al visitante es una verdad poco menos que indiscutible, no contar para nada con la mente del visitante, ni con su opinión, ni con su posible crítica. No hay espacio para que el visitante pueda decir: “sí, pero…”, quizá el menudillo lingüístico más frecuente durante una investigación científica. De repente caí en la cuenta que la actitud del museo comunicaba el siguiente mensaje: “gracias por venir, puedes pasar y disfrutar la ciencia, pero que conste que la ciencia ya está hecha, acabada, llegas un poco tarde para participar, lo siento pero no contamos contigo para nada, el discurso sólo tiene un sentido posible, el que parte del museo y se dirige hacia ti, asimila lo que puedas”… ¿Cómo se puede lanzar este castrante mensaje a un adolescente ilusionado por la ciencia? Entonces me acordé que ya me había enfrentado antes con esta cuestión y durante un tiempo busqué una pieza para que la ciencia confesara con ella su ignorancia e invitara al visitante a participar. En aquella ocasión no encontré nada que valiera la pena, pero ahora lo tenía delante. Era la gran ocasión. Mientras mi amiga Lynn Margulis se llevaba un pedazo de aquel material y se la ofrecía a uno de sus doctorandos para su estudio, el museo puso otro pedazo en exposición con el llamativo y provocativo rótulo:
¿Y ESTO QUÉ ES? ¡NO TENEMOS NI LA MENOR IDEA!
El resultado fue inmediato y espectacular. Los adolescentes frenaban en seco, ponían ojos como platos y empezaban a conversar entre sí. Ya están dentro, la ciencia cuenta con ellos. Hoy, después de una década de investigaciones y de dos expediciones al lugar del desierto donde se hizo el descubrimiento, ya sabemos lo que es y por qué es tan raro y singular en el espacio y en el tiempo. Ya está publicado y se le puede dedicar toda una exposición sólo a este tema. Última enseñanza: la mejor museografía procede directamente de la investigación científica y las mejores emociones para los visitantes son las mismas que mueven a los científicos a hacer ciencia. Pero eso ya es otra cuestión.
“Preferiría no hacerlo”: tres pasos para introducirse a la frágil fertilidad de lo desconocido
Matteo Merzagora
Al inicio, siempre debe haber alguna forma de alergia, una especie de comezón, una insatisfacción. Una reacción al poder oscuro y dominante de lo conocido; esa sensación de que las cosas se hacen de determinada manera, no porque tú la hayas escogido —o alguien más, sino simplemente porque “así es como se hace”.
Bueno… ¿y qué tal que no?
Al inicio de cualquier reunión, siempre deberíamos decir de entrada: “preferiría no hacerlo”, siguiendo los pasos de Bartebly. “Preferiría no” montar un museo, una exhibición, un proyecto de comunicación científica de determinada manera simplemente porque así se hizo antes. La naturaleza lo sabe: nunca permanezcas en donde estás si quieres avanzar. Es la hipótesis de la Reina Roja, concebida por Lewis Carroll en Alicia a través del espejo y adoptada posteriormente por los biólogos evolucionistas (y viceversa). Para avanzar también tienes que volver a barajar todos tus supuestos. Esto es lo que François Jacob (“Evolution and Tinkering”, Science, 1977) llamó bricolaje: “la selección natural dirige los cambios, orienta el azar y, lenta y progresivamente, produce estructuras más complejas, nuevos órganos y nuevas especies. Las novedades llegan de asociaciones de material viejo que no se habían visto antes. Crear es recombinar”.
Por mi parte, muy pocas veces tuve el valor suficiente para decir: “preferiría no hacerlo”. Los cambios que yo era capaz de generar eran graduales y lentos. En la mayoría de los casos, desafortunadamente, diciendo “sí”: hacer las cosas como debían hacerse seguía siendo la fórmula más simple para avanzar. Sin embargo, junto con muchas personas maravillosas de la asociación francesa TRACES, en ocasiones fuimos capaces de preferir una forma diferente de hacer las cosas. Y siempre ha sido fantástico.
Es lo que sucede con el dinero. Veamos: “no alcanza el dinero para la divulgación científica, estamos obligados a coproducir porque no tenemos suficiente presupuesto”, y así. Escuché a un equipo de curadores de un importante centro nacional de ciencias decir que no había suficiente presupuesto. Y luego oí a una pequeña asociación de estudiantes decir exactamente las mismas palabras durante su primer proyecto. Los primeros estaban hablando de dos millones de euros; los últimos, de dos mil euros. No estoy culpando a los grandes presupuestos. En ambos casos, el proyecto podría haberse realizado con la mitad. Independientemente de cuál sea la cantidad total, siempre será el doble de otro presupuesto que de todas maneras es adecuado. No estoy diciendo que tengas que hacerlo con la mitad del presupuesto. Lo que digo es que puedes hacer grandes cosas con la mitad de cualquier presupuesto.
¿Cuántas veces hemos podido responder a quien nos ofrece dinero: “no, este proyecto necesita la mitad”? Yo nunca. Todos nuestros proyectos de bajo presupuesto fueron de bajo presupuesto porque no pudimos encontrar el resto del dinero. Y aun así, siguen siendo aquellos de los que me siento más orgulloso.
En 2013, en el Espacio de Ciencias Pierre-Gilles de Gennes, en París, creamos “La science, une histoire d’humour” (La ciencia, una historia de humor). Un concepto simple: una exhibición para explorar cómo la ciencia se ve a sí misma y cómo la sociedad ve la ciencia a través del lenguaje del humor. Desde luego, que la exposición se montara sólo con fotocopias y pizarrones magnéticos hechos a mano (diseñados por los maravillosos estudiantes de la École Nationale Supérieure de Création Industrielle [ENSCI], que hoy integran el Studio Millimètre, una destacada agencia de diseñadores de exposiciones de arte y ciencia en Francia), se debió a que no pudimos conseguir el presupuesto requerido. Pero también a que nos vimos obligados a reflexionar sobre cuál era el verdadero valor de los objetos que queríamos mostrar (en nuestro caso, chistes científicos). Esta reflexión cambió nuestra visión. ¿Cuál es el valor real de un objeto de exhibición? No me refiero a su valor histórico o al valor de su seguro… ¿Cuál es el valor que justifica que el objeto esté ahí en la exposición? En nuestro caso, el valor real de un chiste sobre ciencia es la relevancia que tiene para el científico que la cuelga en la puerta o la pared de su cubículo, o la usa en sus presentaciones. Estos chistes no son graciosos (con algunas excepciones). No son piezas de arte. Los originales no son mejores que las copias. Su valor real es la relevancia que tienen en una comunidad que los usa para comunicar, identificarse, quejarse, pertenecer, diferenciarse (obviamente nos inspiramos en el Museo de las Relaciones Rotas y, unos años después de la exposición, leer el artículo de Nina Simon, “The Art of Relevance”, nos ayudó a enmarcar nuestra intuición en esos términos: estamos en deuda con ella). Este es el valor que queríamos ofrecer. Entonces, ¿cómo dar a los chistes científicos el valor correcto? Un bonito portarretratos no habría sido de ayuda. Tampoco encajarlos dentro de aburridos pósteres interpretativos. Decidimos que esta era la oportunidad de vernos radicales y diseñamos una exposición basada en una convocatoria 100% abierta, que comenzaba completamente vacía. Fuimos muy claros en la publicación: “Ven con tu chiste”. Los científicos sacaron sus chistes de sus presentaciones de PowerPoint, los niños recortaron citas del druida Panoramix de las historietas de Astérix, sus padres llegaron con las fantasías de Calvin o citas científicas (no)sexuales de Sheldon Cooper... Nosotros simplemente proporcionamos el equipo (una fotocopiadora Xerox y una impresora) y el papel magnético para que el público pudiera colgarlos donde quisiera. Cuando les sumamos los chistes que nos enviaban los visitantes digitales a través de internet y que eran impresos allí mismo por los que estaban en el lugar en un “chiste-o-matic” (blagomatique) diseñado especialmente para la exhibición, fue sólo cuestión de semanas para que una exposición vacía se volviera una conmovedora exploración de la ciencia vista a través de la ventana del humor. La audiencia contribuyó con 100% del contenido, nosotros proporcionamos el marco y el contexto, que incluyó reuniones y eventos con premios Ig Nobel, asociaciones de humoristas del medio ambiente, la red francesa de caricaturistas científicos Strip Science, etc., que a su vez ayudaron a reconfigurar, reinventar, reestructurar la exhibición (mis propuestas favoritas: un contexto participativo para seleccionar el chiste menos comprensible, una sesión improvisada de teatro basada en las motivaciones de los premios Ig Nobel y un baño del museo de ciencias lleno de chistes científicos sexuales explícitos).
En 2017, repetimos la experiencia con otro proyecto de muy bajo presupuesto, “Science Frugale” (Ciencia frugal): una exposición donde