Agustín santo obispo de Hipona

Las Confesiones


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padre no había quien no lo alabara por ir más allá de sus fuerzas para dar a su hijo cuanto había menester para ese viaje en busca de buenos estudios, cuando ciudadanos opulentos no hacían por sus hijos nada semejante.

      Pero este mismo padre que tanto se preocupaba por mí no pensaba para nada en cómo podría yo crecer para ti ni hasta dónde podía yo mantenerme casto; le bastaba con que aprendiera a disertar, aunque desertara de ti y de tus cuidados, Dios mío, tú que eres uno, verdadero y bueno, y dueño de este campo tuyo que es mi corazón.

      [6] En ese año decimosexto de mi vida, forzado por las necesidades familiares a abandonar la escuela, viví con mis padres, y se formó en mi cabeza un matorral de concupiscencias que nadie podía arrancar. Sucedió pues que aquel hombre que fue mi padre me vio un día en los baños, ya púber y en inquieta adolescencia. Muy orondo fue a contárselo a mi madre, feliz como si ya tuviera nietos de mí; embriagado con un vino invisible, el de su propia voluntad perversa e inclinada a lo más bajo; la embriaguez presuntuosa de un mundo olvidado de su Creador y todo vuelto hacia las criaturas.

      Pero tú ya habías comenzado a echar en el pecho de mi madre los cimientos del templo santo en que ibas a habitar. Mi padre era todavía catecúmeno, y de poco tiempo; entonces, al oírlo ella se estremeció de piadoso temor; aunque yo no me contaba aún entre los fieles, ella temió que me fuera por los desviados caminos por donde van los que no te dan la cara, sino que te vuelven la espalda.

      [7] ¡Ay! ¿Me atreveré a decir que tú permanecías callado mientras yo más y más me alejaba de ti? ¿Podré decir que no me hablabas? Pero, ¿de quién sino tuyas eran aquellas palabras que con la voz de mi madre, fiel sierva tuya, me cantabas al oído? Ninguna de ellas, sin embargo, me llegó al corazón para ponerlas en práctica.

      Ella no quería que yo cometiera fornicación, y recuerdo cómo me amonestó en secreto con gran vehemencia, insistiendo sobre todo en que no debía yo tocar la mujer ajena. Pero sus consejos me parecían debilidades de mujer que no podía yo tomar en cuenta sin avergonzarme. Mas sus consejos no eran suyos, sino tuyos, y yo no lo sabía. Pensaba yo que tú callabas, cuando por su voz me hablabas; y al despreciarla a ella, sierva tuya, te despreciaba a ti, siendo yo también tu siervo.

      Pero yo nada sabía. Iba desbocado, con una ceguera tal, que no podía soportar que me superaran en malas acciones aquellos compañeros que se jactaban de sus fechorías tanto más cuanto peores eran. Con ello pecaba yo no sólo con la lujuria de los actos, sino también con la lujuria de las alabanzas. ¿Hay algo que sea realmente digno de vituperación fuera del vicio? Pero yo, para evitar el vituperio me fingía más vicioso; y cuando no tenía un pecado real con el que pudiera competir con aquellos perdidos inventaba uno que no había hecho, no queriendo parecer menos abyecto que ellos ni ser tenido por tonto cuando era más casto.

      [8] Con tales compañeros corría yo las calles y plazas de Babilonia y me revolcaba en su cieno como en perfumes y ungüentos preciosos; y un enemigo invisible me hacía presión para tenerme bien fijo en el barro: yo era seducible y él me seducía.

      Ni siquiera mi madre, aquella mujer que había huido ya «de Babilonia» pero andaba aún con lentos pasos por sus arrabales, tomó medidas para hacerme conseguir aquella pureza que ella misma me aconsejaba. Lo que de mí había oído decir a su marido lo consideraba peligroso y pestilente; yo necesitaba del freno de la vida conyugal si no me era posible cortar por lo sano la concupiscencia. Y, sin embargo, ella no cuidó de esto: temía que los lazos de una mujer dieran fin a mis esperanzas. No ciertamente la esperanza de la vida futura, que mi madre ya poseía; pero sí las buenas esperanzas de aprendizaje de las letras que tanto ella como mi padre deseaban vivamente; él, porque pensaba poco en ti y formaba a mi propósito castillos en el aire; y ella, porque no veía en las letras un estorbo, sino mas bien una ayuda para llegar a ti. Todo esto lo conjeturo recordando lo mejor que puedo cómo eran mis padres.

      Por este motivo, y sin un necesario equilibrio de severidad, me soltaban las riendas; y yo me divertía, andaba distraído y me desintegraba en una variedad de afectos y en una ardiente ofuscación que me ocultaba, Señor, las serenidades de tu verdad. Y de mi craso pecho salía la iniquidad (Sal 72,7).

      Capítulo 4

      [9] El hurto lo condena la ley, Señor; una ley que está escrita en los corazones humanos y que ni la maldad misma puede destruir. Pues, ¿qué ladrón hay que soporte a otro ladrón? Ni siquiera un ladrón rico soporta al que roba movido por la indigencia. Pues bien, yo quise robar, y robé; no por necesidad o por penuria, sino por mero fastidio de lo bueno y por sobra de maldad. Porque robé cosas que tenía yo en abundancia y otras que no eran mejores que las que poseía. Y ni siquiera disfrutaba de las cosas robadas; lo que me interesaba era el hurto en sí, el pecado.

      Había en la vecindad de nuestra viña un peral cargado de frutas que no eran apetecibles ni por su forma ni por su color. Fuimos, pues, rapaces perversos, a sacudir el peral a eso de la medianoche, pues hasta esa hora habíamos alargado, según nuestra mala costumbre, los juegos. Nos llevamos varias cargas grandes no para comer las peras nosotros, aunque algunas probamos, sino para echárselas a los puercos. Lo importante era hacer lo que nos estaba prohibido.

      Este es, pues, Dios mío, mi corazón; ese corazón del que tuviste misericordia cuando se hallaba en lo profundo del abismo. Que él te diga qué era lo que andaba yo buscando cuando era gratuitamente malo; pues para mi malicia no había otro motivo que la malicia misma. Detestable era, pero la amé; amé la perdición, amé mi defecto. Lo que amé no era lo defectuoso, sino el defecto mismo. Alma llena de torpezas, que se soltaba de tu firme apoyo rumbo al exterminio, sin otra finalidad en la ignominia que la ignominia misma.

      Capítulo 5

      [10] Porque se da ciertamente un atractivo en todo lo que es hermoso: en el oro, en la plata, en todo. En el tacto de la carne mucho tiene que ver el halago, así como los demás sentidos encuentran en las cosas corporales una peculiaridad que les responde. Belleza hay también en el honor temporal, en el poder de vencer y dominar, de donde proceden luego los deseos de la venganza.

      Y sin embargo, Señor, para conseguir estas cosas no es indispensable separarse de ti ni violar tus leyes. Y la vida que aquí vivimos tiene su encanto en cierto modo particular de armonía y de conveniencia con todas estas bellezas inferiores. Así como también es dulce para los hombres la amistad, que con hermoso nudo hace de muchas almas una sola.

      Por conseguir estas cosas y otras semejantes se admite el pecado; por cuanto una inmoderada inclinación hace que se abandonen otros bienes de mayor valía, que son realmente supremos: tú mismo, Señor, tu verdad y tu ley.

      Es indudable que también estas cosas ínfimas tienen su deleite; pero no es tan grande como mi Dios, creador de todas las cosas, que es deleite del justo y delicia de los corazones rectos.

      [11] Esta es la razón por la que, cuando se pregunta sobre las posibles causas de un crimen, no descansa uno hasta haber averiguado qué apetito de esos bienes que he llamado ínfimos o qué temor de no perderlos pudo moverle a cometerlo. Son, a no dudarlo, hermosos y agradables en sí mismos, aun cuando resultan a ras de tierra y despreciables cuando se los compara con los bienes superiores, los únicos que dan verdadera felicidad. Alguno, por ejemplo, comete un homicidio. ¿Por qué lo hizo? Lo hizo, o porque quería quedarse con la mujer o el campo de otro, o porque tal depredación lo ayudaría a vivir, o porque temía que el muerto lo desposeyera de algo, o porque había recibido de él algún agravio que encendió en su pecho el ardor de la venganza. De Catilina, hombre en exceso malo y cruel, se ha dicho que era malo gratuitamente, que hacía horrores sólo porque no se le entumecieran por la ociosidad ni la mano ni el ánimo. No deja de ser una explicación.

      Pero esto no lo es todo. Lo cierto es que de haberse apoderado del gobierno de la ciudad mediante tal acumulación de crímenes, tendría honores, poder y riquezas; se libraba, además, del temor de las leyes inducido por la conciencia de sus delitos, y la escasez de su patrimonio. Ni el mismo Catilina amaba sus crímenes por ellos mismos, sino por lo que mediante ellos pretendía conseguir.

      Capítulo 6

      [12] ¿Qué fue pues, miserable de mí, lo que en ti amé, hurto mío, delito mío nocturno, en aquel decimosexto año de mi