La Biblia agustiniana
El tercer trabajo principal de Agustín está constituido por el corpus de sus interpretaciones bíblicas. Cuatro partes de la Sagrada Escritura parecen haberlo fascinado desde un principio y sin descanso. Las comentará. Y ya en las Confesiones aparece fundamentalmente cuánto le interesan, por su trascendencia para la vida cristiana, las cuatro: dos escritos del Antiguo Testamento: Génesis y Salmos; dos conjuntos del Nuevo: escritos paulinos y joánicos. A explicar el Génesis, más exactamente, el relato de la creación, Agustín se ha puesto cinco veces. En el año 389, a los tres del bautismo, ha escrito contra los maniqueos una explicación alegórica, que no le satisfizo. Por eso en el 393 emprendió la interpretación segunda, literal esta vez y que dejó incompleta. El enfoque tercero, eminentemente eclesial, se lee en los tres libros postreros de las Confesiones, sobre todo en el último. Es probable que hacia el 410 haya iniciado el obispo de Hipona el primero de los doce libros dedicados a su cuarto intento hermenéutico del Génesis, de nuevo literal, acabado en el 415. Por fin, hacia el 419, en el libro undécimo de La ciudad de Dios da una interpretación sumaria, diáfana del relato de la creación.
¿Qué ha movido a Agustín a hacer estos numerosos intentos interpretativos? Su interés por reencontrar lo primordial, la situación creatural de partida: el momento en que la creación recibe y conserva aún su pureza primera, y emerge radiante el plan de acuerdo al cual el Creador da el ser a todo lo que no es él. Le interesa la gracia del estado primigenio de cuanto no es Dios, y la unión amorosa, todavía incólume, del hombre con su Hacedor, ajada luego, no sin culpa, por aquel. El pensamiento y la experiencia religiosos de Agustín lo impulsan no hacia el nostálgico regreso al pasado, desaparecido ya y presente sólo en la conciencia humana, sino al vigoroso, fecundo y estimulante origen. Así se ve en el principio y en el final de las Confesiones.
El Salterio
Los Salmos son en la Biblia el devocionario. Nada hay de extraño, pues, en que para la iniciación de Agustín en los secretos de la oración fueran sencillamente decisivos, como él mismo reconoce: «¡Qué exclamaciones las mías con aquellos salmos que me inflamaban de ti; cómo me enardecía su recitación; me gustaría poder recitarlos ante todo el mundo para luchar contra el orgullo del género humano!»[24]. Pero hay que tener en cuenta dos hechos más importantes. Por una parte, las Confesiones, del libro primero al último, traducen a lenguaje religioso universal y, en particular, cristiano la alabanza que los salmistas de Israel entonan a Dios, al confesar su compasión y la culpa propia. Por otra –y esto merece atención mayor– en el sentido literal del Testamento Antiguo y, en especial, de los Salmos –copiosamente sembrados en las Confesiones y a cuyo comentario dedicó Agustín su obra más extensa y quizá más poderosa, que le ocupó desde el 392 hasta el 418, o algo más– descubre, con la ayuda de la teología cristiana, su sentido espiritual. Es decir, ahormada por el salterio bíblico su oración, descifra él los sucesos, personajes y, máxime, los gritos, quejas, loas y plegarias veterotestamentarios, de forma que explican y nutren todos los aspectos y etapas de la existencia de los bautizados. Efectivamente, de los textos sálmicos –ahora diálogo desarrollado dentro del ámbito eclesial entre Cristo, Cabeza, y la Iglesia, esposa y cuerpo suyos–, ha hecho Agustín el núcleo de toda teología, de toda liturgia y de toda mística.
Juan
Ciertamente, Pablo fue el acompañante de Agustín en su lucha última: el Pablo de la doctrina sobre la gracia, con su enseñanza sobre el retorno a Dios realizado contra la carne y la Ley sólo mediante la gracia de Cristo[25]. Y de nuevo sobre él se apoyará contra Pelagio, cuando se trate de la libre elección graciosa realizada por Dios. Pero, cuando quiso presentar ante sus oyentes la doctrina del amor de Dios, echó mano no de Pablo sino de Juan, cuya Carta primera ha comentado en diez predicaciones seguidas[26], dedicando 124 tratados a exponer su evangelio. Aquí encontró Agustín lo que en sus años de lucha había buscado: la unidad existencial entre el amor y la verdad; aquí, la grandiosa inexorabilidad de la luz de la verdad divina del amor, que no puede pactar con nada contrario a ella, con ninguna oscuridad. Aquí, finalmente, halló el contrapeso decisivo a la búsqueda espiritualista practicada por los neoplatónicos. La humildad del Cristo joánico, quien como Palabra deviene carne, lo salva a última hora del sentido profundo orgulloso de la filosofía platónica. Ahora bien, descenso quiere decir al fin y al cabo también sufrimiento, inutilidad, muerte. El obispo Agustín no se ruborizó «ante el sacramento de la humildad de» quien es la Palabra encarnada del Padre[27], sacramento que no es sino la Iglesia católica. Permaneció fiel al discípulo que, con su enseñanza sobre el amor oblativo de Dios hacia los hombres, lo ha salvado de las ruinas que causa el amor interesado y lo ha convertido en panegirista sin par del amor que en sí integra armoniosamente a Dios y a los hombres. Así lo testimonian los incomparables trece libros de sus Confesiones.
Estas, simultáneamente teología dialogal y especulativa, aparecen, pues, como el modelo explícito y la quintaesencia de todas las obras grandes del maestro Agustín: pensamiento y expresión oral o escrita de este ante Dios y por encargo suyo, no cavilación y caldo de cabeza acerca de él. El encuentro con el Cristo vivo convierte en diálogo orante el anhelo e intento humano y creyente de conocer a Dios[28].
6. Propuesta de lectura
de las Confesiones
Una obra desconcertante
Al leer las Confesiones, se encuentra uno con hechos sorprendentes: de cabo a rabo están dirigidas a Dios, como si fuesen un desarrollo prolongado de la súplica extensa con que comienzan; excursos dilatados, en los que se debaten cuestiones teológicas, filosóficas y psicológicas, parecen interrumpir continuamente la supuesta autobiografía; después de que en el libro noveno se ha llegado a una cierta conclusión con la muerte de Mónica, Agustín se salta un período muy largo de su vida, y a un análisis minucioso, agudo, de la memoria sigue la observación de su estado anímico actual; finalmente, el escrito desemboca en una exégesis dilatada y sinuosa del primer relato bíblico de la creación, interrumpida asimismo una y otra vez por elucubraciones sobre el tiempo y otros asuntos que el lector conoce, pues de ellos se ha informado al recorrer en páginas anteriores la materia de la obra. Naturalmente, todo esto dificulta su lectura e interpretación.
Ahora bien, Agustín mismo nos ayuda a leer y entender el más famoso de sus escritos presentándolo en trece unidades literarias y temáticas, cuyo argumento principal menciona al principio de cada una. No todas son igualmente largas, y las cuatro últimas son tan extensas como las nueve precedentes. Este conjunto se presenta a primera vista repartido en dos grupos: el primero trata del desarrollo de Agustín hasta la muerte de su madre; el segundo recoge cuestiones que el escritor se plantea, y que, al formularlas, propone también a sus lectores. Por eso, y sin ánimo de imponer una forma de lectura, puede resultar provechoso considerar las Confesiones como un díptico, precedido por un prólogo dilatado. Aceptar esta sugerencia, supone que el libro primero es un proemio, los numerados del dos al nueve integran la parte primera –descriptiva, narrativa y analítica–, y que la segunda –reflexiva, contemplativa– se encuentra en los cuatro libros novísimos.
Una puerta abierta
Que el libro primero sirva de introducción al resto no puede afirmarse categóricamente. Sí, en cambio, con modestia, si uno considera dos hechos, que no sería honrado pasar por alto. Por un lado, consta, como la obra completa, de dos partes, cuyas características son idénticas a las del escrito en su totalidad: una, interrogativa, reflexiva, contemplativa; otra, descriptiva, narrativa, analítica; teórica, digamos, la primera, y práctica la segunda. Por otro, en los cuatro libros conclusivos Agustín desarrolla, explica y fundamenta más de cerca temas que aparecen en la sección teórica del libro primero, esto es, los seis párrafos iniciales. Veámoslo.
Que el hombre –parte minúscula de la creación, pecador y mortal– quiere, según I, 1, alabar al creador se debe a que cuanto existe, también aquel, es, según XIII, 1-5, hijo de la voluntad buena de Dios. Y que el corazón humano yerra desasosegado mientras no descansa en Dios, se explica porque su peso, que lo atrae irresistiblemente hacia el lugar natural de su reposo es, según XIII, 10, el Espíritu Santo, regalado por Dios al hombre. A la pregunta inicial de toda la obra –qué es antes, invocar y alabar