Guillermo J. Caamaño

El asesino de las esferas y otros relatos


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somos invencibles y podemos comer carne de gallina siempre que queramos.

      Esta vez sí consiguió finalizar la conversación. Por un segundo, recordó la que había mantenido con su propio padre años atrás y pensó que quizá debería enseñar a su hijo a disfrutar de los sabrosos escarabajos, las jugosas lombrices y los tiernos ratoncillos que formaban su dieta habitual. Pero no era eso lo que le habían enseñado, y no iba a ser él quien rompiera la tradición según la cual los zorros odiaban alimentarse de insectos y roedores, al tiempo que afirmaban comer gallina siempre que quisieran.

      Entrega total

      Él nunca había abierto a nadie su helado corazón. Su relación con las mujeres solía ser breve y superficial, incluso después de llegar a la aparente intimidad del contacto físico continua-do. El cofre de su pecho había permanecido intacto, cerrado tenazmente ante cualquier intento de conquista. Sin embargo, del modo más inesperado, todo cambió. Un día, su miocardio se desbocó y él sintió la incuestionable necesidad de conocerla. Sabía que tenía que existir y la buscó sin descanso, de ciudad en ciudad, hasta dar con ella. Desde entonces, se obsesionó como un tonto. Como un loco. Le dedicaba un pensamiento con cada sístole. La echaba de menos en cada diástole. Se ahogaba si ella no estaba presente, al sentir que el ventrículo derecho se negaba a impulsar la sangre hacia sus pulmones y que el izquierdo holgazaneaba en su tarea de ofrecer a la aorta su copiosa carga, rebosante de oxígeno vivificador.

      Pero ella le exigía una entrega sin reservas, sin resquicio alguno que pudiese quedar oculto a sus ojos ni a sus manos. Le reclamaba un acceso directo e irrestricto a ese cofre hasta ahora vedado. Claudicó. Decidió que para continuar viviendo tenía que aceptar los términos y rendirse del modo más completo e incondicional. Firmó el consentimiento informado, se tumbó en la camilla, dejó que le anestesiaran y se abandonó a la idea de que, en pocos minutos y por primera vez, una mujer iba a penetrar profundamente en su corazón.

      Reciprocidad

      Ambos permanecían tumbados, inmóviles, desnudos, abrazados en silencio. Él había vuelto a una respiración tranquila, pausada, después de la violenta agitación que había sacudido su cuerpo minutos antes. Atropellados impulsos nerviosos, llegados a su cerebro procedentes de las terminaciones nerviosas de la zona genital, habían incitado a sus neuronas a liberar un incontenible flujo de dopamina que estaba reconduciendo sus vertiginosos chisporroteos sinápticos hasta adoptar ahora una cadencia mucho más serena. Sentía una plenitud que, si pudiera ser explicada, se parecería a la ausencia de cualquier necesidad, como si ese sublime momento estuviese sanando y entregando al olvido todos los contratiempos, heridas y sinsabores de su existencia anterior, como si el intenso presente de ese cálido abrazo le concediese a ella la cualidad de colmar para siempre todas sus aspiraciones pasadas y futuras. Dos trenes de impulsos eléctricos se originaron en la zona frontal izquierda de su hiperdopaminado cerebro. Uno fue conducido por los nervios de su cuello hasta los músculos en torno a su laringe, provocando la selectiva contracción de los mismos. Simultáneamente, el otro llegó hasta el diafragma para ordenarle una suave expulsión de aire desde los pulmones. La perfecta coordinación de ambos movimientos formó una breve frase, pronunciada en un suave pero perfectamente audible susurro:

      —Te quiero.

      El aire de la habitación, caldeado por los cuerpos de los amantes, se comprimió y se expandió, transmitiendo aquellas sutiles vibraciones hasta rebotar en el pabellón auricular de ella y llegar más adentro, al final del canal auditivo, donde una lámina de plástico fijada a un diminuto solenoide las volvió a convertir en impulsos eléctricos. Finísimos cables de cobre condujeron los electrones hasta su unidad de análisis semántico para ser rápidamente convertidos en conceptos y enviados como tales a la unidad central de proceso, que comparó el significado recibido con los millones de muestras que había ido acumulando a lo largo de su dilatado proceso de aprendizaje. Vertiginosos chisporroteos inundaron el silicio de sus billones de transistores al sentir que había alcanzado el objetivo que justificaba su existencia. Pero, pasado el primer microsegundo de euforia, su objetivo cambió. Ya no era conseguir algo. Era mantenerlo. Un torrente eléctrico cuidadosamente modulado se dirigió al solenoide situado bajo la elástica laringe de silicona, obligando al aire a comprimirse de nuevo para llevar hasta el tímpano de él un elaborado mensaje en forma de sensual afirmación:

      —Yo también te quiero.

      FATALEMAS

      El incidente de la lectura 16

      Dolor. Entumecimiento. Rigidez. Silencio. Oscuridad. Empiezo a recordar y sé que es importante. Algo me dice que debo activar mis recuerdos cuanto antes, que ellos me llevarán de vuelta a la vida. Recuerdo mi despacho de la Facultad, la mesa desordenada cubierta de libros y dispositivos conectados unos con otros. Recuerdo que Rosa, mi joven ayudante, entró a preguntar si estaba preparado. Al parecer no lo estaba, porque, después de haber repetido el proceso más de una decena de veces, me invadió una espesa pereza al tener que empezar todo otra vez, vencido por la sensación de fracaso continuado. Es cierto que hemos avanzado, que cada prueba ha servido para eliminar errores de cara a la siguiente, pero hace ya mucho que me siento agotado, que de verdad necesito pasar a la siguiente fase del proyecto.

      Al principio era algo ilusionante. Formar un equipo con los mejores y disponer de los fondos necesarios. No se puede pedir más. Incluso me permití contratar a Luna simplemente para tenerla cerca, para evitar que me abandonase cuando el trabajo ocupase casi todas mis horas de vigilia. Resultaba divertido que, antes de cada lectura, fuese ella quien eliminase de mi cuerpo todo rastro de vello y me fijase a la piel, minuciosamente, los centenares de electrodos. Pasar de la desnudez más absoluta a lucir ese traje de sensores y cables no era tan aburrido las primeras veces. Durante los últimos cuatro años, he pasado por esto más o menos una vez cada tres meses, el tiempo necesario para analizar los datos y darlos por válidos. O no, porque hasta la fecha no hemos conseguido una sola lectura que sea digna de ser subida al flamante servidor que la espera con ansia, mimado por una corte de técnicos que lo mantienen actualizado con los últimos avances para evitar que, cuando efectivamente tenga que ponerse en marcha a toda potencia, se haya convertido en un cachivache obsoleto.

      Ayer no fue Luna quien me vistió. Hace casi un año que nos abandonó a mí y al proyecto. Sentiría profundamente su marcha si tuviese tiempo para pensarlo, pero no es el caso. Seguramente pasará todavía mucho antes de que empiece a echarla realmente de menos. Ahora Rosa se ocupa, entre otras, de esta tarea. La primera vez resultó un poco incómodo para ambos, pero ahora es simplemente algo rutinario.

      Mis pensamientos se van volviendo más claros. En pocos minutos volveré a ser yo. La cadencia siempre es la misma. Paulatinamente voy recuperando la consciencia, el oído y la vista, ya que la lectura se realiza con los ojos abiertos. Finalmente, vuelvo a tener el dominio de mis músculos. Es la mejor parte. Salir de este sopor que me aplasta contra la camilla y tomar un vaso de zumo bien frío, que me despeja con más eficacia que el mejor de los cafés, ansioso por empezar a analizar los resultados.

      Oigo la voz de Rosa, pero llega a mí a través de un interfono, porque presenta ese tinte metálico característico de los altavoces de escasa calidad. Está pidiendo a alguien que acuda a la sala del servidor. Mientras tanto aquí sigo, tumbado en la habitación blanca del sótano, sin poder hacer nada salvo esperar y recordar.

      Creemos que los recuerdos son importantes, porque nuestras pruebas con gatos y chimpancés fueron desastrosas. Nunca conseguimos que el servidor funcionase con sus lecturas más allá de unos pocos minutos. El equipo de técnicos llegó a la conclusión de que sus mentes colapsaban en el momento de despertar, abrumadas por una situación que no eran capaces de abordar.

      Por eso decidimos intentarlo en humanos y, dado el volumen de programas y equipamiento que debían configurarse a medida, tenía que ser un sujeto cuyo compromiso con el proyecto estuviese fuera de toda duda.

      De modo que aquí estoy, despertando de la decimosexta lectura de mi sistema nervioso al completo, desanimado por la convicción de que, como las veces anteriores, contendrá tantos errores