Katrine Marcal

La madre del ingenio


Скачать книгу

debe ser por una buena razón, creemos. Sin embargo, este es el mismo modo de pensar que hace que se nos pasen por alto cosas evidentes, como ponerle ruedas a las maletas.

      Robert Shiller no quiere dejar el tema; lo retoma una vez tras otra en su obra. En su libro Narrative Economics (El relato de la economía), el famoso economista sugiere que nuestra resistencia a las maletas con ruedas puede explicarse por la presión de grupo, que a menudo juega un papel en el escepticismo que suscitan las ideas «modernas».16 Asumimos que si nadie más (sobre todo nadie que creamos que tiene éxito) está haciendo algo al respecto, tiene que haber una razón racional y profundamente arraigada que explique por qué no debemos hacerlo tampoco nosotros. ¿Y si es perjudicial… o incluso peligroso? En definitiva, más vale malo conocido que bueno por conocer. Si nadie más lleva ruedas en la maleta, entonces no tiene sentido que lo intentemos. Esta forma de pensar nos impide avanzar. Shiller, no obstante, no estaba del todo satisfecho con esta explicación. El problema de la maleta con ruedas es peliagudo: ¿por qué íbamos a insistir en cargar con nuestro equipaje cuando hacerlo rodar es mucho más fácil?

      Nassim Taleb es otro ensayista de fama mundial que se ha preguntado sobre el misterio de la maleta con ruedas. Tras haber cargado con maletas pesadas por aeropuertos y estaciones de tren durante años, quedó estupefacto por su propia aceptación ciega del statu quo. Analizó este fenómeno en su libro Antifrágil: las cosas que se benefician del desorden.17

      Taleb considera que nuestra incapacidad de poner ruedas a las maletas es una parábola de la frecuencia con la que solemos ignorar las soluciones más simples. Como humanos, aspiramos a lo más difícil, grandioso y complejo. La tecnología de poner ruedas a una maleta puede parecer muy evidente a posteriori, pero eso no significa que fuera evidente antes.

      Del mismo modo, nada garantiza que se haga uso de la nueva tecnología solo porque se ha inventado. Al fin y al cabo, hemos necesitado cinco mil años para ponerle ruedas a una maleta, un periodo de tiempo demasiado largo en contexto, quizá. Pero en el ámbito de la medicina, por ejemplo, es habitual que transcurran décadas desde el momento en el que se realiza un descubrimiento y el momento en el que el producto resultante llega al mercado.18 Entre muchos otros factores, ver el potencial de una nueva tecnología exige que la persona adecuada esté en el lugar adecuado en el momento adecuado. En muchos casos, ni siquiera el inventor es plenamente consciente de las implicaciones que tiene lo que ha inventado. A menudo es necesario que venga otra persona y lo vea para descubrir cómo podría aplicarse, alguien con la capacidad instintiva de ver cómo la nueva tecnología puede transformarse en un producto.

      Y si no aparece nadie con este tipo de habilidad, lo más probable es que la invención no sirva para nada. Muchas cosas asombrosas pueden quedarse «a medio inventar» durante siglos, sugiere Taleb. Puede que tengamos la idea, pero no sepamos qué hacer con ella.

      «¿Por qué no estáis haciendo nada con esto? ¡Pero si es una genialidad!», gritó un Steve Jobs de veinticuatro años después de ver cómo se movía el puntero por la pantalla de un ordenador por primera vez.19 Esto ocurría en Xerox Parc, un centro de investigación comercial de California que fue la cuna de algunos de los mejores ingenieros informáticos y programadores del mundo en la década de 1970. Jobs había logrado que lo invitaran a una visita turística por el legendario centro a cambio de ofrecerle a Xerox la oportunidad de comprar 100 000 acciones de Apple por un millón de dólares. Resultó ser un mal negocio. Para Xerox.

      La causa de la emoción de Jobs era un artilugio de plástico denominado «ratón», que uno de los ingenieros de la visita había usado para mover un puntero por la pantalla de un ordenador. En la pantalla, aparecían «iconos» que abrían y cerraban «ventanas». La clave estaba en que el ingeniero no hacía funcionar el ordenador con órdenes escritas, sino con clics. En otras palabras, Xerox había inventado tanto el ratón como la interfaz gráfica de usuario moderna.20 El único problema es que no veían el potencial de lo que habían creado.

      Jobs, en cambio, sí.

      Jobs se llevó la idea del ratón y la interfaz gráfica de usuario a Apple y el 24 de enero de 1984 la compañía lanzó su Macintosh, la máquina que llegaría a definir lo que hoy denominamos «ordenador personal».

      Con el simple clic de un ratón, podías meter cosas en «ficheros» que veías en la pantalla con forma de iconos. Los Macintosh de Apple costaban 2495 dólares la unidad y cambiarían el mundo. La agudeza de Jobs consistió en darse cuenta de que el ratón que Xerox le había mostrado era mucho más que un simple botón con un cable: era el dispositivo que permitiría que la gente normal empezara a usar los ordenadores. Si Jobs nunca hubiera visitado Xerox ese día, quién sabe, tal vez hubiésemos tenido que esperar cinco mil años para la invención del ordenador moderno. Esto es justo lo que defiende Taleb: las innovaciones no son tan evidentes como lo parece después, en retrospectiva. Steve Jobs fue una persona bastante excepcional, al fin y al cabo: no hay mucha gente que posea su capacidad de ver cómo la nueva tecnología puede usarse para crear nuevos productos.

      De una forma parecida, solemos pensar que la invención de la rueda revolucionó el mundo de inmediato, ya que la rueda es, sin duda, la obra de un genio. Con ella, las personas pudieron reducir la fricción, hacer palanca y transportar lo que antes había sido inamovible.

      Nos imaginamos que alguien, hace todos esos miles de años, tuvo un momento repentino de iluminación, volvió corriendo a su aldea y, preso de la alegría, explicó a sus compañeros la genial idea que había tenido cuando había visto cómo los troncos de árboles rodaban por el bosque. Sus vecinos debieron de quedarse anonadados y maravillados mientras esa persona les describía su idea, conscientes de que, desde ese momento en adelante, nada en sus vidas volvería a ser igual. Todo iría sobre ruedas.

      Pero las cosas no fueron exactamente así. De hecho, durante mucho tiempo, la rueda fue una de esas ideas brillantes que eran maravillosas en teoría, pero no tanto en la práctica.

      Como las medias a prueba de roturas.

      En el apogeo del Imperio romano, los legionarios romanos, con escudos y cascos con penacho, marcharon desde Roma hasta Bríndisi y desde Albania hasta Estambul, cruzando un imperio conectado por sus calzadas de piedra. Las calzadas romanas eran ideales para que los hombres desfilaran en sandalias. Sin embargo, no lo eran tanto para el transporte sobre ruedas.

      Esto se debe a que, cuando construyeron las calzadas, los romanos colocaron grandes losas planas sobre capas de hormigón que a su vez descansaban sobre piedras pequeñas y sueltas. Cuando los carruajes tirados por caballos avanzaban pesadamente por las calzadas, sus ruedas con montura de hierro dejaban surcos en las carísimas losas del emperador, para gran disgusto de este. Así que las autoridades hicieron lo que suelen hacer en situaciones como esta: regularlo. El emperador fijó límites de carga para los carruajes con ruedas, y no fueron generosos.21

      Con el paso de los siglos, poco a poco se le dio la vuelta al sistema romano y las grandes losas soportaban las piedras más pequeñas y redondas encima. Esto significó que, de pronto, los vehículos con ruedas podían pesar mucho más sin destruir la estructura de las calzadas por las que transitaban. Pero este sistema no estaba exento de problemas. Cuando las ruedas de un carruaje rodaban por su superficie, empujaban las piedras pequeñas hacia los lados de las calzadas. Por eso había que tener un mantenimiento constante, que era a la vez caro y problemático. De pronto, nuevos procesos, como los sistemas de mantenimiento de las calzadas, eran muy necesarios para que todo funcionara, pero ¿quién iba a asegurarse que se hacía el mantenimiento?

      No fue hasta el siglo xviii, cuando el inventor escocés John McAdam se dio cuenta de que las piedras pequeñas podían ser angulares, que la rueda vivió su gran avance en Europa. A diferencia de las piedras redondas que las ruedas de carros echaban hacia fuera, las piedras angulares estaban comprimidas y gracias a eso las calzadas de McAdam no perdían su forma llana.

      Sin embargo, había un pero. Lo cierto era que las piedrecitas de su sistema tenían que ser de la medida exacta para que se mantuviera el efecto. Por consiguiente, se colocaron peones a lo largo de los extremos de las calzadas y se les encomendó que rompieran las piedras en piezas de la forma justa y adecuada. Gran parte de estos