Pronto, todas las compañías de equipajes tuvieron que seguir su ejemplo y la maleta pasó de ser algo que se llevaba del asa a algo que se arrastraba detrás de ti. Esto, a su vez, empezó a influir en el diseño de los aviones y de los aeropuertos. De pronto, gran parte de la industria tuvo que reconstruirse y repensarse. El mercado entero cambió.
La maleta de cabina de Robert Plath se convirtió en un elemento característico del arsenal del hombre de negocios moderno, junto con el discreto deslizar de las ruedas sobre los suelos anónimos de los aeropuertos en zonas horarias lejanas. Se convirtió en un símbolo de la globalización. Los hombres de hoy en día no parecen sentirse amenazados por un juego de ruedas de tres centímetros, pero no hace demasiado, en la década de 1970, sí lo hacían.
No fue hasta que no llegamos a la Luna y volvimos que estuvimos listos para desafiar nuestras nociones de masculinidad lo suficiente como para empezar a colocar ruedas en las maletas. Los grandes almacenes y los encargados de compras que al principio se habían negado a invertir en el producto se dieron cuenta de que los roles de género estaban cambiando: la mujer moderna quería ser capaz de viajar sola y el hombre ya no tenía esa necesidad de demostrar su valía a través de la pura fuerza física.
La propia capacidad de tener estos pensamientos fue el ingrediente que faltaba y que era necesario para hacer realidad la maleta de ruedas. Tenías que ser capaz de concebir que los consumidores masculinos priorizarían la comodidad por encima de su impulso de cargar con los bultos. Y tenías que ser capaz de concebir que las mujeres viajarían solas. Solo entonces podías ver lo que llegaría a ser la maleta con ruedas: una innovación totalmente lógica.
No es difícil entender por qué las tripulaciones de los aviones se convirtieron en las precursoras reales de la maleta con ruedas. Fueron las primeras en adoptar el producto a larga escala y se convirtieron en anuncios de carne y hueso cuando se paseaban por los suelos de los aeropuertos. Eso sin contar que en su mayoría eran mujeres que (seguro que lo has adivinado) viajaban solas. La maleta con ruedas vivió su avance más importante cuando el número de azafatas aumentó.
En resumen, la maleta empezó a rodar cuando cambiamos nuestra perspectiva sobre el género: que los hombres deben cargar con el peso y que la movilidad de las mujeres tiene que ser limitada. El género resuelve el misterio de por qué tardamos cinco mil años en ponerle ruedas a nuestro equipaje.
Quizás esta respuesta resulte sorprendente. Al fin y al cabo, no nos imaginamos que lo «delicado» (las nociones de feminidad y masculinidad) sea capaz de impedir el avance de lo «robusto» (el avance constante tecnológico).
Sin embargo, esto fue justo lo que ocurrió con la maleta. Y si pudo ocurrir con la maleta, entonces, nuestras nociones sobre el género deben de ser en realidad muy sólidas.
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En el que arrancamos el coche sin rompernos la mandíbula
La mujer escribió que se llevaba a los niños a ver a su madre. Pero no dijo cómo. Su marido asumió que habrían ido en tren. Esto ocurría el agosto de 1888 y las vacaciones de verano acababan de empezar en el Gran Ducado de Baden, un estado sudoccidental del Imperio germánico, que se había unificado hacía relativamente poco.1
Esa mañana, Bertha Benz maniobró con cuidado el carruaje sin caballos para sacarlo de la fábrica en la que su marido lo había construido.2 Sus dos hijos adolescentes, Eugen y Richard, la ayudaron. El día despuntaba y no querían despertar a nadie, aún menos a su padre, Karl Benz. Solo cuando estuvieron a una distancia suficiente de la casa encendieron el motor, antes de turnarse para conducir y recorrer los noventa kilómetros que los separaban de Pforzheim, un pueblo situado en un extremo de la Selva Negra. Nadie había realizado un viaje como este antes, razón por la que Bertha tuvo que robar el vehículo.
Karl Benz había sido categórico con que su invención se denominara «carruaje sin caballos». Durante años, el vehículo había sido la sensación local de Mannheim, la ciudad pulcra y cuidada que era el hogar de la familia Benz. La primera vez que Karl Benz había conducido su carruaje sin caballos delante de un público invitado para la ocasión, estaba tan entusiasmado con su invención que la condujo derecha a la pared del jardín. Tanto él como Bertha, que estaba sentada a su lado, salieron disparados de cabeza cuando los ladrillos hicieron picadillo la rueda frontal de ese carruaje de tres ruedas. No se pudo hacer otra cosa que llevar los trozos de metal a la fábrica y volver a empezar.
Deberíamos tener presente que Bertha había invertido casi la totalidad de su capital en esta invención. Primero invirtió toda su dote en la empresa. Luego, convenció a sus padres para que le dieran un anticipo de la herencia. Los 4244 gulden que recibió y destinó al negocio de su marido habrían sido suficientes para comprarles una casa de lujo en Mannheim. Sin embargo, Bertha Benz lo gastó todo en el sueño de un motor de cuatro tiempos capaz de propulsar un carruaje sin caballos. Tras años de pruebas, el primer automóvil del mundo funcionaba.3 Llegaba a una velocidad de dieciséis kilómetros por hora y tenía un motor de cuatro tiempos de gasolina y un solo cilindro. El Benz Patent-Motorwagen, como se llamaba el vehículo, tenía 0,75 caballos de potencia, pero lo más importante era que funcionaba.
Al principio, Karl Benz había probado su carruaje sin caballos de tres ruedas por la noche, para no causar ningún revuelo. Al ver el coche, los niños solían ponerse a gritar, los ancianos se dejaban caer de rodillas y hacían la señal de la cruz, mientras que los trabajadores de las carreteras daban media vuelta y salían corriendo, dejando las herramientas desperdigadas a sus espaldas. Los más supersticiosos creían que el mismísimo demonio había llegado en un carruaje que gruñía sobre tres ruedas infernales, tirado por una fuerza invisible. Y lo más importante: el mercado dudaba de su utilidad. ¿Para qué servía esa máquina?
Para empeorar las cosas, Karl Benz, cuyo nombre pasaría un día a la historia como parte de Mercedes-Benz, en realidad no era un buen hombre de negocios.4 Aunque había comenzado a vender su vehículo a principios de 1888 (unos dos años después de que le aprobaran las patentes), el carruaje sin caballos había demostrado ser más popular en Francia que en Alemania. En su tierra natal, Benz se había enfrascado en largas discusiones con las autoridades locales y la policía sobre la velocidad a la que se le permitiría moverse. ¿Debía permitírsele siquiera circular dentro de los límites de la ciudad? Al final, los reguladores transigieron, y por fin, la invención de Karl Benz causó revuelo en un espectáculo casi futurista en la feria de la tecnología del Imperio germano en Múnich.
Karl Benz por fin recibió la atención que merecía y ganó su medalla. Pero ¿cuál era su concepto comercial, en el fondo? Aunque casi nadie dudaba de que la máquina que había construido Benz iba a encontrar muchos usos, el carruaje en sí mismo los convencía menos. ¿Qué utilidad tenía? Esta fue la razón por la que Bertha Benz se levantó a las cinco de la mañana del 5 de agosto de 1888.
Pforzheim, donde vivía la madre de Bertha, estaba situado a noventa kilómetros de Mannheim. Bertha y sus hijos idearon un plan para conducir hasta allí sin que Karl lo supiera (por diversión, sí, pero también para demostrar que su invención no solo era una nueva máquina, sino un nuevo medio de transporte).
El trayecto hasta Pforzheim (donde llegaron, triunfantes, unas quince horas después, solo para descubrir que la abuela no estaba) estuvo lleno de incidentes. Bertha ya había previsto que el carruaje sin caballos se averiaría más de una vez y, en este sentido, no salió defraudada.
Lo primero que sucedió fue una obstrucción en el tubo del combustible y, para desatascarlo, Bertha usó uno de los alfileres de su sombrero. Más adelante, tuvieron que aislar un cable de encendido que había quedado expuesto, para lo que vino muy bien una de las ligas que llevaba. Bertha, Eugen y Richard se turnaron para conducir, pero siempre que se acercaban a una colina, los muchachos tenían que bajar y empujar: el motor no se llevaba bien con las pendientes. Bertha se sentaba en el asiento del conductor y pedía a los vecinos que les echaran una mano. Si las cuestas eran arduas, las pendientes eran, directamente, espeluznantes: el coche de trescientos sesenta kilos frenaba solo de milagro, usando una palanca a la derecha del asiento.