Agustín santo obispo de Hipona

Las Confesiones


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decretos impones cegueras para castigar ilícitos deseos! Cuando alguien busca la fama de la elocuencia atacando con odio a un enemigo en presencia de un juez y de un auditorio, pone sumo cuidado para no desprestigiarse con un error de lenguaje. No dirá, por ejemplo, «entre las hombres». Pero en cambio, nada se le da, en la violencia de su odio, si intenta arrancar a otro hombre de la sociedad de sus semejantes.

      Capítulo 19

      [30] Al umbral de semejantes costumbres yacía yo infeliz mientras fui niño. Y tal era la lucha en esa palestra, que más temía yo cometer un barbarismo que envidiar a los que lo cometían.

      Ahora admito y confieso en tu presencia aquellas pequeñeces por las cuales recibía yo alabanza de parte de personas para mí tan importantes que agradarles me parecía la suma del bien vivir. No caía yo en la cuenta de la vorágine de torpezas que me arrastraba ante tus ojos. ¿Podían ellos ver entonces algo más detestable que yo? Pues los ofendía engañando con incontables mentiras a mi pedagogo, a mis maestros y a mis padres; y todo por la pasión de jugar y por el deseo de contemplar espectáculos vanos para luego divertirme en imitarlos.

      Cometí muchos hurtos de la mesa y la despensa de mis padres, en parte movido por la gula, y en parte también para tener algo que dar a otros muchachos que me vendían su juego; trueque en el cual ellos y yo encontrábamos gusto. Pero también en esos juegos me vencía con frecuencia la vanidad de sobresalir, y me las arreglaba para conseguir victorias fraudulentas. Y no había cosa que mayor fastidio me diera que el sorprenderlos en alguna de aquellas trampas que yo mismo les hacía a ellos. Y cuando en alguna me pillaban prefería pelear a conceder. ¿Qué clase de inocencia infantil era esta? No lo era, Señor, no lo era, permíteme que te lo diga. Porque esta misma pasión, que en la edad escolar tiene por objeto nueces, pelotas y pajaritos, en las edades posteriores, para prefectos y reyes, es ambición de oro, de tierras y de esclavos. Con el paso del tiempo se pasa de lo pequeño a lo grande, así como de la férula de los maestros se pasa más tarde a suplicios mayores.

      Fue, pues, la humildad lo que tú, Rey y Señor nuestro, aprobaste en la pequeñez de los niños cuando dijiste que de los que son como ellos es el Reino de los Cielos (Mt 19,14).

      Capítulo 20

      [31] Y sin embargo, Señor excelentísimo y óptimo Creador de cuanto existe, gracias te daría si hubieses dispuesto que yo no pasara de la niñez. Porque yo existía y vivía; veía, sentía y cuidaba de mi conservación, vestigio secreto de aquella Unidad de la que procedo.

      Un instinto muy interior me movía a cuidar la integridad de mis sentidos, y aun en las cosas más pequeñas me deleitaba en la verdad de mis pensamientos. No me gustaba equivocarme. Mi memoria era excelente, y me iba instruyendo con la conversación. Me gozaba en la amistad y huía del dolor, del desprecio y de la ignorancia. ¿Qué hay en un ser así que no sea admirable y digno de alabanza? Pero todo esto me venía de mi Dios, pues yo no me di a mí mismo semejantes dones. Cosas buenas eran, y todas ellas eran mi yo.

      Bueno es, entonces, el que me hizo, Él es mi bien, y en su presencia me lleno de gozo por todos esos bienes que había en mi ser de niño. Pero pecaba yo, por cuanto buscaba la verdad, la deleitación y la sublimidad no en Él, sino en mí mismo y en las demás criaturas; y por esto me precipitaba en el dolor, la confusión y el error.

      Pero gracias, dulzura mía, mi honor y mi confianza, mi Dios, por tus dones; y te ruego que me los conserves. Así me guardarás a mí; y todo cuanto me diste se verá en mí aumentado y llevado a perfección. Y yo estaré contigo, que me diste la existencia.

      Libro II

      Capítulo 1

      [1] Quiero ahora recordar las fealdades de mi vida pasada, las corrupciones carnales de mi alma; no porque en ellas me complazca, sino porque te amo a ti, Dios mío. Lo hago por amor de tu amor, recordando en la amargura de una revivida memoria mis perversos caminos y malas andanzas. Para que me seas dulce tú, dulzura sin engaño, dulzura cierta y feliz; para que me recojas de la dispersión en la que anduve como despedazado mientras lejos de ti vivía en la vanidad.

      Hubo un tiempo de mi adolescencia en que ardía en el deseo de saciar los más bajos apetitos y me hice como una selva de sombríos amores. Se marchitó mi hermosura y aparecí ante tus ojos como un ser podrido y sólo atento a complacerse a sí mismo y agradar a los demás.

      Capítulo 2

      [2] Nada me deleitaba entonces fuera de amar y ser amado. Pero no guardaba la compostura, y pasaba más allá de los límites luminosos de la verdadera amistad que va de un alma a la otra. De mí se exhalaban nubes de fangosa concupiscencia carnal en el hervidero de mi pubertad, y de tal manera obnubilaban y ofuscaban mi corazón que no era yo capaz de distinguir entre la serenidad del amor y el fuego de la sensualidad. Ambos ardían en confusa efervescencia y arrastraban mi debilidad por los precipicios de la concupiscencia en un torbellino de pecados. Tu cólera se abatía sobre mí, pero yo lo ignoraba; me había vuelto sordo a tu voz y como encadenado, por la estridencia de mi carne mortal. Esta era la pena con que castigabas la soberbia de mi alma. Cada vez me iba más lejos de ti, y tú lo permitías; era yo empujado de aquí para allá, me derramaba y desperdiciaba en la ebullición de las pasiones, y tú guardabas silencio. ¡Oh, mis pasos tardíos! Tú callabas entonces, y yo me alejaba de ti más y más, desparramado en dolores estériles, pero soberbio en mi envilecimiento y sin sosiego en mi cansancio.

      [3] ¡Ojalá hubiera yo tenido entonces quien pusiera medida a mi agitación, quien me hubiera enseñado a usar con provecho la belleza fugitiva de las cosas nuevas marcándoles una meta! Si tal hubiera sido, el hervoroso ímpetu de mi juventud se habría ido moderando rumbo al matrimonio, y a falta de poder conseguir la plena serenidad, me habría contentado con procrear hijos como lo mandas tú, que eres poderoso para sacar renuevos de nuestra carne mortal, y sabes tratarnos con mano suave para templar la dureza de las espinas excluidas de tu paraíso. Porque tu Providencia está siempre cerca, aun cuando nosotros andemos lejos.

      Debiera haber puesto más atención a tu Palabra que del cielo nos baja por la boca de tu apóstol, cuando dijo: Estos tendrán la tribulación de la carne, pero yo os perdono. Y también: Bueno es para el hombre no tocar a la mujer; y luego: El que no tiene mujer se preocupa de las cosas de Dios y de cómo agradarle; pero el que está unido en matrimonio se preocupa de las cosas del mundo y de cómo agradar a su mujer (1Cor 7,28.32.33). Si hubiera yo escuchado con más atención estas voces habría castigado mi carne por amor del reino de los Cielos y con más felicidad habría esperado tu abrazo.

      [4] Pero, mísero de mí, te abandoné por dejarme llevar de mis impetuosos ardores; me excedí en todo más allá de lo que tú me permitías y no me escapé de tus castigos. Pues, ¿quién lo podría, entre todos los mortales? Porque tú siempre estabas a mi lado, ensañándote misericordiosamente conmigo y amargabas mis ilegítimas alegrías para que así aprendiera a buscar goces que no te ofendan. ¿Y dónde podía yo conseguir esto sino en ti, Señor, que finges poner dolor en tus preceptos, nos hieres para sanarnos y nos matas para que no nos muramos lejos de ti?

      ¿Por dónde andaba yo, lejos de las delicias de tu casa, en ese año decimosexto de mi edad carnal, cuando le concedí el cetro a la lujuria y con todas mis fuerzas me entregué a ella en una licencia que era indecorosa ante los hombres y prohibida por tu ley?

      Los míos para nada pensaron en frenar mi caída con el remedio del matrimonio. Lo que les importaba era solamente que yo aprendiera lo mejor posible el arte de hablar y de convencer con la palabra.

      Capítulo 3

      [5] Aquel año se vieron interrumpidos mis estudios. Me llamaron de la vecina ciudad de Madaura, adonde había ido para estudiar literatura y oratoria, con el propósito de enviarme a la más distante ciudad de Cartago. Mi padre, más por animosa resolución que por la abundancia de dinero, pues era un muy modesto ciudadano de Tagaste, preparaba los gastos de mi viaje.

      Pero, ¿a quién cuento yo todas estas cosas? No a ti, ciertamente, Señor; sino en presencia tuya a todos mis hermanos del mundo; a aquellos, por lo menos, en cuyas manos puedan caer estas letras mías. ¿Y con qué objeto? Pues para que yo y quienes esto leyeren meditemos en la posibilidad