Agustín santo obispo de Hipona

Las Confesiones


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a ti como tierra sin agua, porque, como no puede darse luz tomándola de la suya, así no puede darse comida hasta la saciedad tomándola de la suya»: estas palabras de XIII, 19 descifran el simbolismo de la tierra seca, considerada por Agustín en XIII, 20-21 imagen de quien está sediento de Dios, es decir, aspira a una realidad de calibre superior al de los bienes pasajeros y el placer que ellos desprenden. Parece, pues, natural relacionar con esta etapa del desarrollo cristiano los pasajes que en las Confesiones tengan que ver con el hambre y la sed respecto a Dios. Este es el caso, sobre todo, de los libros tercero, séptimo y undécimo, en los que su autor se presenta buscando en un nivel cada vez más alto una imagen divina adecuada.

      Efectivamente, en el tercer libro revela deber a la lectura del Hortensio ciceroniano el entusiasmo por la verdad; a su soberbia, haber despreciado la Sagrada Escritura, cayendo, consiguientemente, en los lazos de los maniqueos. Pese a todo, en III, 10 confiesa sentir hambre y sed de Dios en persona, Verdad inmutable y radiante, y en III, 12 se muestra cierto de que los antropomorfismos bíblicos sólo pueden ser intentos insuficientes de expresar al Dios vivo y verdadero, nunca fotografías suyas fieles. El libro séptimo certifica la certeza de su autor respecto a la inmutabilidad divina y al influjo benéfico ejercido sobre él por otros libros también de paganos, los neoplatónicos. Además recoge en VII, 16 la invitación que la verdad le dirige a comerla, en VII, 23 su incapacidad de acercarse al festín, en VII, 24-25 su imagen de Cristo –viciada, insuficiente por falta de humildad– y en VII, 27 el favor que el apóstol Pablo le hizo al descubrirle la humanidad y autoentrega del Mesías crucificado. Por último, la lectura del libro undécimo descubre que, como en los dos mencionados, también aquí Agustín busca la imagen adecuada de Dios, declara su anhelo de él –simbolizado en XI, 3 por la sed de una hierba seca, con la que, orante, se identifica–, afirma la inmutabilidad divina y la necesidad de la humildad, si el hombre quiere acercarse a aquel a cuya imagen ha sido creado.

      La vida, amenazada por la muerte

      Los animales –venidos a la existencia, según el relato bíblico, el quinto día de la creación– simbolizan en XIII, 29 a quienes viven para Dios, tras haber experimentado la insuficiencia de todo lo demás para satisfacer definitivamente su corazón. Y que aparezcan según su especie, como quiere el texto sagrado (cf Gén 1,21), significa a los ojos de Agustín que los creyentes se sirven recíprocamente de modelo con que identificarse en su reencuentro con Dios. Por otra parte, a la vida y la muerte internas del hombre se refieren frecuentemente las Confesiones. Sobre todo los tres libros –cuarto, octavo y duodécimo– que se ocupan intensamente tanto de la necesidad de modelos de conducta cuanto de la liberación que respecto a la sensualidad humana y la inestabilidad propia de lo creado otorga graciosamente Dios.

      Las llamadas apremiantes que la continencia dirige al hombre para que se atenga a ella se leen por primera vez, expresadas claramente y fundamentadas con detalle, en el libro cuarto. El octavo describe cómo Agustín consiguió acogerlas. En ambos libros aparecen con frecuencia los vocablos muerte, vida y, emparentados simbólicamente con ellos, dolor, desgarrar y similares. El duodécimo trata de que la casa de Dios, mudable en sí misma, se ve, empero, por gracia divina libre de todo cambio, situación que es la meta de la peregrinación del hombre, es decir, la vida eterna.

      IV, 7-12 recoge la experiencia de Agustín al morírsele un amigo queridísimo. Pasando de la anécdota a la categoría, aprende que sólo una realidad inmutable, sólo Dios, puede defender definitivamente al hombre del desgarro existencial, por el que lo mejor de uno se rompe, queda inservible y hace que la vida aparezca desfigurada, como un sinsentido. También el libro octavo pone en escena la ruptura interior de su autor, entre la voz del amor oblativo, que lo invita a la continencia, y la del amor posesivo que lo tienen encadenado a su propia persona escindida y sin energía. El libro doce trata sobre lo informe y lo que de Dios recibe su forma adecuada, es decir, el ser humano bloqueado ante él o, al contrario, abierto a su don, su amor, que le hace ser entregándose a quien le ofrece su propia vida. En la situación primera, el hombre está sometido al tiempo, cambia continuamente sin reposo, por no haber encontrado su forma verdadera. Una alternativa le ofrece el Dios Salvador, al que su eternidad no aleja de los vencidos por el tiempo: quien ha creado el cielo del cielo, es decir, la Jerusalén celeste, partícipe de la eternidad divina, ha destinado a cada hombre a concluir su peregrinación en esa ciudad.

      En los libros cuarto y octavo juegan papel importante los modelos de identificación: en IV, 21-23 el rétor romano Hierio, en VIII, 10.16-18.27 el filósofo Victorino y dos agentes imperiales. Si Agustín descalifica su afición al primero, reconoce la función que, gracias a la providencia divina, los otros han desempeñado en su conversión cristiana. En el duodécimo se plantea el problema de la relación con la autoridad humana, que en la aceptación de valores y en la conducta conforme a ellos ha de tenerse en cuenta. La respuesta agustiniana es luminosa: sólo la verdad sin fisuras ni modificaciones es inapelable, si bien el hombre apela a ella en demanda de luz y cobijo; y a ella han de atenerse tanto quien ejerce la autoridad cuanto quienes se la reconocen y respetan. Así Agustín se distancia del orgullo de menospreciar posturas ajenas por defender la suya, y siente que el camino que lleva derecho y a fondo hasta Dios es no la lucidez dialéctica ni la sumisión sino el amor al prójimo.

      El hombre, imagen de Dios

      A partir del libro segundo y hasta el conclusivo, las Confesiones presentan el proceso a través del cual su protagonista humano –antagonista, a veces, del Otro– ha llegado a ser imagen de este, si bien nunca concluida, siempre amenazada y, por tanto, necesitada de cuidados y retoques. Por eso invito al lector a repasar, como hizo al principio de esta introducción, los contenidos de la obra, libro por libro, pero ahora desde una perspectiva distinta. Interesa en este momento no la información sobre lo que dicen, sino el camino de conversión cristiana abierto, confesado en ellos. Recorrido por un hombre, puede serlo por cualquier otro, pues, como escribe Agustín en texto ya citado, «las confesiones de mis males pasados, que has perdonado y tapado para hacerme feliz en ti cambiando tú mi alma mediante la fe y tu sacramento, excitan el corazón a que en vez de dormir en la desesperación y decir “No puedo”, se despierte en el amor a tu misericordia y en la dulzura de tu gracia, con la que es poderoso todo débil que mediante ella deviene consciente de su debilidad»[36].

      En el libro segundo el autor se retrata caído en un abismo: el de cometer pecados sólo por cometerlos. La lectura del Hortensio, según informa en el libro tercero, le despertó el ansia de la verdad y lo puso en marcha a la búsqueda de una imagen de Dios justificable filosóficamente. Por su orgullo, empero, vino a dar en las trampas de los maniqueos.

      La muerte de un amigo, a la que se refiere por extenso el libro cuarto, le hace tomar conciencia de la condición pasajera de todo lo creado. Busca una realidad que permanezca siempre y reflexiona sobre la belleza. Entonces descubre que la esencia de ella es la unidad. Pero, como todavía está influenciado por el maniqueísmo, permanece preso de dos errores muy graves: la fe en la existencia de una realidad mala, responsable del mal moral, y la insolencia de creerse una parte de Dios, cuando –como afirma con entera lucidez en I, 1– sólo es una partecita de la creación. Por cuenta propia examina Agustín en el libro quinto las contradicciones entre las doctrinas de los filósofos paganos y la de Mani; entonces descubre cada vez más en el maniqueísmo el producto de especulaciones sin contenido. Entra en contacto con la Iglesia y reconoce que su crítica anterior se había apoyado en un prejuicio. Decide, por eso, hacerse catecúmeno cristiano, hasta que pueda percibir más claramente el camino que ha de seguir.

      La imagen de Agustín que arroja el libro sexto es penosa: no puede ni decidirse a creer, porque teme volver a hacer experiencias tan dolorosas como antes con el maniqueísmo, ni tampoco liberarse del apego a las realidades sensibles. Lo único que lo defiende todavía de deteriorarse más moralmente es el miedo al juicio divino. En cambio, el libro séptimo lo muestra en lucha por hallar respuesta al problema del mal. Los escritos neoplatónicos le ayudan a encontrarse a sí mismo y a ver la verdad inalterable por encima de su propio principio vital, su alma. Se abrasa de amor por ella, pero aún le queda demasiado lejos y él está demasiado enredado en el pecado como para poder mantener fija en ella la mirada de su corazón. Por fin la lectura de las cartas paulinas le deja ver un camino para aproximarse a Dios.

      El libro octavo deja al descubierto un Agustín nuevo,