Guillermo J. Caamaño

El asesino de las esferas y otros relatos


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evitar que al coincidir con algún desconocido que le pareciese atractivo, su mente fantaseara con la idea de empezar allí mismo una vida juntos que se desarrollaba a lo largo de muchos años de ternura y que siempre terminaba con ambos, ya ancianos, cogidos de la mano mirando el atardecer en alguna tranquila playa del sur. La principal característica que un hombre debía poseer para provocar en Sara aquella sensación era la capacidad de irradiar desde lejos una pronunciada masculinidad salpicada de indiferencia. Sin embargo, en un breve espacio de tiempo, el desconocido en cuestión invariablemente pronunciaba una palabra, dejaba escapar algún gesto o, si llegaba a haber cercanía, desprendía algún aroma que rompía la magia de forma instantánea, provocando que aquella historia se esfumase en el acto sin dejar ningún rastro.

      Con el paso del tiempo, había adquirido la habilidad de observar aquellas fantasías ocasionales desde cierta distancia, como si fuese otra persona quien las estaba viviendo, e incluso se burlaba de sí misma intentando anticiparse al momento en que la verdadera Sara sería devuelta a la realidad de forma abrupta, simplemente porque el objeto involuntario de aquella ilusión mostraba demasiado los dientes al sonreír, hacía sonar la cucharilla contra la taza al remover el café, se mesaba el cabello desde la frente hasta la nuca o deslizaba la palabra «cariño» en mitad de una frase. De este modo, había ido eliminando de su futuro a cualquier posible compañero y se había centrado en sentirse bien consigo misma, satisfecha de su cuerpo, de ostentar un cargo de responsabilidad en la empresa, de la fidelidad de sus amigas más íntimas, de su afición a la lectura y de ser capaz de regalarse un viaje al menos una vez al año.

      Una tarde, mientras sorbía pausadamente una infusión de jazmín y frutos rojos desde la fina loza en que se la habían servido, observaba distraídamente a las alumnas que habían acudido a la clase semanal de danza del vientre, impartida por la dueña de su tetería favorita. Solía detenerse allí al terminar su jornada de trabajo y en los últimos tiempos procuraba no faltar nunca los martes porque, aunque la mayoría de aquellas mujeres parecían no haber aprendido aún que sus movimientos debían ser dictados por la música, a Sara le gustaba dejarse rodear por aquellos sensuales sonidos y por el modo en que el sándalo que utilizaban para ambientar las clases se mezclaba con la fragancia que desprendían las múltiples variedades de té desde la parte trasera del mostrador.

      De entre todas las siluetas que aquella tarde se agitaban voluntariosamente, su mirada quedó anclada a un pañuelo estampado con hojas verdes y ribeteado por tres hileras de monedas plateadas que abrazaba con gracia unas caderas cuya cadencia comenzó a resultarle hipnótica. Pasaron muchos compases antes de que la curiosidad le impulsara a conocer a la orgullosa dueña de aquella prenda, que con su alegre tintineo iba realzando los cambiantes ritmos marcados por la percusión. Elevó la mirada lentamente disfrutando del recorrido, pero se detuvo al darse cuenta de que, en lugar del prominente busto que había esperado encontrar, aquel pecho desnudo era casi plano y estaba densamente poblado por un vello tan oscuro como abundante. Más divertida que sorprendida, siguió subiendo hasta encontrar un rostro moreno de rasgos firmes en el que la aguda barbilla y los labios delgados y bien definidos daban paso a una nariz recta que se rendía ante los ojos más negros que nunca hubiese visto. Además, aquel hombre había utilizado maquillaje para perfilar sus facciones, evocando en la mente de Sara la enigmática belleza de un faraón egipcio.

      Durante el resto de la clase, no paró de observarle con el escaso disimulo de que fue capaz. Y al terminar, estudió con atención los movimientos que realizaba mientras, de espaldas a ella, se desprendía del pañuelo y se enfundaba en un chándal de mercadillo. Sus manos se movían con extrema feminidad, a velocidad constante, siguiendo lo que parecían trayectorias predefinidas, sin lugar alguno para el error o el titubeo, produciendo en Sara una creciente fascinación. Cuando adivinó que iba a dirigirse a la salida, se forzó a dejar la mirada perdida en aquella dirección, de modo que pudiera verle de soslayo. En cambio, él se detuvo a unos pasos de distancia, giró la cabeza y la miró fijamente hasta conseguir que ella hiciese lo mismo durante varios segundos. Sara no sabía cómo interpretar aquella expresión neutra, que no parecía mostrar alegría ni tristeza, interés ni desprecio. Y entonces él, con la delicadeza cuidadosamente medida que adornaba todas sus acciones, abandonó la tetería, se dirigió a la casa que había justo enfrente y entró.

      Sara quedó unos instantes contemplando la puerta ya cerrada de aquella casa, pero al notar que alguien desde dentro liberaba el pestillo y dejaba entreabierta una estrecha rendija, no fue capaz de controlar sus actos. Cogió el bolso, dejó unas monedas junto a su taza, cruzó la estrecha calle y se detuvo ante el umbral que el hombre había traspasado sólo un minuto antes. Respiró hondo, intentando imaginar largos años de ternura vividos junto a él, sus manos entrelazadas en una tranquila playa del sur. Pero ninguna de esas imágenes vino a su cabeza, en la que sólo quedaba sitio para la inabarcable negrura de aquellos ojos. Empujó la puerta con decisión y sin darse la vuelta, con un certero golpe de tacón, la cerró tras de sí.

      Vetus magister

      El profesor agarró el papel con la mano derecha mientras decoraba su rostro con la mezcla de ironía e incredulidad que había diseñado expresamente para transmitir a sus alumnos una sensación de menosprecio cargada de suspicacia, cuya efectividad había quedado demostrada durante muchos años de ejercicio docente.

      Sin embargo, el chico quedó expectante con una sonrisa amplia e ingenua, completamente inmune al mensaje que su interlocutor había intentado transmitirle sin palabras y forzándole a leer los ripios torpemente garabateados que se abigarraban en la parte superior de la hoja para evitar adentrarse en el retrato a carboncillo que ocupaba el resto, donde era fácil reconocer el joven rostro de su hija.

      —Tú nunca serás un buen literato, sino un mal dibujante —sentenció al finalizar la lectura.

      El joven cambió el gesto, le arrebató su obra bruscamente y se marchó sin expresar verbalmente la indignación que, por otra parte, su actitud evidenciaba de sobra. Mientras le miraba alejarse, pensó: «Misión cumplida. Acabo de librar a mi hija del peso insoportable de aguantar a un genio y además se lo he regalado a la literatura, para goce de futuras generaciones de lectores».

      Tradición

      De vuelta en el cobijo de su madriguera, tras el largo rato de silencio que sus corazones necesitaron para recuperar un ritmo sosegado, el pequeño zorro se dirigió a su padre:

      —O sea, que ahora ya soy un adulto…

      Las plumas de gallina que habían quedado adheridas a su hocico volaron a su alrededor, aunque ninguno de ellos podía verlas.

      —Así es, hijo mío —respondió gravemente su progenitor—. A partir de ahora podrás buscar pareja, formar tu propia familia y comer gallina.

      —¡Vaya! Pensaba que sería diferente. —Esperó unos segundos antes de continuar—. No sé, ha sido un poco distinto de lo que esperaba.

      —¿Qué quieres decir? Todo es como te había contado.

      —Bueno… —dijo el zorrezno, dudando si continuar hablando—. El camino al gallinero ha sido bastante difícil. Aunque me dijiste que los zorros podemos saltar cualquier barrera, la valla era demasiado alta y hemos tenido que atravesarla tanto a la ida como a la vuelta. El alambre de espino me ha arañado la piel por todo el cuerpo y hasta he perdido un trozo de cola. Y eso sin hablar de ti.

      En la calidez del ambiente, le llegaba nítidamente el olor de la sangre paterna mientras escuchaba afanosos lametones que intentaban contener un incesante goteo.

      —La culpa es de los hombres, que pretenden detenernos con artimañas ridículas —prosiguió el padre—. Pero los zorros podemos superar sin esfuerzo cualquier obstáculo. —Su tono de voz pretendía ser lo bastante rotundo como para terminar aquí la conversación, aunque no tuvo éxito.

      —¿Y en el gallinero? Ni siquiera hemos podido matar una gallina para traerla hasta la madriguera. Pensaba que esta noche probaría su carne por primera vez para saber si es tan dulce como cuentan.

      La respuesta no se hizo esperar:

      —La