el trasfondo filosófico y científico de la felicidad, es necesario detenerse a analizar cómo hemos estado viviéndola en las últimas décadas. A veces siento como si fuésemos pelotas de tenis que chocan contra un frontón, una y otra vez, dominando la técnica pero sin llegar al otro lado de la cancha. Entrenamos, nos perfeccionamos pero nos quedamos en eso, en lugar de arriesgarnos y jugar el partido.
Lo que sucede en la sociedad de consumo en la que vivimos, es que hay un desequilibrio cada vez mayor entre lo que se cree y lo que es realmente la felicidad. Pensamos que tener más es lo que nos hará felices, y nos vemos atrapados en una dicotomía que hace que nos centremos en nosotros mismos, en querer, poseer y acumular más, alejándonos de lo que en verdad necesitamos.
Este escenario nos lleva necesariamente a revisar nuestra relación con el dinero y cómo, si bien puede ayudarnos a alcanzar nuestra felicidad, también puede alejarnos de ella.
Es innegable que existe una importante relación entre el dinero y el bienestar, pues es el medio que utilizamos para intercambiarnos bienes y servicios desde hace más de diez mil años16. Esta convención nace para suceder al antiguo sistema de trueque, y da paso a los consiguientes circuitos financieros y transacciones entre desconocidos, entre muchos otros beneficios. Por eso mismo, el dinero nos ha permitido potenciar las interacciones humanas, satisfacer las necesidades y aumentar significativamente nuestro bienestar, llevándonos finalmente a ser más felices.
Pero esta premisa, que puede sonar muy obvia y redundante, se ha ido desvirtuando en los últimos siglos. El dinero ha pasado a ser un fin en sí mismo más que un medio. El principio rector pasó a ser “mientras más dinero acumulo, más puedo consumir, y mientras más consumo, mayor debería ser mi bienestar”. Es tan absurdo como pensar que vivimos para respirar, para alimentarnos o para dormir.
De lo anterior surgen las preguntas:
- ¿Desde cuándo comenzamos a considerar el dinero como la unidad de medida de nuestro bienestar?- ¿Cómo ha repercutido esto en nuestra felicidad? |
Veamos algunas explicaciones que nos pueden dar luces para responder estas preguntas:
El afán de acumular
Volviendo a la mirada de la evolución del ser humano, en los tiempos en que éramos cazadores y recolectores, la acumulación de alimento era crucial para nuestra supervivencia17. Resistir al invierno dependía de la cantidad de comida que se había logrado reunir durante el resto del año. Así, acumular se volvió parte de la estrategia de sobrevivencia.
Este hábito se ha mantenido hasta ahora. Sin embargo, si bien seguimos acumulando, ya no lo hacemos como un medio para asegurar la sobrevivencia. El dinero se ha convertido en el medio que nos asegura la sobrevivencia, pero en lugar de acumular para poder vivir, hemos pasado a adquirir el hábito de vivir para acumular.
De acuerdo al estudio realizado por Easterlin y Sawangfa18, el dinero aumenta el bienestar de las personas hasta el punto de satisfacer necesidades básicas. No obstante, una vez que estas están cubiertas, nuestro bienestar ya no aumenta conforme lo hacen nuestros ingresos. Un incremento en los ingresos de aquellas personas que ganan entre seis mil y diecisiete mil dólares al año, implica un aumento correlativo de su bienestar, pero superado el umbral de los diecisiete mil dólares, dicha correlación comienza a disminuir, y ganar más dinero pasa a ser cada vez menos importante para la sensación de nuestro bienestar19.
Nuestra errática capacidad de simular experiencias
En la charla TED “La sorprendente ciencia de la felicidad”, Dan Gilbert, psicólogo de la Universidad de Harvard, explica cómo nuestras creencias sobre aquello que nos hace felices son generalmente erradas20. Relata que la corteza prefrontal de nuestro cerebro tiene, entre otras funciones, la capacidad de crear un simulador de experiencias que nos permite imaginarlas o visualizarlas antes de que sucedan en la vida real. Es una facultad que, en ocasiones, puede resultar muy útil, pues nos inhibe de situaciones que pueden ser potencialmente perjudiciales (como evitar que nos lancemos a nadar en un río en pleno invierno), pero en otras, nos puede inducir a cometer errores.
Para demostrar lo anterior, Gilbert invitó al público presente en su charla a realizar el siguiente ejercicio. Les mostró en la pantalla gigante del estudio dos escenarios distintos: el primero de una persona que se ha ganado la lotería, y el otro de una persona que ha quedado parapléjica tras un accidente automovilístico. El ejercicio consistía en que el público tenía que elegir rápidamente a quien creían que era más feliz, comparando a los individuos en ambos escenarios. Para ello, solamente contaban con la información de este hito en sus vidas y con el dato de que ambos personajes poseían el mismo nivel de felicidad, comparativamente, antes del episodio.
A primera vista, era predecible que el público elegiría la vida del ganador de la lotería como aquel más feliz y, de hecho, así fue. Pero cuando Gilbert procedió a mostrar la vida de los sujetos un año después del evento, las percepciones del público cambiaron radicalmente: ambos gozaban de exactamente el mismo nivel de bienestar que mantenían antes del suceso de la lotería o del accidente.
Gilbert explica que esto se debe a que los momentos de placer o hedonismo —como ganarse la lotería o comprar una casa nueva— aumentan nuestro bienestar solo por un corto lapso de tiempo. Según sus estudios, la sensación de alegría de un evento placentero, dura máximo un mes, y eso explica cómo, luego de un año, ambos personajes volvieron al mismo estado de bienestar que tenían antes del suceso21. Si el ganador de la lotería era una persona infeliz antes de ganarla, lo más probable es que siga así. Lo que concluye Gilbert, es que el peso relativo que tienen este tipo de momentos de altas descargas de placer no son lo suficientemente poderosos como para modificar nuestra realidad, aunque el simulador de experiencias nos quiera hacer creer que sí.
Esto nos sucede constantemente, por algo existe el dicho “el pasto del vecino siempre es más verde”. También es un problema para quien está en la otra cara de la moneda, es decir, para quien es juzgado de acuerdo a su situación económica. Conozco el caso de Alan, un joven de veintiocho años que heredó una importante fortuna de su abuelo. El monto que es considerable y, en la práctica, no necesitaría trabajar un día más de su vida para mantener su nivel de gastos. A los ojos de todos, su situación parece envidiable. Si bien es cierto que tiene su “vida asegurada”, él igualmente quiere ser productivo, tal como sus amigos, pero su entorno no lo toma muy en serio, ya que no entienden para qué quiere trabajar si no tiene necesidad de hacerlo.
Quienes conocen a Alan asumen que vive una vida feliz, sin embargo, él no piensa lo mismo. Él solo quiere tener una vida normal, algo por qué levantarse cada mañana y sentirse orgulloso de sus propios logros. Siente un vacío enorme y, dado que nadie lo toma en serio, ha llegado a dudar de sus propias capacidades. No se atreve a intentar nada nuevo y se siente frustrado. Me cuenta que, a veces, hubiese preferido seguir viviendo la vida que tenía antes, y que nadie notara la herencia que recibió. A diferencia de lo que todos imaginan, en el caso de Alan, el dinero ha generado un mayor vacío que otra cosa.
Ingenuidad comunicacional
Esa misma voracidad de tener dinero y poder consumir más y más, ha sido también alimentada por toda la información que recibimos en los medios de comunicación y redes sociales. Creemos en todo aquello que nos dicen, como por ejemplo, cuando nos muestran que existe un acondicionador que dejará nuestro cabello como nuestra actriz favorita, la bebida energética que nos convertirá en los mejores futbolistas y las vacaciones perfectas que resolverán todos nuestros conflictos familiares. Estamos dispuestos a pagar por prácticamente cualquier producto que nos prometa alcanzar la anhelada felicidad… y los que se dedican al marketing lo tienen muy claro.
Hemos dejado que el contenido publicitario dicte las pautas de nuestra felicidad, aun cuando sabemos que estos comerciales no tienen por objeto educarnos, sino vender algún producto, cualquiera que este sea. Lo mismo sucede con las redes sociales: no tienen por objeto mostrarnos la realidad de la vida de nuestros amigos o cercanos, sino que solo aquellos pequeños y maquillados extractos de cotidianidad en los cuales todos quieren verse o aparentar estar de maravilla cuando no lo están. Mientras más carentes estamos, más queremos demostrar lo contrario. Sabemos que es así, porque caemos en hacer el mismo engaño.