Eladi Romero García

Las guerras de Yugoslavia (1991-2015)


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de tifus, que mermaron la capacidad de combate de su ejército. A pesar de todo, el gobierno serbio continuó su tarea de propaganda en los países aliados y neutrales a favor de su proyecto de unión eslava, enviando con este propósito, a fines de 1914, diversos agentes a las capitales europeas (incluido el propio Jovan Cvijić, desplazado a Londres). Sin embargo, el ataque combinado de los ejércitos alemán, austro-húngaro y búlgaro en octubre de 1915 llevó a la ocupación de Serbia, Montenegro y Kosovo (donde recibieron la colaboración de muchos albaneses, lo que provocaría que tras el retorno del ejército serbio en 1918 a la provincia se produjeran las acostumbradas matanzas y episodios de limpieza étnica), obligando a retirarse a su ejército y a sus instituciones políticas hasta Grecia tras sufrir numerosas pérdidas. Solo en noviembre de 1916 se logró un pequeño éxito al recuperar una franja de territorio macedonio en la zona de Bitola.

      La primavera de 1917 marcó un punto de inflexión en el conflicto. La revolución rusa, que hizo perder un importante apoyo a los serbios se vio compensada por la entrada de Estados Unidos en la guerra, un hecho que aumentó las esperanzas por liberarse de los pueblos eslavos integrados en el Imperio austro-húngaro. En el comité yugoslavo, no obstante, se producían constantes discusiones sobre el tipo de Estado que se pretendía crear. Una parte del grupo croata, dirigida por el periodista Frano Supilo, temía el dominio serbio sobre su pueblo, abogando por una federación igualitaria de pueblos yugoslavos. Al final, Supilo acabaría radicalizándose y apoyando una Croacia totalmente independiente, aunque su inesperado fallecimiento en septiembre le impidió asistir al final del conflicto. Sin embargo, poco a poco, el comité, financiado con dinero serbio y cada vez más dominado por representantes de dicho país, fue rechazando la idea federal. En un acuerdo aprobado en la isla griega de Corfú el 20 de julio, los miembros del comité y un grupo de funcionarios serbios decidieron que el futuro Estado sería una monarquía constitucional, parlamentaria y democrática bajo el nombre de Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos, sin especificarse si se trataría de un Estado centralista o federal. No obstante, se garantizaba la libertad religiosa y el uso de los dos alfabetos, el cirílico y el latino. El acuerdo, firmado por Ante Trumbić en nombre del comité y del primer ministro serbio Nikola Pašić en representación de su gobierno, establecía que la dinastía reinante sería la de los Karađorđević. El gobierno montenegrino en el exilio no fue incluido en las negociaciones.

      Sin embargo, debemos saber también que en el territorio croata la guerra también había avivado los sentimientos nacionalistas propios, encaminados a crear una Gran Croacia federada dentro de la monarquía austro-húngara, que incluiría Dalmacia y Bosnia y Herzegovina. Este era el proyecto del denominado Partido Puro por los Derechos, creado en 1895 y muy activo durante la guerra. En cambio para otros, especialmente para los movimientos católicos, era la idea de la unificación esloveno-croata la que primaba. En marzo de 1915, el movimiento católico croata del obispo Anton Mahnič (1859-1920) aprobó en Rijeka una declaración en ese sentido. La clerical agrupación eslovena Vseslovenska ljudska stranka (Partido Popular Panesloveno), bajo el liderazgo de Anton Korošec (1872-1940) abogó asimismo por una reorganización federal del imperio, contando con numerosos partidarios.

      A partir del verano de 1918 quedó claro que la monarquía austro-húngara se aproximaba a su fin. El ejército serbio y sus aliados rompieron el frente macedonio y liberaban Serbia, entrando en Belgrado el 1 de noviembre. Esto aceleró el proceso de creación del futuro reino yugoslavo. Muchos croatas temían que su tierra quedara dividida entre Serbia e Italia, por lo que acabaron apoyando el acuerdo de Corfú como mal menor. Lo mismo sucedió en Eslovenia, temerosa de caer bajo la égida italiana. Como consecuencia, el 1 de diciembre el regente Alejandro proclamaba en Belgrado el Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos. Únicamente el líder del Partido Campesino Croata Stjepan Radić, por entonces a la cabeza de unos pocos diputados por la gran restricción del derecho a voto, se opuso en vano a una unión que no garantizaba por parte de Serbia la formación de una federación o, al menos, el respeto de la autonomía de los pueblos. Desde su exilio parisino, el rey Nicolás I de Montenegro y su pequeño grupo de partidarios también se opuso a la unificación.

      Ninguna gran potencia se apresuró a reconocer el nuevo Estado, y su participación en la conferencia de paz de París se anunció bajo el nombre de reino de Serbia. Estados Unidos fue el primer gran país en reconocerlo (7 de febrero de 1919), y de inmediato lo hicieron el Reino Unido y Francia.

      El inesperado estallido de la Primera Guerra Mundial había sorprendido a todos aquellos que llegaron a pensar en una unificación paneslava, pero también a aquellos defensores de programas más nacionales. Muchos croatas, serbios y eslovenos tenían ese tipo de programas, que incluían territorios propios muy marcados, basados en los derechos étnicos e históricos, estos últimos bastante problemáticos, como hemos podido constatar. Unos territorios que parcialmente se solapaban (particularmente en Bosnia), de modo que los ideólogos más razonables del yugoslavismo entendieron que no había fronteras étnicas puras, que los pueblos estaban mezclados y que solo la unificación podría reunir un cuerpo verdadero nacional. La decisión de la unificación se vio reforzada por el principio decimonónico de un Estado fuerte, que hiciera frente con garantías a los amenazadores vecinos, tal y como sucedió con Italia y Alemania. En este sentido, Serbia, acabó siendo el Piamonte o la Prusia yugoslava. Y ello en contra de ideas tan abiertas, y acaso más realistas, como la de crear unos Estados Unidos de Yugoslavia, propugnada por el geógrafo Jovan Cvijić.

      Pronto se comprobaría que el optimismo de una unión paneslava, basada en la lengua común, que debía aproximar a los eslavos del sur y conducirlos hacia un destino común, iba a chocar con los planteamientos de muchos ciudadanos y facciones políticas que solo conocían su pequeño espacio local y se apegaban a un programa nacional separado. El Estado que se creó bajo el ideal yugoslavo no alcanzó, pues, muchas expectativas, aunque también demostró que no se trataba solo de un sueño político.

      El Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos

      La muerte de Pedro I el 16 de agosto de 1921 convertiría a Alejandro, ya a todos los efectos, en el rey del nuevo Estado.

      El reino reunió, como hemos visto ya, territorios eslavos con una historia y una cultura muy diversas, a la que se unía a la vez cierta complejidad étnica. Solo en la antigua Vojvodina austro-húngara había destacadas minorías húngara, germánica, valaca y rumana. Albaneses los había en Kosovo y en Macedonia. Y todos con idiomas propios. En cuanto a la religión, croatas, eslovenos y húngaros eran católicos (37,5%); serbios, macedonios y montenegrinos, ortodoxos (48,7%); los albaneses, y numerosos bosnios, musulmanes (11,2%). Las diversas lenguas eslavas, unificadas oficialmente en el llamado idioma serbocroata (de la que se distinguían, por sus relevantes peculiaridades el esloveno y el macedonio), empleaban dos alfabetos, el latino y el cirílico. La proporción de analfabetos mostraba grandes variaciones según las regiones: mientras que el 83,8 % de los macedonios lo era en 1921, en Eslovenia este porcentaje se reducía al 8,8 % de la población. Una combinación que podía dar lugar a consecuencias imprevisibles.

      En 1921, el país contaba con 12.545.000 habitantes aproximadamente, de los cuales el 78,9% constituían población rural. El desarrollo industrial era mayor en las regiones anteriormente austro-húngaras, que concentraban dos tercios de la industria nacional. La parte central y meridional del nuevo reino era la más pobre. En todo el país, apenas el 9,9 % de la población trabajaba en la industria.

      En esa misma fecha, las líneas férreas apenas contaban con 9.300 km, con una disposición que indicaba la historia de las diversas regiones, ya que conectaban con los antiguos centros de poder de las potencias desaparecidas en la guerra mundial (Viena, Budapest o Estambul). En cambio, no existía comunicación férrea entre las diversas regiones del reino. Las carreteras tenían 41.000 km de longitud, aunque de calidad diversa. En algunos lugares montañosos como la región de los Alpes Dináricos, los medios de comunicación eran tan rudimentarios que el principal medio de transporte era la yunta de bueyes. Las comunicaciones entre la costa y el interior eran prácticamente inexistentes. El carácter escarpado de buena parte del país y la falta de fondos para acometer grandes las grandes obras públicas necesarias para que mejorasen las comunicaciones impidieron el cambio de esta situación.

      Desde el