Sergi Bel

El libro de Shaiya


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los colores cuando vemos algo.

      No daba crédito a lo que sentía, advirtiendo el olor de cada uno de los que allí estaba, su piel, la ropa, la esencia del humo del pacheco, los restos de ayahuasca que quedaban en el pequeño vasito dorado y cada uno de los tablones de madera del suelo. Mi mente se entretuvo en todas esas maravillosas experiencias hasta que sentí algo realmente extraño, los icaros de don Pedro me atravesaban. La densidad de mi cuerpo se había desvanecido en el aire y las ondas sonoras de sus cantos me atravesaban como si no fuera material.

      Dios, era una sensación increíblemente hermosa, como si en esencia yo fuera esas vibraciones que cruzaban armoniosamente el aire por donde viajaban. Era tan profundo mi sentir que perdí la noción del espacio y el tiempo, hasta que mi barriga se agitó de nuevo. Mi atención aterrizó al escuchar cómo algunos empezaban a vomitar. De pronto mis sentidos se centraron en cada vómito, en cómo cada arcada era producto de un dolor, una pena, una tristeza expulsados con violencia de un cuerpo doliente. No era un simple vómito, se vomitaban experiencias traumáticas liberando al individuo de ellas, llegándolo a percibir sin entender muy bien cómo, viendo flashes de aquello que supuestamente pasó. Poco a poco, como por contagio, los vómitos fueron aumentando en el grupo y un profundo olor amargo y desagradable penetró en mí provocándome una gran sensación de angustia que me inclinó rápidamente hacia el cubo.

      Era como si el aire se hubiera cargado de penas y dolores haciéndolo irrespirable. Me sentí algo desnudo al pensar que probablemente los demás percibirían lo mismo de mí que yo de ellos, pero mi interior se abrió como un volcán para inducirme tres potentes sacudidas que me liberaron de ese malestar, acabando en el fondo del cubo. El olor del recipiente era repulsivo y tragué saliva rápidamente en el vano intento de cambiar ese horrible sabor en mi boca.

      La verdad es que en ningún momento había sentido la necesidad de abrir los ojos, mis otros dos sentidos me ofrecían toda la información que necesitaba con respecto a lo que allí sucedía de una forma que nunca hubiera imaginado. Don Pedro hizo una pausa para encender de nuevo el pacheco. Pude escuchar los pasos de María e Inés entrando en la palapa y retirando los cubos de cada uno. La atmósfera fue cambiando y el olor a tabaco fue expandiéndose, impregnando todo el lugar y a todos nosotros.

      Don Pedro inició de nuevo un icaro, más rítmico y rápido. Sin saber de dónde surgió, una fuerte energía me envolvió densamente y sentí la sincera necesidad de ponerme a cuatro patas sin saber muy bien por qué. De nuevo, con los ojos cerrados, era capaz de notar la extensión de mi alrededor, el espacio que existía y ocupaba cada uno de los que allí había. Con solo centrar un poco mi atención hacia ellos podía notar sus vibraciones y sus dolores, su respiración los delataba y un ligero movimiento adquiría un gran significado. Podía oler literalmente su miedo. Llevado por esa increíble y poderosa sensación acentué mi respiración, exhalando e inhalando profundamente, produciendo una especie de rugido. La vibración de los presentes cambió, invadiéndoles el miedo. Era tan evidente y simple que mi excitación fue en aumento. A cuatro patas podía sentir cómo de forma natural movía una larga cola y no pude evitar la tentación de arañar el suelo con las uñas para producir un profundo escalofrío a mi alrededor. Se me hacía la boca agua con solo pensar en lo frágiles que eran. Me convertí en un increíble tigre negro que expandía la oscuridad y su fuerza a todos los que estaban allí. Excitado y abrumado por tanto poder empecé a golpear con fuerza el suelo de la palapa. Las ondas del sonido y la vibración del impacto se desplazaban por el aire y el suelo penetrando en todo y todos, asustándolos aún más.

      Podía notar mi pelo erizado, mis fuertes garras, mis potentes músculos y el movimiento de satisfacción de mi larga cola de un lado a otro. Se me caía la saliva de la boca al escuchar sus entrecortadas y temerosas respiraciones. Eran tan frágiles, vulnerables y apetecibles.

      —Deja de molestar a los demás y siéntate bien en tu sitio —dijo alto y tajante don Pedro dando un fuerte golpe al suelo.

      Sin abrir los ojos, giré mi cabeza hacia él. Una profunda sensación de desagrado ante aquella orden surgió en mí y estuve tentado de mostrarle a quién se dirigía ese simple humano. Una parte de mí accedió, y me senté otra vez para relajarme nuevamente. No tardé en abrir los ojos y, viendo mi entorno, entendí lo que había provocado; la oscuridad y la inquietud aún revoloteaban en el aire. Don Pedro inició otra pausa, cogió su pacheco, lo encendió, se levantó y vino hacia mí. Se puso de rodillas y empezó a soplarme el humo por todo mi cuerpo como si de una ducha se tratara, brotando una profunda tristeza desde mi corazón; había sido un egoísta que llevado por el orgullo hizo sentir a los demás lo que no merecían. De mis ojos surgieron unas cálidas lágrimas que resbalaron por mis mejillas. Don Pedro se levantó para regresar a su sitio e inició un nuevo icaro, esta vez acompañado de una maraca. Cerré los ojos y me fui relajando. Mi pelo negro se fue transformando en blanco, mis bigotes, mis orejas, mis pezuñas, mi cola, toda la fuerza del tigre negro se fue transmutando a los de un tigre blanco. Ante una fuerte e incomprensible necesidad, poco a poco, volví a reclinarme hacia el suelo procurando no hacer mucho ruido.

      De nuevo estaba de cuatro patas moviendo la cola, pero esta vez mi actitud y sentir era diferente. Escuché la naturaleza del corazón de todos los que allí había, de la que percibía cualquier intranquilidad o indicio de dolencia.

      Incomprensiblemente, de mi interior surgió la necesidad de realizar un largo y suave soplido que al tocarlos les ayudara a sanar. Si la sensación de la oscuridad había sido increíble, esta era inmensamente mayor. No había nada más hermoso que ayudar a los demás en sus problemas, ser bueno. Cada vez que soplaba notaba cómo el blanco de mi pelo adoptaba unas tonalidades más brillantes y doradas. Visualizaba en mi mente cómo ese soplido era de color dorado, penetrando hasta el corazón de ese ser, al igual que sucedió con el miedo, pero, en este caso, liberándolo de aquello que preocupaba o dolía.

      Entendí que una de las misiones que tenía en aquel lugar era la de proteger al pequeño grupo de cualquier intromisión externa de carácter oscuro que le pudiera dañar o perjudicar. El tigre blanco en el que me había convertido no solo era un sanador, sino también un protector.

      No sé el tiempo que pasó hasta que los icaros cesaron. Desde el suelo pude escuchar cómo cada uno se iba marchando a su palapa con la ayuda de María e Inés. Ya no quedaba nadie, solo don Pedro que acababa de recoger sus cosas y yo. Escuché sus pasos dirigirse hacia mí hasta que, una vez a mi lado, empezó a acariciarme la cabeza con cariño, mi larga y blanca cola mostró satisfacción, al tiempo que me susurró al oído «gracias» y se fue. Una enternecedora sensación de felicidad invadió todo mi cuerpo.

      Plácidamente relajado mientras escuchaba la selva conversar, el cansancio apareció y, sin darme cuenta, me quedé dormido.

      Capítulo 5

      El primer día de integración

      Cuando leí por primera vez sobre los animales de poder, siempre me identifiqué especialmente con el lobo. Su naturaleza solitaria, astuta, inteligente, observadora y majestuosa me hizo creer que manteníamos una especie de vínculo sagrado. Lo extraño de lo sucedido la noche anterior me demostró lo equivocado que estaba. Un tigre negro y un tigre blanco, el ying y el yang de un felino poderoso, la luz y la oscuridad revelados por virtud de la fuerza.

      La luz del sol empezaba a penetrar tímidamente entre las hojas y abrí los ojos interrumpiendo mis cavilaciones con el cuerpo dolorido por las horas durmiendo sobre el suelo de madera. No sé exactamente cuánto estuve allí, ni qué hora era, pero estaba empapado en sudor, notando cómo mis sentidos permanecían aún agudizados. Me levanté sin dificultad y, tras ponerme las botas, regresé a mi sencillo hogar en medio de esa espesura de vida.

      Las plantas y los árboles lucían más brillantes que nunca y sus vívidos colores resplandecían al sol. Los sonidos de la selva expresaban un hermoso estado de felicidad y armonía ante el nuevo día. No había quejas, ni dolor, ni pesar, solo alegría y agradecimiento que, poco a poco, me envolvió en un intenso gozo. Paré y respiré profundamente al tiempo que una plenitud inexplicable me llenó por dentro. Sonriente, proseguí mi trayecto hasta que un fuerte olor pútrido y agrio