Guillermo J. Caamaño

El asesino de las esferas y otros relatos


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Concurso

       Bucle

       Fábula

       ¡Sorpresa!

       Mala imitación nacarada

       Divertimento

       OSCURESCENCIAS

       Por última vez

       Cumpleaños

       De caza

       Desaparecido

       No hace falta que bajes

       Zanyepe tamo

       Papirografía

       El asesino de las esferas

       Notas del autor

      AMABLACIONES

      Figura literaria

      Pasó largo rato dudando, cambiando de sitio los objetos y, sobre todo, desechando algunos de los trabajos más antiguos para hacer sitio a la nueva pieza. No era tanto una necesidad como un juego, una forma de finalizar y dar sentido a ese día, tan igual a tantos otros, que le había dejado una huella particular.

      Aquella tarde había acudido como de costumbre al taller de manualidades. Siempre afrontaba el camino con la ilusión que despertaba en su mente, ajada por la vida y por el tiempo, la certeza de que el profesor habría preparado para ellas una nueva y maravillosa ocupación que le haría olvidar los cotidianos desvelos y le transportaría, mágicamente, a una infancia donde la responsabilidad aún no se había convertido en un peso y la alegría de todo nuevo descubrimiento flanqueaba cada uno de sus pasos.

      Al llegar, percibió el olor dulzón de la cola blanca y ese ligero aroma a serrín que inundaba habitualmente el taller. Esparcidos sobre la mesa de trabajo había un montón de periódicos, catálogos y revistas. Las compañeras estaban ya sentadas y se afanaban en elegir la página que mejor serviría a sus propósitos.

      —Hoy haremos papiroflexia —dijo el profesor, dirigiéndose a la recién llegada mientras trazaba en la pizarra una serie de rombos unidos por líneas de puntos.

      Con diligencia, colgó el abrigo en el perchero y se sentó en la silla de siempre, cerca de la puerta, para salir la primera al terminar la clase.

      —Esta mañana he visto a tu nieta. Iba en la moto con el novio ese que tiene ahora —dijo una mujer a su lado. Ignoró el comentario de su vecina de asiento, a quien conocía desde muchos años atrás, cuando ninguna de ellas tenía edad para pensar en algo que no fuera acudir al baile o reír sin motivo. Aunque no era consciente de ello, ambas habían seguido vidas paralelas, casadas demasiado pronto con hombres que las cargaron de demasiados hijos para, acto seguido, morir demasiado jóvenes.

      Entre el revoltijo de la mesa, llamó su atención lo que parecía ser una antigua revista literaria llamada Nefelibata, desde cuya portada un ser mitológico la miraba fijamente. En ese instante sintió una extraña atracción hacia aquellas páginas, aunque sólo duró unos pocos segundos, ya que otra de las compañeras arrancó, sin miramientos, casi todo el contenido. Cogió lo que quedaba de la revista, abierta por una página titulada «Poema». Lo leyó con interés y supo reconocer su belleza, aunque no fue capaz de dilucidar si trataba de amor o de desamor. Sintió que, ya que aquel ejemplar de la revista no iba a durar mucho, sería bonito que ese poema tuviera todavía un poco más de vida, convertido en una figura de papel sobre algún mueble de su dormitorio.

      Estuvo atenta a las explicaciones y, con paciencia y esmero, fue realizando los dobleces pertinentes. Primero amplios y sencillos. Luego más intrincados, poniendo a prueba la habilidad de unos dedos que la artritis luchaba por inmovilizar. Sin duda, esa dificultad contribuyó decisivamente a fortalecer la conexión emocional que había establecido con su pequeña obra.

      En el camino de vuelta, sólo acompañada por el sonido de sus pasos sobre el empedrado, se veía a sí misma como la desconocida heroína que había salvado del olvido apenas una pequeña mota de historia y, con ella, la memoria pasada de personas a las que no había conocido pero admiraba sin saber por qué.

      Ya en el dormitorio, al finalizar el ritual de la colocación, se sintió orgullosa de haber conseguido que aquello, que seguramente había comenzado como la noche de insomnio de un aspirante a poeta y se había prolongado en la aventura editorial de un grupo de locos, acabase convertido en un majestuoso cóndor de papel. Listo para una nueva existencia. Inmóvil sobre el cristal de una cómoda pero, como todos aquellos que participaron en su creación, soñando con sobrevolar las nubes.

      Circunstancias

      La encendida arenga que aquel hombre pronunció, con el torso desnudo y espada en mano, resuena con nitidez en mi mente:

      «He escuchado los rumores que atribuyen a nuestros enemigos una fortaleza sin igual, que les permitirá vencernos con la misma facilidad que la hierba queda aplastada por el simple pisar de una sandalia. Pero os aseguro que estáis absolutamente equivocados. Que aquellos a quienes os enfrentaréis mañana durante la batalla son hombres corrientes, que serán tan fuertes o frágiles como vosotros, con vuestro ataque, les concedáis ser. Dejad vuestro brazo indefenso por un instante y lo seccionarán sin piedad. Ofreced vuestro cuello y la sangre brotará de él tan deprisa que no tendréis tiempo de recordar el cálido aroma de vuestras esposas antes de caer pesadamente al suelo convertidos en mudos cadáveres. Mostradles cobardía y les estaréis transformando en dioses invencibles. Pero si blandís valientemente vuestra espada, si la hundís con furia en los puntos más sensibles de sus cuerpos sin dejar aflorar el menor atisbo de misericordia, si con cada mirada conseguís inundar sus almas de terror y con la firmeza de cada paso que avancéis les obligáis a retroceder, serán ellos quienes se arrepientan de haber amenazado nuestras tierras y concluyan que se enfrentan a un ejército imbatible, ante el cual sus únicas opciones son la huida o la muerte. Y cualquiera que elijan hará que se os recuerde como los héroes que salvaron Esparta de las tropas invasoras».

      Sus palabras fueron tan rotundas e inspiradoras, y la pasión con que las pronunció resultaba tan contagiosa, que yo hubiera seguido ciegamente las órdenes de ese hombre y me hubiese enfrentado frenéticamente a tan feroces adversarios, entregando para ello mi vida. Pero eso habría sido en otras circunstancias. En las actuales, muy a mi pesar, tuve que limitarme a reducirle con mi pistola eléctrica, asegurar con bridas su cuerpo inerte sobre la camilla, arrojar su arma de plástico a la basura y llevarle en mi ambulancia de vuelta al centro del que había escapado, buscando cumplir una misión para la que había nacido con dos mil quinientos años de retraso.

      Té negro

      A pesar de no haber tenido pareja estable jamás y de considerar que llevaba una vida plena, en la que no existía en absoluto