no puede elegir la soltería evangélica. El ejemplo de dos desconocidos, cuya conversión súbita le cuentan, lo avergüenza hasta el punto de hacerlo decidirse con la ayuda de Dios a lo que hasta ahora había sentido de todo punto imposible para él. El libro siguiente narra su bautismo, precedido de la conveniente preparación, tras el cual inicia una vida de siervo de Dios en comunidad con quienes han hecho idéntica experiencia religiosa. En Ostia con Mónica logra, por fin y por vez primera, tocar con toda su alma, es decir, con su principio vital, la verdad. Ahora es maduro espiritualmente y ya no necesita a su madre, cuya muerte evoca con sentimientos conmovedores.
El libro décimo recoge otra etapa de la evolución de su autor: busca a Dios analizándose a sí mismo. Encuentra haber sido, en verdad, creado a imagen de Dios, tocado por su gracia, pero habitado aún por muchos inquilinos nada cristianos y difícilmente cristianables. Por eso pide a Dios clemencia y lo consuela la confianza en la mediación de Cristo. Lo que de sí descubre Agustín lo hermana con cualquier hombre. Ninguno puede alejarse tanto de Dios que no le quede todavía el ansia de disfrutar de verdad y de la verdad. Ahora bien, a su memoria se debe que el hombre, al recordar los valores que le rondan y pretenden metérsele dentro, les preste atención, salga de sí y no se entere de quién es él, cómo se encuentra, a dónde puede llegar y con qué recursos cuenta para ello. Para poder, pues, reencontrar la verdad, la humanidad entera necesita, como quien en este libro es su portavoz, un mediador adecuado; función que sólo Cristo es capaz de ejercer, como ya dejó constancia en VII, 24.
En el libro undécimo el autor sale de sí, pero no para olvidarse de su persona, como hacía en el pasado, sino para observar las realidades creadas por Dios y la actividad creadora desplegada y, a la vez, escondida en ellas. Realiza este ejercicio pensando en la utilidad no sólo propia sino también de sus hermanos. Consiguientemente, suplica ayuda a Dios. Como en el libro tercero, vuelve a buscar una imagen de Dios filosóficamente justificable. Entonces la verdad envía destellos hacia Agustín, se abrasa de ansias por ella; pero, al no poder aguantarle la mirada, cae en lo temporal. En su análisis del tiempo, al que considera estiramiento del alma, aparece la tensión que en el individuo humano producen su condición de imagen divina y su alejamiento respecto a Dios.
En el libro penúltimo reflexiona el escritor sobre el largo camino que ha recorrido desde que en el anterior se acercó al relato de la creación que se lee al comienzo del Génesis. Ve su persona en el centro de dos extremos: un abismo tenebroso, que no es posible pensar ni percibir –él mismo, totalmente sin forma, pues sus criterios y conducta no se adecuan aún a la imagen de Dios que él es–, y el cielo del cielo, su hogar definitivo, liberado del tiempo por hallarse ante la mirada amorosa de Dios. Ahora tiene la respuesta a la pregunta por la causa de la distancia entre Dios y el hombre: una deficiencia de ser y no una sustancia mala, ajena a la voluntad humana y rival de la divina. Tras explicar la frase inicial de la Biblia, se encara con posibles oponentes; eso sí, teniendo en mucho tanto el mandamiento del amor al prójimo cuanto la verdad, en cuya búsqueda el hombre ha de bucear dentro de sí.
Por último, en el libro decimotercero Agustín agradece a Dios los bienes inmerecidos otorgados a él y, sobre todo, a su entera creación. El proceso creador todavía no está concluido: Agustín y con él la humanidad están en trance y tienen la posibilidad de intensificar y mejorar sus relaciones con Dios, porque el Espíritu Santo actúa en ellos mediante la condición humana que con ellos comparte el Hijo. Blanco de todo hombre es la paz eterna del sábado en la visión de la Trinidad. Agustín da una pista de la dirección en que ha de comenzar la reflexión sobre ella. A la vez estimula a todos a emprender el camino que hasta ella conduce. El libro, empero, queda sin final, pues nunca puede nadie alcanzar ese grado de comunión con Dios, que le deje satisfecho, ya que, por ser este inabarcable, siempre revela nuevos y seductores secretos suyos. Por eso, todo hombre, y más quien es creyente de corazón, continúa, como Agustín, buscando al Dios vivo que, por su parte, ha prometido que quien pide recibe, y a quien llama a la puerta le abren[37].
8. Conclusión
Treinta años vivió el autor de las Confesiones tras publicarlas. Su existencia se cierra el 28 de agosto del 430 en Hipona, asediada por las huestes de Genserico. Colgados ante sus ojos de enfermo los llamados Salmos penitenciales, agoniza –lucha, pues, aún– confesando con ellos, como había hecho tres decenios antes, la misericordia del Señor y los pecados propios. Ni polémicas ya ni proyectos de obras grandiosas. Sólo queda desnudar por última vez su vida ante el Dios clemente, para que sus hermanos de todos los tiempos confiesen con él el designio salvífico divino y la precariedad humana, en cuyo favor ha sido diseñado. Transcurridos cuarenta y cuatro años sin pensar en sus intereses, habría firmado estos versos:
«Las palabras se me van
como palomas de un palomar desahuciado y viejo
y sólo quiero que la última paloma,
la última palabra, pegadiza y terca,
que recuerde al morir sea esta: Perdón»[38].
La existencia de Agustín es la confesión por antonomasia, hecha a Dios y a los hombres. También, el testimonio cálido y convincente de la magnimidad del Uno y Único, y de la insuficiencia de quienes en tantos aspectos, y no siempre loables, son recíprocamente «los otros». Así, vida, confesión y Confesiones de Agustín forman una trinidad merecedora del respeto, atención y agradecimiento de los lectores de cualquier época. Su existencia, alimentada por ellas, se va transformando en salmo de alabanza a quien con generosidad incesante les ofrece su vida, como acto de suprema y enamoradora misericordia.
José Anoz, OAR
Breve bibliografía
Capánaga V., Introducción general sobre la persona y obra de san Agustín, en Obras completas de san Agustín I, BAC, Madrid 19946, 3-292; Vida de san Agustín, escrita por san Posidio, ib, 295-377.
De Luis P., Las «Confesiones» de san Agustín comentadas. Libros 1-10, Est. Agustiniano, Valladolid 1994.
Echazarreta L., Nacido para alabarte. Orar con san Agustín, Agustinus, Madrid 1995.
Madrid T. C., San Agustín. Compendio de su vida y de su obra, Granada 1978.
Marrou H., San Agustín y el agustinismo, Madrid 1960.
Tonna-Barthet A., San Agustín. Nos hiciste, Señor, para ti. Kempis agustiniano. Selección de textos, Madrid 1991.
Vega A. C., Las «Confesiones». Texto bilingüe. Edición crítica y anotada, en Obras completas de san Agustín II, BAC, Madrid 19797.
LIBRO I
Capítulo 1
[1] Grande eres, Señor, e inmensamente digno de alabanza; grande es tu poder y tu inteligencia no tiene límites.
Y ahora hay aquí un hombre que te quiere alabar. Un hombre que es parte de tu creación y que, como todos, lleva siempre consigo por todas partes su mortalidad y el testimonio de su pecado, el testimonio de que tú siempre te resistes a la soberbia humana. Así pues, no obstante su miseria, ese hombre te quiere alabar. Y tú lo estimulas para que encuentre deleite en tu alabanza; nos creaste para ti y nuestro corazón andará siempre inquieto mientras no descanse en ti.
Y ahora, Señor, concédeme saber qué es primero: si invocarte o alabarte; o si antes de invocarte es todavía preciso conocerte. Pues, ¿quién te podría invocar cuando no te conoce? Si no te conoce bien podría invocar a alguien que no eres tú. ¿O será, acaso, que nadie te puede conocer si no te invoca primero? Mas por otra parte, ¿cómo te podría invocar quien todavía no cree en ti? ¿Y cómo podría creer en ti si nadie te predica?
Alabarán al Señor quienes lo buscan, pues si lo buscan lo habrán de encontrar, y si lo encuentran lo habrán de alabar.
Haz pues, Señor, que yo te busque y te invoque; y que te invoque creyendo en ti, pues ya he escuchado tu predicación. Te invoca mi fe. Esa fe que tú me has dado, que infundiste en mi alma por la humanidad de tu Hijo, por el ministerio de aquel que tú nos enviaste para que nos hablara de ti.
Capítulo 2