Agustín santo obispo de Hipona

Las Confesiones


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y la tierra? ¡Señor Santo! ¿Cómo es posible que haya en mí algo capaz de ti? Porque a ti no pueden contenerte ni el cielo ni la tierra que tú creaste, y yo en ella me encuentro, porque en ella me creaste. Acaso porque sin ti no existiría nada de cuanto existe, resulta posible que lo que existe te contenga. ¡Y yo existo! Por eso deseo que vengas a mí, pues sin ti yo no existiría.

      Yo no he estado en los abismos, pero tú estás también allí. Si descendiere a los infiernos, allí estás tú.

      Y yo no sería, absolutamente no podría ser, si tú no estuvieras en mí. O, para decirlo mejor, yo no existiría si no existiera en ti, de quien todo procede, por el cual y en el cual existe todo. Así es, Señor, así es. ¿Y cómo, entonces, invocarte, si estoy en ti? ¿Y cómo podrías tú venir si ya estás en mí? ¿Cómo podría yo salirme del cielo y de la tierra para que viniera a mí mi Señor pues Él dijo: «yo lleno los cielos y la tierra»?

      Capítulo 3

      [3] Entonces, Señor, ¿te contienen el cielo y la tierra porque tú los llenas? ¿O los llenas pero queda algo de ti que no cabe en ellos? ¿Y dónde pones lo que, llenados el cielo y la tierra, sobra de ti? ¿O, más bien, tú no necesitas que nada te contenga porque tú lo contienes todo; porque lo que tú llenas lo llenas conteniéndolo? Porque no son los vasos que están llenos de ti los que te dan tu estabilidad: aunque ellos se rompieran tú no te derramarías. Y cuando te derramas en nosotros no te rebajas, sino que nos levantas; no te desparramas, sino que nos recoges.

      Pero tú, que todo lo llenas, ¿lo llenas con la totalidad de ti? Las cosas no te pueden contener todo entero. ¿Diremos que sólo captan una parte de ti y que todas toman esa misma parte? ¿O que una cosa toma una parte de ti y otra, otra; unas una parte mayor y otras una menor? Habría que decir, entonces, que tú tienes partes, y unas mayores que otras. Pero esto no puede ser. Tú estás en todas las cosas, estás en ellas de una manera total; y la creación entera no te puede abarcar.

      Capítulo 4

      [4] ¿Quién eres pues tú, Dios mío, y a quién dirijo mis ruegos sino a mi Dios y Señor? ¿Y qué otro Dios fuera del Señor nuestro Dios? Tú eres Sumo y Óptimo y tu poder no tiene límites. Infinitamente misericordioso y justo, al mismo tiempo inaccesiblemente secreto y vivamente presente, de inmensa fuerza y hermosura, estable e incomprensible, un inmutable que todo lo mueve. Nunca nuevo, nunca viejo; todo lo renuevas, pero haces envejecer a los soberbios sin que ellos se den cuenta. Siempre activo, pero siempre quieto; todo lo recoges, pero nada te hace falta. Todo lo creas, lo sustentas y lo llevas a perfección. Eres un Dios que busca, pero nada necesita.

      Ardes de amor, pero no te quemas; eres celoso, pero también seguro; cuando de algo te arrepientes, no te duele, te enojas, pero siempre estás tranquilo; cambias lo que haces fuera de ti, pero no cambias consejo. Nunca eres pobre, pero te alegra lo que de nosotros ganas. No eres avaro, pero buscas ganancias; nos haces darte más de lo que nos mandas para convertirte en deudor nuestro. Pero, ¿quién tiene algo que no sea tuyo? Y nos pagas tus deudas cuando nada nos debes; y nos perdonas lo que te debemos sin perder lo que nos perdonas.

      ¿Qué diremos pues de ti, Dios mío, vida mía y santa dulzura? Aunque bien poco es en realidad lo que dice quien de ti habla. Pero, ¡ay de aquellos que callan de ti! Porque teniendo el don de la palabra se han vuelto mudos.

      Capítulo 5

      [5] ¿Quién me dará reposar en ti, que vengas a mi corazón y lo embriagues hasta hacerme olvidar mis males y abrazarme a ti, mi único bien? ¿Qué eres tú para mí? Hazme la misericordia de que pueda decirlo. ¿Y quién soy yo para ti, pues me mandas que te ame, y si no lo hago te irritas contra mí y me amenazas con grandes miserias? ¡Ay de mí! ¿No es ya muchísima miseria simplemente el no amarte? Dime pues, Señor, por tu misericordia, quién eres tú para mí. Dile a mi alma: Yo soy tu salud (Sal 34,3). Y dímelo de forma que te oiga; ábreme los oídos del corazón, y dime: Yo soy tu salud. Y corra yo detrás de esa voz, hasta alcanzarte. No apartes de mí tu rostro, y muera yo, si es preciso, para no morir y contemplarlo.

      [6] Angosta morada es mi alma; ensánchamela, para que puedas venir a ella. Está en ruinas: repárala. Sé bien y lo confieso, que tiene cosas que ofenden tus ojos. ¿A quién más que a ti puedo clamar para que me la limpie? Límpiame Señor, de mis pecados ocultos y líbrame de las culpas ajenas. Creo y por eso hablo. Tú Señor, lo sabes bien. Ya te he confesado mis culpas, Señor, y tú me las perdonaste (Sal 18,13-14). No voy a entrar en pleito contigo, que eres la Verdad; no quiero engañarme, para que mi iniquidad no se mienta a sí misma (Sal 26,12). No entraré, pues, en contienda contigo, pues si te pones a observar nuestros pecados, ¿quién podrá resistir? (Sal 129,3).

      Capítulo 6

      [7] Permíteme sin embargo hablar ante tu misericordia a mí, que soy polvo y ceniza. Déjame hablar, pues hablo a tu misericordia, y no a un hombre burlón que pueda mofarse de mí. Quizás aparezco risible ante tus ojos, pero tú te volverás hacia mí lleno de misericordia.

      ¿Qué es lo que pretendo decir, Dios y Señor mío, sino que ignoro cómo vine a dar a esta que no sé si llamar vida mortal o muerte vital? Y me recibieron los consuelos de tu misericordia según lo oí de los que me engendraron en la carne, esta carne en la cual tú me formaste en el tiempo; cosa de la cual no puedo guardar recuerdo alguno.

      Recibiéronme pues las consolaciones de la leche humana. Ni mi madre ni mis nodrizas llenaban sus pechos, eras tú quien por ellas me dabas el alimento de la infancia, según el orden y las riquezas que pusiste en el fondo de las cosas.

      Don tuyo era también el que yo no deseara más de lo que me dabas; y que las que me nutrían quisieran darme lo que les dabas a ellas. Porque lo que me daban, me lo daban llevadas del afecto natural en que tú las hacías abundar; el bien que me daban lo consideraban su propio bien. Bien que me venía no de ellas, sino por ellas, ya que todo bien procede de ti, mi Dios y toda mi salud.

      Todo esto lo entendí más tarde por la voz con que me hablabas, por dentro y por fuera de mí, a través de las cosas buenas que me concedías. Porque en ese entonces yo no sabía otra cosa que mamar, dejarme ir en los deleites y llorar las molestias de mi carne. No sabía otra cosa.

      [8] Más tarde comencé a reír, primero mientras dormía, y luego estando despierto. Así me lo han contado, y lo creo por lo que vemos de ordinario en los niños; pues de lo mío nada recuerdo.

      Poco a poco comencé a sentir dónde estaba, y a querer manifestar mis deseos a quienes me los podían cumplir, pero no me era posible, pues mis deseos los tenía yo dentro, y ellos estaban afuera y no podían penetrar en mí. Entonces agitaba mis miembros y daba voces para significar mis deseos, los pocos que podía expresar, y que no resultaban fáciles de comprender. Y cuando no me daban lo que yo quería, o por no haberme entendido o para que no me hiciera daño, me indignaba de que mis mayores no se me sometieran y de que los libres no me sirvieran; y llorando me vengaba de ellos. Más tarde llegué a saber que así son los niños; y mejor me lo enseñaron ellos, que no lo sabían, que no mis mayores, que sí lo sabían.

      [9] Y así, esta infancia mía ha tiempo ya que murió, y yo sigo viviendo. Pero tú, Señor, siempre vives, y no hay en ti nada que muera. Porque tú existes desde antes del comienzo de los tiempos, antes de que se pudiera decir antes, y eres Dios y Señor de todo cuanto creaste. En ti está la razón de todas las cosas inestables; en ti el origen inmutable de todas las cosas mudables y el porqué de las cosas temporales e irracionales. Dime, Señor misericordioso, a mí, tu siervo que te lo suplica, si mi infancia sucedió a otra edad mía anterior. ¿Sería el tiempo que pasé en el seno de mi madre? Pues de ella se me han dicho muchas cosas, y he visto también mujeres preñadas.

      ¿Qué fue de mí, Dios y dulzura mía, antes de eso? ¿Fui alguien y estuve en alguna parte? Porque esto no me lo pueden decir ni mi padre ni mi madre, ni la experiencia de otros, ni mi propio recuerdo. ¿Acaso te sonríes porque deseo saber tales cosas y me mandas que te alabe y te confiese por aquello que he conocido de ti?

      [10] Te lo confieso pues, Señor del cielo y de la tierra, y te rindo tributo de alabanza por los tiempos de mi infancia, que yo no recuerdo, y porque has concedido a los hombres que puedan deducir de lo que ven