradez! Eso y sólo eso le importaba.
Yo lo había traicionado al no comprenderlo ni valorarlo correctamente, y porque no tenía ningún talento para un asunto que iba más allá de mi comprensión.
Él estaba sentado delante de mí y me miraba tranquilamente con su viejo rostro surcado de arrugas. Aquélla era su opinión. Además, no era exacto que sólo le importara el asunto en sí. Incluso, como hombre bastante ambicioso, quería ganar dinero, algo muy comprensible a la vista de su numerosa familia. A pesar de ello, mi interés en un asunto tan pequeño le parecía comparativamente tan reducido que se creía autorizado a presentarse como modelo de desinterés, sin incurrir en gran inexactitud. Ni una sola vez, me sirvió para calmarme, el pensar que, en el fondo, sus reproches se debían a que sujetaba su topo con las dos manos y llamaba traidor a todo aquel que tan sólo quisiese acercarse un palmo. No se conducía así por avaricia, por lo menos no se podía explicar sólo por ese motivo; más bien se trataba de una irritación provocada por su gran esfuerzo y su total falta de éxito.
La irritación tampoco lo explicaba todo. Quizá mi interés en el asunto fuera, en verdad demasiado pequeño. Para el profesor ya era algo común la falta de interés de los extraños, que soportaba en lo general, pero no en lo particular. Y cuando, al fin, aparecía una persona que se ocupaba del asunto de manera extraordinaria, ésta no lo comprendía. Ya empujado en esa dirección, no quise mentir. No soy zoólogo; quizá si el descubrimiento hubiese sido mío me habría apasionado hasta el fondo de mi corazón, pero no habla sido así. Por supuesto, un topo tan grande es algo notable, pero no puede exigir la atención permanente del mundo, especialmente cuando su existencia no está completa y satisfactoriamente demostrada y, sobre todo, cuando no puede ser exhibido. Reconozco que, aunque hubiera sido yo el descubridor, nunca me hubiera ocupado tanto de él como me ocupo, con gusto y voluntariamente, del profesor. Tal vez, la discrepancia entre el maestro y yo hubiera desaparecido pronto si mi escrito hubiera tenido éxito. Pero ese éxito no se produjo.
Quizá, el escrito no fue bueno, ni su redacción convincente. Cierto que supero al maestro en todos los conocimientos necesarios, pero soy comerciante y, con seguridad, una redacción así va más allá de mi competencia. Quizá también contribuyó al fracaso la inapropiada fecha de su aparición.
El descubrimiento del topo aún no había podido difundirse y no era no tan lejano como para haberse olvidado por completo, de modo que mi escrito no podía ser una sorpresa; pero por otra parte, había pasado ya el tiempo suficiente como para agotar casi totalmente el reducido interés que despertó en su día. Los pocos que en algo se interesaron por mi escrito se dijeron, quizá con la misma indiferencia de años atrás, que ahora recomenzaban los esfuerzos inútiles por probar un asunto tan baladí. Incluso algunos confundieron mi escrito con el del profesor.
En una importante revista agrícola apareció, por suerte en las hojas finales y con letra pequeña, la siguiente observación: "Se nos ha vuelto a enviar el escrito sobre el topo gigante. Recordamos habernos reído de él, de todo corazón, hace algunos años. Entretanto, el escrito no se ha vuelto más inteligente y nosotros más tontos. Lamentamos no podernos reír por segunda vez. Por eso nos parece oportuno preguntar a las asociaciones de maestros si un maestro pueblerino no puede encontrar un trabajo más útil que el de ir persiguiendo topos gigantes".
¡Qué imperdonable error! No habían leído ni el primer ni el segundo escrito y las cuatro miserables palabras —topo gigante, maestro pueblerino—, tomadas a la carrera, eran suficientes para que esos señores entraran en escena como defensores de prestigiosos intereses. Quizá pude haber hecho algo con éxito contra todo aquello, pero el mal entendimiento con el maestro me hizo desistir. Al revés, intenté mantenerle oculta la revista tanto tiempo como fue posible. Pronto la descubrió. Lo supe por una observación en una carta en la cual me comunicaba su visita para las fiestas de Navidad. Escribió: "El mundo es malo, cosa a la cual, a veces, se le ayuda". Así quería decir que yo pertenecía a ese mundo malo, pero que no bastaba con mi propia maldad, sino que, además, la posibilitaba, es decir, actuaba para sacar a relucir la maldad general y para ayudarla a triunfar. Bueno, yo ya había sacado las conclusiones necesarias. Pude esperarlo tranquilamente y pensar con calma, mientras él me saludaba con menos amabilidad que otras veces. Sin hablar, se sentó frente a mí, con cuidado sacó la revista del bolsillo interior de su gabán, curiosamente acolchado, y me la dio.
—La conozco —dije y se la devolví sin abrirla.
—La conoce —dijo suspirando, pues tenía la vieja costumbre de maestro de repetir contestaciones ajenas—. Por supuesto, no aceptaré esto sin defenderme —prosiguió y excitado golpeó la revista con el dedo mientras me observaba con una mirada tajante, como si yo tuviese otra opinión.
Parecía