a casa era otro, un problema al que gran parte de los aeropuertos más importantes del mundo dedicaban muchos trabajadores. Los pasajeros sudaban como pollos, molestos por tener que arrastrar las maletas de un lado a otro de las salas de embarque y a través de unas terminales en constante expansión.
Pero había ayuda a su disposición: por una módica suma, los botones se ocupaban del equipaje y la única alternativa era una compleja red de carritos. Los botones, sin embargo, no eran ni mucho menos omnipresentes y, para poder acceder al sistema de carritos, uno primero tenía que encontrarlo, así que Sadow optó por la opción a la que recurría la mayoría de la gente: cogió las maletas de su familia y las llevó él mismo.
Pero ¿por qué?
Esta es la pregunta que Sadow se plantearía ese día y cambiaría su sector para siempre.
Mientras hacía cola ante la aduana, Sadow se fijó en un hombre que supuso que trabajaba en el aeropuerto.3 Estaba moviendo una máquina pesada sobre una tarima con ruedas. Mientras el trabajador se movía rápidamente junto a él, el hombre de negocios se fijó en las cuatro ruedas que se deslizaban por el suelo del aeropuerto. Sadow bajó la vista a sus propias manos, con los nudillos blancos de agarrar las maletas, y, de pronto, dijo a su mujer: «Ya sé lo que necesita el equipaje: ¡ruedas!».
Cuando llegó su casa en Massachusetts, desenroscó cuatro ruedecitas de un armario y las incorporó en una maleta. Entonces añadió una correa al artilugio y lo paseó, pletórico de alegría, por casa. Era el futuro.4 Y lo había inventado él.
Todo esto ocurría cuando apenas hacía un año que la NASA había mandado a tres astronautas al espacio en el mayor cohete que se había construido nunca. Con millones de litros de queroseno, oxígeno e hidrógeno líquidos como combustible, el Apolo 11 se había liberado de la fuerza gravitacional de la Tierra. Disparados al espacio a una velocidad de unos 32 000 kilómetros por hora, los astronautas habían penetrado la órbita, más débil, de la Luna; navegado el oscuro vacío y dado los primeros pasos de la humanidad sobre un polvo lunar que olía a fuegos artificiales usados.
Con todo, cuando Neil Armstrong, Buzz Aldrin y Michael Collins volvieron a la Tierra, agarraron las maletas por las asas y cargaron con el equipaje de la misma manera en que se había hecho desde el nacimiento de la maleta moderna a mitad del siglo xix. La pregunta, entonces, no es cómo se le ocurrió a Bernard Sadow que las maletas deberían tener ruedas. La pregunta es: ¿cómo no se nos había ocurrido antes?
La rueda se considera uno de los inventos más fundamentales de la humanidad. Sin la rueda no hay carros, coches ni trenes, no hay ruedas hidráulicas para aprovechar la energía hidráulica, ni tornos cerámicos en los que elaborar jarras para acarrear dicha agua. Sin la rueda no tenemos ruedas dentadas, turbinas de avión ni centrifugadoras, ni sillas de paseo, bicicletas ni cintas transportadoras. Pero antes de la rueda llegó el círculo.
El primer círculo del mundo seguramente se dibujó en la arena con un palo. Tal vez alguien había visto la luna o el sol y decidió reproducir su forma. Corta el tallo de una flor y tienes un círculo. Tala un árbol y encontrarás sus anillos anuales. Lanza una piedra a un lago y verás las ondas que se generan en la superficie. El círculo es una forma que surge una y otra vez en la naturaleza: desde células hasta bacterias, desde pupilas hasta cuerpos celestiales. Y en el exterior de cualquier círculo siempre puedes dibujar otro. Esto, en sí mismo, es el principal misterio del espacio.
Para el cuerpo humano, sin embargo, el círculo no es natural.5 Tu dentista te dice que te laves los dientes con pequeños movimientos circulares, pero no lo haces: te los cepillas de un lado a otro. El brazo humano prefiere líneas rectas. Esto se debe al modo en que están dispuestos los músculos y el sistema de tendones y uniones musculares que los conecta a nuestros huesos. No hay ninguna parte del cuerpo humano que sea capaz de rotar trescientos sesenta grados: ni la muñeca, ni el tobillo, ni el brazo. Inventamos la rueda para lograr lo que nuestro cuerpo no puede hacer.
Durante mucho tiempo, los historiadores han afirmado que la primera rueda del mundo se inventó en Mesopotamia. Era un torno de alfarero, es decir, que no se usaba para el transporte. Pero ahora hay especialistas que creen que hubo mineros que sacaban carros de mineral de cobre por los túneles de los montes Cárpatos mucho antes de que los mesopotamios empezaran a hacer vasijas en discos circulares.6 La rueda más antigua del mundo que aún sobrevive data de hace cinco mil años. Se descubrió en Eslovenia, a unos veinte kilómetros al sur de Liubliana.7 En otras palabras, para resolver su problema con el equipaje, Bernard Sadow se percató de que podía utilizar una tecnología que tenía al menos cinco milenios de antigüedad.
La patente de su invención llegó dos años más tarde, en 1972. En la solicitud, escribió: «El equipaje se desliza, en realidad […]. Cualquier persona, independientemente de su tamaño, fuerza o edad puede tirar con facilidad del equipaje sin esfuerzo ni denuedo».8
De hecho, ya existían patentes similares de maletas con ruedas, pero Bernard Sadow no lo sabía al principio, cuando se le ocurrió la idea. Fue la primera persona que convirtió la idea en un producto con éxito comercial y, por lo tanto, se lo considera el padre de la maleta con ruedas.9 Pero el motivo por el cual fue necesario que transcurrieran cinco mil años para llegar a este punto es más difícil de explicar.
La maleta con ruedas se ha convertido en un ejemplo arquetípico de cómo la innovación puede ser un proceso muy lento. Aquello que es tan evidente «que salta a la vista» puede estar ante nuestras narices una eternidad antes de que se nos ocurra hacer algo al respecto.
Robert Shiller, ganador del premio Nobel de Economía, ha sugerido que muchas invenciones tardan tiempo en consolidarse precisamente porque no basta solo con una buena idea.10 La sociedad también debe percibir la utilidad de la idea. El mercado no siempre sabe lo que más le conviene y, en este caso en concreto, la gente no le veía sentido a ponerles ruedas a las maletas. Sadow presentó su producto a los encargados de compras de casi todos los grandes almacenes más importantes de Estados Unidos y, al principio, todos declinaron su propuesta.11
No se trataba de que creyeran que la idea de una maleta con ruedas fuera mala.12 Simplemente, no pensaban que nadie quisiera comprar este producto. Una maleta estaba hecha para cargar con ella, no para arrastrarla sobre unas ruedas.
«Me rechazaron en todos lados donde me presenté» contaría él más tarde. «Me tomaban por loco».13
Un día, el nuevo producto llegó a oídos de Jerry Levy, vicepresidente de la cadena de grandes almacenes Macy’s. Lo arrastró por su despacho y luego hizo llamar al encargado de compras que lo había rechazado y le ordenó que lo comprara.14 Demostró ser una sabia decisión. Pronto Macy’s empezó a promocionar la nueva maleta usando las mismas palabras de la solicitud de patente de Sadow: «La maleta que se desliza». Y hoy en día es imposible imaginarse un mundo en el que las maletas con ruedas no sean la norma.
Robert Shiller argumenta que es muy fácil decirlo ahora, en retrospectiva. El autor señala que el inventor John Allan May había tratado de vender una maleta con ruedas cuatro décadas antes que Sadow. May se había dado cuenta de que, a lo largo de la historia de la humanidad, los humanos habían puesto ruedas a una variedad de objetos cada vez mayor: cañones, carritos, carretillas; en definitiva, cualquier cosa que pudiera considerarse pesada. Una maleta con ruedas era, simplemente, la evolución natural de esta lógica. «¿Por qué no hacer pleno uso de la rueda?» preguntó, cuando presentó su idea a más de cien grupos distintos de personas. Pero nadie se lo tomó en serio. De hecho, se rieron en su cara. ¿Hacer pleno uso de la rueda? ¿Y por qué no poner ruedas a las personas? Entonces, ¡podríamos rodar nosotros! Qué práctico, ¿no?15
John Allan May nunca llegó a vender ninguna maleta.
Los economistas suelen trabajar partiendo de la asunción de que los humanos actúan de forma racional. Pero en realidad nos sobreestimamos y a menudo damos por sentado que todos los buenos inventos ya existen. Por extensión, solemos rechazar las nuevas ideas que nos parecen algo demasiado «simple» o «evidente». Imaginamos que la tecnología que tenemos al alcance de la mano