Sergi Bel

El libro de Shaiya


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      Noche en compañía

      Ya no quedaba nadie en la palapa cuando desperté. Era de noche y solo algunos velones del círculo que colocó Raúl aún iluminaban en medio de la oscuridad.

      Decidí que para regresar lo haría con una de aquellas velas; a oscuras, sería un total despropósito con alta probabilidad de final trágico. Intentando orientarme cuidadosamente, despacio, fui recorriendo el caminito embarrado de regreso a mis aposentos por llamarlos de alguna forma. Lo cierto es que no había duda de la proximidad de mi mochila en la bolsa de ropa; más que ver el trayecto con los ojos, lo olía como un sabueso hacia el lugar al que la podredumbre me llevaba. Por suerte, no tardé mucho en llegar porque varias veces me invadió la sensación de que alguien o algo me observaba, produciéndome un estado de intranquilidad y presteza por ubicarme en una zona más elevada del suelo.

      Dispuse el velón encima de la mesa y busqué la bolsita en la que tenía la pequeña linterna frontal que compré justo antes del viaje, imaginando alguna situación como aquella. Regulé nuevamente la goma y me la puse recordando que tenía dos posiciones, una con luz blanca y otra con luz roja. Me era francamente cómoda y útil. Me desnudé en un intento de sentirme un poco más fresco, incluso de noche la humedad es terriblemente insoportable y pegajosa.

      Estaba seguro de que ya era muy tarde y a pesar de no saber la hora, los grillos, chicharras, ranas, titís y monos aulladores, acompañados por algunos destellos de luz de luna filtrado entre la arboleda, me indicaban que ya no faltaba mucho para que amaneciera. Era momento de acostarme y, reclinándome, enfoqué sin querer parte del techo de hojas de la palapa que me cubría encima de mi cabeza. Al moverse la luz por ellas, unos destellos brillantes surgían de la nada, cambiando su tonalidad al cambiar yo de luz blanca a roja. Mirara por donde mirara, aparecían por decenas como si de una decoración navideña se tratara y sorprendido me acerqué a contemplar con atención qué era aquello.

      Un escalofrío recorrió mi cuerpo al percatarme de que eran enormes arañas a las que les brillaban los ojos por efecto de la luz. A simple vista pude deducir rápidamente que encima de mi cabeza habría unas cien tirando muy pero que muy corto. Eran peludas y negras, de unos diez centímetros de diámetro, que asomaban en medio de las hojas sobrepuestas como techo.

      Rápidamente abrí la mosquitera tirándome en el colchón aún húmedo y maloliente, procurando que ninguna parte de mí estuviera en contacto con la fina tela blanca que me separaba del exterior. Nunca he tenido miedo a arañas e insectos, pero aquello era excesivo teniendo en cuenta las circunstancias y el lugar donde me encontraba. Me acurruqué como una bola mientras el colchón se molestaba en recordarme con cada inhalación mi naturaleza humana.

      Intentando no pensar en nada de todo aquello, con cierto miedo, asco y temor, acabé cayendo en una especie de sueño intranquilo que me alejó de allí.

      Capítulo 7

      La segunda ceremonia de ayahuasca

      Los gritos de un grupo de monos que parecían estar dentro de mi cabeza me despertaron súbitamente. Por la intensidad de la luz pude deducir que ya era pleno día y, a pesar de ello, seguía estando aún en posición fetal. Como buenamente me fue posible, con medio cuerpo dormido y el otro medio dolorido, conseguí salir de la mosquitera. Sin darme cuenta, en un acto casi inconsciente, observé si mis compañeros de habitación seguían por allí. Parece ser que por el día prefieren la parte superior de las hojas y suspiré algo aliviado. Noté que mi olor había perdido frescor por contacto del colchón y decidí regresar al riachuelo a lavarme de nuevo.

      Hoy celebraríamos la segunda ceremonia de ayahuasca y tenía que estar centrado en el trabajo. Había un nuevo manojo de hojas en la mesa y al cogerlas me di cuenta de que eran diferentes. Estas eran alargadas, de un tono verde apagado, con un aroma mucho más fuerte. Bebí un poco del brebaje rojo, que parecía gritarme de impaciencia, deslizándose por mi garganta con sorprendente ligereza a pesar de ser muy poco agradable. Entendí que mi cuerpo estaba completamente vacío y cualquier ingesta era gratamente recibida. Lo sorprendente era que, a pesar de esta sensación, cada día desde la llegada había tenido que visitar el agujero negro para aliviar mis intestinos.

      Desnudo y descalzo, pisando con cuidado, regresé por el caminito hacia el fresco arroyo. Me sitúe en el mismo lugar del día anterior, frotándome con fuerza las hojas en la piel; el olor era mucho más agudo, con unos tonos muy fuertes a raíz y tierra. Esta vez mi cuerpo pareció absorber esas esencias apreciando una especie de armonía con todo el entorno. Centrado en restregarme bien las quebradizas hojas, un fuerte zumbido se me acercó por la espalda. Sorprendido y asustado, me giré bruscamente encontrándome cara a cara con un hermoso colibrí azul brillante que revoloteaba de un lado a otro a velocidad asombrosa. Fascinado por la increíble belleza de ese admirable ser, me entretuve un buen rato con sus maniobras aéreas y su delicadeza al sorber el néctar de unas coloridas flores que asomaban al borde del agua. Estiré mi mano con la vana esperanza de que se acercara, pero en dos zigzagueos desapareció entre la vegetación, tan rápido como había aparecido.

      Sentí que la selva me mandaba un guiño de confianza al ofrecerme ese espectáculo.

      Regresé, aunque justo dos minutos después de salir del agua ya estaba de nuevo húmedo y sudoroso. La luz solar iba y venía, aumentando súbitamente y apagándose, al igual que los golpes de bochorno. Era evidente que estaba nublado y que sin duda iba a llover. El trabajo de la noche sería duro y decidí, temeroso por lo que pudiera pasar, guardar fuerzas estirado en la hamaca donde, balanceándome, quedé traspuesto entre calores.

      Desperté súbitamente cuando mi corazón me zarandeó de forma brusca al escuchar el sonido del cuerno. Recogí el verde traje del improvisado tendedero de ramas, lo examiné bien no fuera el caso que tuviera algún habitante inesperado, me lo puse y recorrí nuevamente entre dudas el trayecto a la casa de las ceremonias. Estaba completamente nublado y más temprano que tarde llovería.

      Me senté en los dos escalones de la entrada para sacudirme los pies mientras algunos de los participantes iban entrando. Nuestros saludos eran fugaces al igual que nuestras miradas, creo porque era mejor evitar mucha complicidad en un proceso como ese. Me coloqué en el que ya parecía por asignación ser mi sitio observando que faltaban otros dos asistentes.

      El último en entrar fue don Pedro que iba acompañado del joven nativo Raúl, cargado de objetos para realizar el trabajo. Cruzaron en silencio y sentándose, extendieron un paño naranja donde fueron disponiendo encima los enseres en unas posiciones que parecían ya predeterminadas. Cuando estuvo todo preparado, en un acto casi reflejo, levanté la mano. Don Pedro me miró e indicó que hablara.

      —He estado reflexionando y quería ante todo pedir disculpas por lo sucedido en el anterior trabajo de ayahuasca. Abrumado por un poder que desconocía me dejé llevar por él, molestando con mi egoísmo al conjunto del grupo. Lamento profundamente cualquier mala sensación que ello os haya provocado, así como espero y deseo me perdonéis por mi ignorancia y falta de respeto. Sinceramente, os pido perdón.

      A pesar de no estar seguro de que me hubieran entendido con toda la claridad que deseaba, por mi limitado inglés, la mayoría asintió con la cabeza en actitud de satisfacción y agrado.

      No tardó don Pedro en iniciar sus icaros, al tiempo que se abría la ceremonia. Con su pacheco y el vasito dorado, fuimos bebiendo por orden el líquido sagrado. Esta vez el sabor era mucho más pronunciado y con solo tragarlo mi cuerpo de nuevo se estremeció en un frío espasmo que me recorrió de pies a cabeza. Intenté desesperadamente producir un poco de saliva para poder tragar los restos en mi boca y abandonar cuanto antes ese vomitivo sabor, percibiendo cómo su textura descendía arrastrándose por mi esófago hasta el estómago. Angustiado, me fui relajando, inhalando y exhalando con suavidad mi respiración, centrándome en deshacer toda mala sensación que me invadiera.

      Poco a poco, los silbidos de don Pedro fueron tomando protagonismo y forma en el aire, envolviendo todo el espacio de colores esencialmente musicales. De nuevo, mágicamente, las notas empezaron a atravesarme, como si mi cuerpo estuviera compuesto de éter. Esta vez, reconociendo el proceso me