Franz Kafka

Blumfeld, un solterón y otros cuentos


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luego no cediera a su impulso y se dejara desviar del asunto. Lo que le dije en aquella ocasión, puedo repetirlo casi al pie de la letra, pues lo anoté poco después de la conversación.

      —Haga lo que quiera —dije— a partir de hoy nuestros caminos se bifurcan. Creo que eso no es para usted ni sorpresivo ni inoportuno. Lo dicho en la revista no es la razón de mi decisión, sólo la consolida; el auténtico motivo es que, al principio, creí poder ayudarlo con mi informe, mientras que ahora puedo ver que, en cualquier caso, lo he perjudicado. ¿Por qué? No lo sé. Las causas del éxito y el fracaso son siempre complejas. No busque sólo aquellas interpretaciones que hablan contra mí. Piense en usted. Si lo vemos todo en conjunto, usted también tenía los mejores propósitos y, sin embargo, fracasó. No lo digo en broma, pues va en contra mía, pero su relación conmigo se cuenta dentro de sus fracasos. El que ahora me aparte del asunto no es por cobardía ni traición. Incluso, lo hago con pena. El aprecio que le tengo ya está en mi escrito. De cierta manera, usted se ha convertido en mi maestro, y hasta el topo se me hizo querido. Sin embargo, me aparto. Usted es el descubridor y, haga yo lo que haga, siempre seré un estorbo para que le alcance la fama pues atraigo el fracaso y lo conduzco hacia usted. Por lo menos ésta es mi opinión. La única penitencia posible para mí es pedirle perdón y, si así me lo exige, repetir públicamente la confesión que aquí he hecho, por ejemplo, en esta revista.

      Aquellas fueron entonces mis palabras, no del todo sinceras, pero lo sincero en ellas era fácil de percibir. Mi explicación obró en él como aproximadamente había esperado. La mayoría de las personas mayores tienen algo de falso en su comportamiento con los jóvenes, algo que confunde. Uno vive tranquilamente al lado de ellas, cree asegurada la relación, recibe continuamente confirmación del carácter pacifico de esas relaciones, y, de repente, ocurre algo decisivo y cuando debiera imperar la tranquilidad, tanto tiempo preparada, estas personas mayores parecen extrañas, y sólo entonces uno conoce que tienen opiniones íntimas y antiguas, y enarbolan su bandera real sobre la cual leemos con espanto su nuevo lema. Tal espanto es, sobre todo, porque lo que dicen ahora es mucho más justificado, más lleno de sentido, como si lo lógico fuera mucho más lógico. Lo inevitablemente falso se encuentra en que lo que dicen ahora es lo mismo que han dicho siempre, y, sin embargo, nunca se pudo haber pensado. Debí haber calado bien hondo en este maestro de pueblo para que ahora no me sorprendiera por completo.

      —Hijo —dijo, puso su mano en la mía y la frotó amistosamente—, ¿cómo es posible que se mezclara en este asunto? En cuanto me enteré se lo comenté a mi mujer —él se apartó de la mesa, abrió los brazos y miró el suelo, como si abajo estuviera, pequeñita, su mujer y hablara con ella—. Durante todos estos años, luchamos solos (le decía a mi mujer) y ahora parece interceder por nosotros un gran protector, un comerciante de la ciudad, de nombre tal y tal. ¿No debiéramos alegrarnos?

      Un comerciante de la ciudad representa no poco; si un campesino andrajoso nos creyera y lo dijera, no nos podría ayudar, pues lo que él dice y hace carece de valor. Es lo mismo que diga: "el viejo maestro tiene razón" o que escupa de forma grosera, su efecto es el mismo. Y si, en vez de uno, se levantan diez mil campesinos, quizá el resultado sea peor.

      En cambio, un comerciante de la ciudad es otra cosa, un hombre así tiene relaciones. Incluso aquello que dice de pasada se comenta en amplios círculos, nuevos partidarios se unen al asunto, y, por ejemplo, uno de ellos dice: "También se puede aprender algo de los maestros de pueblo", y al día siguiente ya lo comenta una muchedumbre de personas, de las cuales, a juzgar por su aspecto externo, nadie lo esperaría.

      "Entonces se encuentran fondos para el asunto, alguien hace una colecta y los demás contribuyen. Se dice que el maestro de pueblo ha de ser sacado del pueblo, vienen y se ocupan de su aspecto, se lo llevan, y también a su mujer e hijos que viven con él. ¿Has observado alguna vez a la gente de la ciudad? Gorgojean ininterrumpidamente. Si hay unos cuantos de ellos juntos, el gorgojeo va de izquierda a derecha y vuelve de nuevo y baja y sube. Y así, gorgojeando, nos llevan al coche, y apenas si tenemos tiempo para saludar a todos. El señor sobre el pescante se ajusta sus gafas, blande el látigo y partimos. Todos se despiden del pueblo, como si todavía estuviéramos allí y no sentados entre ellos. De la ciudad nos salen al encuentro algunos coches con los más impacientes que, según nos vamos acercando, se levantan de sus asientos y se estiran para vernos. El que ha reunido el dinero lo ordena todo y pide calma. Al entrar en la ciudad ya hay una gran fila de coches. Habíamos pensado que la bienvenida ya había terminado, pero es delante de la posada donde, en verdad, comienza. En la ciudad muchas personas se congregan inmediatamente a cualquier llamado, por aquello de que lo que preocupa a uno también preocupa a todos. Unos a otros se quitan las opiniones y se las apropian. No todos pueden ir en coche y muchos esperan delante de la posada. Otros podrían viajar, pero no lo hacen por orgullo. También ellos esperan. Es asombroso como el que ha recolectado el dinero tiene una visión general.

      Yo lo escuché en silencio y me fui calmando durante su charla. Sobre la mesa estaban amontonados todos los ejemplares que aún tenía de mi escrito. Faltaban sólo unos pocos, pues en los últimos tiempos había ido solicitando, por medio de una carta circular, que se me devolvieran y ya había recibido la mayoría. Por cierto, llegaron muchas cartas en las que se me informaba, con gran cortesía, que no se acordaban de haber recibido un escrito semejante y que, en caso de haberlo recibido, se había perdido lamentablemente.

      No importaba. En el fondo, yo no quería otra cosa. Sólo alguien pidió quedarse con el escrito, como curiosidad, y se comprometía, de acuerdo con el espíritu de mi circular, a no enseñarlo a nadie durante los próximos veinte años. Esa circular todavía no la había visto el maestro. Me alegré de que sus palabras me facilitaran enseñársela. Podía hacerlo sin preocupación, porque había actuado muy cautelosamente en la redacción y nunca había descuidado el interés por el maestro y su asunto. Las frases principales de la circular eran éstas: No solicito la devolución del escrito porque me haya retractado de las opiniones en él vertidas o porque personalmente pudiera considerarlas erróneas o indemostrables.

      Mi pedido sólo tiene motivos personales, si bien muy imperiosos. En lo que se refiere a mi posición sobre el asunto del topo, no me retracto en lo más mínimo. Pido que se preste especial consideración a esto, y si se quiere, que también se propague".

      Aún mantenía la circular oculta en mis manos y dije:

      —¿Quiere reprocharme porque no ha ocurrido así? ¿Por qué?

      "No amarguemos nuestra despedida. Trate de entender, por fin, que usted ha hecho un descubrimiento, pero no es superior a otros y, por tanto, la injusticia que se le hace no es lo más importante. Desconozco los estatutos de la sociedad de ciencias, pero no creo que, ni aun en el mejor de los casos, se le hubiera preparado un recibimiento siquiera parecido a aquél que tal vez usted le haya descrito a su pobre mujer. Yo mismo esperaba que el escrito tendría alguna repercusión, pensé que tal vez algún profesor podría interesarse en nuestro asunto y encargar a algún estudiante ocuparse de él, que ese estudiante se dirigiría a usted con seriedad y volvería a examinar de nuevo las investigaciones suyas y las mías, y, finalmente, en el caso de que el resultado le pareciera digno de mención, —es necesario subrayar que todos los estudiantes jóvenes están llenos de dudas—, publicaría su propio escrito en el que justificaría científicamente el de usted. Ahora bien, suponiendo, incluso, que eso sucediera, todavía no se habría logrado mucho. Posiblemente, el escrito del estudiante, que hubiera analizado un caso tan extraño, habría sido ridiculizado. Ya ve usted, en el ejemplo de la revista agrícola, con qué facilidad esto ocurre, y en este sentido las revistas científicas son aún más desconsideradas. Es comprensible. Los profesores tienen mucha responsabilidad ante ellos mismos, la ciencia y la posteridad, y no pueden aceptar cualquier nuevo descubrimiento. En cambio, nosotros llevamos ventaja frente a ellos. Sin embargo, prescindiré de esto y consideraré que el escrito del estudiante fue aceptado. ¿Qué sucedería? Usted sería honrado y es probable que en su profesión se beneficiase. Dirían: "Nuestros maestros de pueblo están alertas", y esta revista debería, en el caso de que las revistas tuvieran memoria conciencia, pedirle perdón públicamente. Asimismo, aparecería algún profesor bien intencionado que le gestionaría una beca. Cabe, dentro de lo posible, que intentaran llevarlo a la ciudad, allí proporcionarle un puesto en una escuela primaria