Sergi Bel

El libro de Shaiya


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en la vieja recepción, atendida por un hombre mayor llamado Juan que, agradeciendo la visita, me entregó las llaves de la que sería mi última noche en una cama como Dios manda. Me apresuré en dejar las cosas porque don Pedro iba a realizar una reunión en el jardín trasero del hotel con todos los participantes de la experiencia.

      La habitación no era muy grande pero sí su cama, con un majestuoso ventilador encima que se balanceaba al ritmo de sus rotaciones y que refrescaba un poco el pegajoso ambiente. Vacié atento la mochila, observando si la poca ropa que llevaba también se había mojado de la pestilente sustancia. Mala suerte, no era impermeable y muchas prendas estaban húmedas. Decidí ponerlo todo en el balcón antes de que el olor quedase atrapado en la habitación y me amargara la noche. Rápidamente bajé para reunirme con el grupo en la hermosa zona ajardinada del hotel.

      Llegué el último y me senté en la única silla vacía mientras observaba la increíble variedad de colorido y forma de las plantas y arbustos que parecían crecer de la nada. Si el hotel era viejo, aquel jardín lo iluminaba con todo su esplendor, creando una acogedora y hermosa atmósfera.

      Qué sorpresa, de los doce participantes, once eran americanos y solo una chica, un poco mayor que yo, Isabel, era española. Nos presentamos al grupo y cada uno fue explicando un poco sus inquietudes y qué buscaba con aquella experiencia. Por lo que pude entender, la mayoría de ellos se dedicaba al mundo espiritual. Había tres astrólogos, profesión muy reconocida en Estados Unidos, y tres sanadoras de diferentes ramas y técnicas. Un par trabajaban en Reiki y terapias energéticas y otros tres eran profesores de yoga. Isabel se presentó como vidente, aunque señaló que su dedicación no era profesional, sino con amigos y familiares que ya desde pequeña conocían sus capacidades.

      El único que estaba fuera de este grupo era yo, pensé, un simple curioso llamado con fuerza a la selva verde para descubrirse. Mi principal objetivo al realizar aquella experiencia era desarmar un poco mi ego. Desde pequeño siempre había tenido una ligera sensación de superioridad sobre los demás, sin entender muy bien el porqué y de dónde procedía la idea. Llegué a constatar que me perjudicaba; la humildad es uno de los valores más importantes a desarrollar, esencia opuesta a la soberbia. Si quería seguir creciendo personal y espiritualmente, tendría que desprenderme de esa naturaleza.

      Los gestos del grupo fueron de aprobación ante aquella búsqueda, cosa que me tranquilizó debido a que mi camino probablemente estaba muy lejos del que aquellos individuos estaban ya andando.

      Finalmente, don Pedro con rostro serio se dirigió a nosotros diciendo:

      —Los trabajos se realizarán sin un orden preestablecido, si bien la dieta dura catorce días, las tomas se realizarán en función al sentir y fluir del grupo al igual que las horas de las ceremonias pueden variar dependiendo de la necesidad de experimentar unos estados u otros.

      Todos asentimos con la cabeza.

      Acabada la reunión la gente empezó a conversar en un americano realmente muy cerrado que rápidamente me desanimó, por la incapacidad de mantener cualquier tipo de comunicación. Isabel y don Pedro se habían marchado en busca de algo. Con cierta contrariedad me despedí y decidí dirigirme a comer un poco de fruta a un chiringuito de zumos y batidos que observé en las cercanías del hotel.

      No tardé en disfrutar de una vista impresionante, inverosímil en Barcelona, compuesta de multitud de colores florales que aparecían en todos los rincones aparentemente sin esfuerzo.

      Me encaminé al pequeño local hipnotizado por el magnífico olor dulzón que aquellas frutas desprendían maduradas al sol, y me decanté entre dudas por los rojos y suculentos gajos de una sandía. Aquello era caramelo y tomé consciencia de que esta sería probablemente mi última comida hasta transcurridos catorce días, con lo que intenté saborearla todo lo que pude, tarea que no me resultó difícil, no recuerdo haber comido en mi vida una sandía tan buena.

      Seis meses atrás había iniciado lo que se conoce como pre-dieta, teniendo que evitar en mi alimentación todos los productos del cerdo, los fritos, las grasas, las conservas y los alimentos fermentados. A partir de los tres meses tenía prohibido cualquier tipo de estimulante como el café o el té, así como el alcohol. Tampoco la sal, el azúcar refinado, las especias y el picante. Nada de ajos, cebolla y ningún tipo de carne. La mayoría de los días me alimentaba a base de pasta con tomate y algo de fruta. La verdad es que no fue tan duro como pueda parecer, soy un apasionado de la pasta, eso sí, el tema del café fue algo más arduo, parece ser lo único que me despierta y activa por las mañanas con lo que las horas matutinas se hacían algo más largas de lo deseable.

      Poco a poco, desde hacía un mes, decidí ir disminuyendo la cantidad de alimento que ingería para adaptarme a sobrevivir con poco. Iniciar un periodo de ayuno acostumbrado a comer mucho lo puede hacer aún más duro de lo que ya de por sí es, y era mejor evitar ese factor en la medida de lo posible.

      Regresé al hotel cuando ya había oscurecido. Me tumbé en la cama y recordé a lo que había venido, mañana empezaba la prueba y no tenía ni idea de cómo acabaría. Me invadió un cierto temor ante la sensación de estar solo en medio de la nada sin que nadie supiera que estaba allí. Solo yo podría cuidar de mí y mi vida. Mi familia vivía ajena a aquella experiencia que estaba a punto de iniciar, entre otras cosas, porque era mejor no preocuparles por un lado, y porque muy probablemente tampoco la entenderían por el otro. Supongo que me imaginaban con la mochila, viajando por el amplio y extenso Perú como un viajero más, pero aquella no era la razón de mi viaje.

      Cansado entre pensamientos, acompañado del ruido del ventilador, la realidad se fue desvaneciendo hasta quedarme dormido.

      Capítulo 2

      Primer día

      Eran las 7.30 de la mañana cuando sonó el despertador del móvil. La luz entraba por los cristales del balcón como si fuera pleno día y con la ilusión de un niño salté de la cama, recogiendo lo poco que tenía en la habitación. Por suerte recordé que llevaba una bolsa de basura, me serviría para guardar la ropa que se había ensuciado y cerrarla luego con un nudo para evitar la difusión de la pestilencia. Siendo sincero, me preocupaba que los demás lo identificaran con mi olor corporal, causando un rechazo grupal. Aproveché para una ducha con agua bien fresquita y liberarme así, de buena mañana, de la sensación pegajosa que ya empezaba a sentir. Por suerte, no toda la ropa se había mojado y pude ponerme algo de ropa limpia y seca que mi piel agradeció.

      En la entrada nos reunimos todos, como se dijo el día anterior. Observé que algunos llevaban maletas en las que parecían traer media casa, y me pregunté si eran conscientes de a dónde íbamos. Nos esperaban cuatro grandes vehículos todoterreno blancos y nos distribuimos como don Pedro indicó, cargamos las cosas y nos subimos agradeciendo que dispusieran de aire acondicionado. Yo viajaba con don Pedro que se sentó al lado del conductor. Isabel, un chico joven que dijo ser de Nueva York, y yo, estábamos en la parte trasera, relativamente cómodos por lo amplio del vehículo.

      El trayecto duró unas tres horas en las que recorrimos varios caminos llenos de socavones que nos hacían volar dentro del auto, como ingrávidos. Me pregunté de qué marca serían esos coches capaces de soportar cargas a esa velocidad y en esas condiciones. El conductor acompañó nuestro viaje cantando canciones típicas de la zona que sonaban en el radiocasete. Por suerte, no cantaba mal.

      Mi mente no tardó en abstraerse observando el trayecto que recorríamos y tomando consciencia de que, poco a poco, me alejaba del mundo que conocía para sumergirme en la verde espesura.

      Por fin llegamos a un recodo del río Amazonas. Descargamos los trastos y el chamán nos señaló que ayudáramos a bajar todo del maletero de los vehículos a unas canoas que nos esperaban. Observé que, aparte de las maletas había botellas grandes de agua, varias cajas de comida y unos sacos cerrados donde, por el sonido, deduje había gallinas. Los conductores se despidieron entre sonrisas y nos montamos en largas canoas, de unos 10 metros, con maderos transversales para que nos sentáramos a pares con nuestras pertenencias. En la parte trasera había un pequeño motor con un largo timón.

      No fue nada