Jorge Wagensberg

Instrucciones para armar museos de ciencias


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fundamental del conocimiento racional, el conocimiento obtenido a golpe de método científico. Y lo mismo ocurre con lo que bien podríamos llamar el conocimiento natural, esto es, aquel que se acumula regulado por la selección natural. En la materia viva, los errores se acumulan a lo largo de la cuneta de la evolución. El error es un ingrediente central de la investigación científica. Cualquier ciudadano profesionalmente dedicado a la investigación científica sabe que la norma es equivocarse durante todo el día y, cuando deja de hacerlo, entonces publica un artículo o se hace digno del Premio Nobel. Mi vida científica ha tenido tres vertientes: la investigación y docencia universitaria dedicada a la física de sistemas complejos, la escritura de ensayos en libros, diarios y revistas, y los museos. Los errores no son precisamente un honor, pero tampoco son algo que deba avergonzarnos. En cuarenta años de actividad científica he acumulado una buena colección de sabrosos errores, una selección de los cuales me dispongo a confesar aquí.

      La gran tentación de reescribir la historia

      No sólo se equivocan las personas. También hay errores masivos o, si se quiere, grandes malentendidos que se instalan en la ciudadanía y que luego persisten por pura inercia o por pura tradición. La primera vez que visité el celebrado Air Space Musem de Whashington me llevé la impresión de que los grandes pioneros de la aviación tenían unos precursores indiscutibles, los hermanos Orville y Wilbur Wright. En este magnífico museo existe una réplica que persiste en el imaginario colectivo como el primer ingenio más pesado que logró remontar el vuelo y sostenerlo durante cierto tiempo. En los años 90 del pasado siglo usé esta información para una gran exposición sobre la historia del vuelo. Pues bien, hoy sé que el dato es falso y que yo contribuí a divulgarlo. La visita a aquel museo había grabado la historia a sangre y fuego en mi memoria y las enciclopedias de la época lo confirmaban sin asomo de duda. Los hermanos Wright fueron unos admirables reparadores de bicicletas que habían pasado a la historia por un logro legendario que la humanidad había soñado desde siempre mientras envidiaba a los pájaros. Pero su hazaña de volar con su artefacto, fechado el 17 de diciembre de 1903, no tuvo testigos, no fue consumada despegando realmente del suelo sino lanzándose cuesta a bajo por una ladera y, sobre todo, sólo fue reivindicado después de que el 12 de noviembre de 1906 el pionero francobrasileño Alberto Santos Dumont en París, en el campo de Bagatelle, y ante una multitud de testigos, despegara del suelo sin ningún tipo de ayuda externa. ¿Cómo reparar este monumental error? Los hermanos Wright fueron grandes pioneros y la historia de sus esfuerzos técnicos dignos de ser contados, pero deshacer el desaguisado para rescatar la verdadera historia de Santos Dumont tiene muchas facetas: histórica, técnica, humana, social, económica, política, cultural… Los museos tienen una gran tendencia a cantar la gloria del colectivo humano que ha construido, diseñado y concebido un museo. La moraleja es obvia, un buen museólogo no debe ceder ni un gramo de su método científico cuando concibe un museo. Un museo está dedicado a la creatividad humana, no tanto al gusto de los patrocinadores de un museo. Por delante de todo deben estar la objetividad, la inteligibilidad y la dialéctica con la evidencia experimental. Atención pues con los museos de arqueología o de historia. Que la gloria nacional no les nuble la vista.

      El caso del pez grande que engulle un pez pequeño

      En una ocasión cayó en mis manos un curiosísimo fósil en el que aparecía un pez que tenía otro a medio tragar. Inmediatamente me vino a la mente una máxima que siempre he aplicado en museología: si me emociono yo, hay una gran probabilidad de que se emocione también el visitante al museo. ¿No es impresionante que una escena de más de cien millones de años haya quedado atrapada para la posteridad? ¿Qué ocurrió unos segundos antes de que empezara el proceso de fosilización? ¿No es extraño que un episodio que dura tan poco tiempo haya quedado “fotografiado” para siempre”? Adquirí la pieza ilusionado, preparé una vitrina especial y me aposté con más ilusión aún, si cabe, para espiar la sorpresa y admiración de los visitantes. El resultado de aquella experiencia la guardo hoy en la memoria como mi más grande fracaso museográfico. En las dos horas que permanecí al acecho no se detuvo ni un solo ciudadano más allá de los diez segundos. ¿Qué había fallado? Detuve a un adolescente para averiguarlo. “¿De verdad no te interesa la pieza de esta vitrina?”, mi interlocutor le echó una mirada al pez, se encogió de hombros y soltó: “Pues no mucho la verdad, es un pez grande comiéndose a un pez chico y todo el mundo sabe que los peces grandes se comen a los peces pequeños”. Fue una gran lección, sí señor. La museografía no ayudaba en nada a apreciar el grado de verosimilitud de la escena que ofrecía el museo para su contemplación. El error me enseñó a no dejar nunca de lado el método científico, incluso cuando la actividad que tenemos entre manos no sea precisamente una investigación científica de vanguardia. Me di cuenta que no podía exigir comprensión del visitante si sólo le mostraba un caso. Comprender es la mínima expresión de lo máximo compartido. Por lo tanto, lo mínimo que se necesita para empezar es disponer de más de un caso. Con esta idea que procede directamente de la esencia del método científico di el paso siguiente: en la vitrina se podían ver ahora no uno sino hasta ocho ejemplos de peces grandes intentando devorar otros tantos peces pequeños. Segundo intento y segundo fracaso. Nadie se detenía emocionado delante de los restos de aquel antiquísimo asesinato múltiple. Entonces se me ocurrió añadir una pregunta a la escena a modo de recordatorio del método científico: ¿Crees que hay algo en común entre los ocho casos que puedes observar aquí? Un niño de nueve años levantó la mano como movida por un resorte: “¡Yo, yo lo sé! Los peces grandes son demasiado pequeños”. Todos los labios se entreabrieron, todas las miradas se pusieron a brillar de gozo intelectual y un murmullo recorrió la audiencia como una deflagración. Ahora se entendía toda la historia. Unos cuantos peces habían quedado confinados en un pequeño espacio, quizá una charca después de una tormenta. Al principio los más grandes se comen a los más pequeños, así que poco a poco los tamaños se van igualando hasta que se alcanza un límite en el que un pez grande demasiado pequeño intenta tragarse un pez pequeño que es demasiado grande. Consecuencia: el pequeño se atasca dentro del cuerpo del grande sin que éste consiga tragarlo, de modo que el depredador se atraganta y la presa se ahoga. Luego los dos mueren, se van al fondo y se inicia el proceso de fosilización. La museografía, por fin, funciona.

      ¿Y esto qué es?

      Mientras preparaba la profunda reforma del Museo de la Ciencia de Barcelona, lo que a partir de 2004 se llamaría CosmoCaixa, organicé una expedición al Sahara marroquí. La intención era inspirarse para una gran exposición sobre el desierto en el museo. Durante una de las caminatas tropecé con lo que parecía una piedra. Pero era una pieza muy rara, rara estructura, rara forma, raro color… Lo más curioso de este avistamiento es que no era único, pero sí muy concentrado en el espacio. El área repleta de aquellas extrañas formas no superaba los cien metros cuadrados y los límites de este territorio eran nítidos. Las misteriosas formas desaparecían de repente en una frontera imaginaria. ¿Y esto qué era? Ni siquiera los geólogos del equipo tenían la menor idea. Se parecían a esas formaciones conocidas como “rosas del desierto”, pero estaba claro que tenían poco que ver. Me llevé unas muestras para hacerlas analizar. Quizá podrían incluirse algún día en alguna exposición. Dicho y hecho. Reuní toda la información y todas las opiniones disponibles, y con ellas compuse un texto para acompañar la bellísima y enigmática pieza. El texto intentaba no contradecir ninguno de los informes parciales, pero quizá justamente por ello resultaba vacío, banal, romo, poco estimulante. De todos modos decidí presentarlo a la audiencia, confiando sobre todo en la rareza y belleza de la pieza. La hipótesis de trabajo descansaba en la idea que la fuerza visual de la pieza bastaría para arrastrar al visitante hasta la lectura del texto, aunque éste no tuviera demasiado conocimiento que añadir. Ahora bien, tenía, como tienen la mayoría de los museógrafos y divulgadores científicos en general, la tendencia a destilar la mayor seguridad y brillantez posible. Es algo que siempre había pensado de una manera más o menos tácita: si en general un científico siempre está lleno de dudas, ¿cómo es posible que cuando divulga todo sean seguridades? En aquella ocasión, y arrastrado por esta inercia, no fui una excepción y reclamé del visitante admiración y sorpresa por un denominador común vacío e insulso de todo lo que había conseguido. El paso siguiente, como siempre, es esconderse para observar las consecuencias. Resultado: un nuevo fracaso. La museografía no conseguía capturar ni retener la atención