Sergi Bel

El libro de Shaiya


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acercaran más de lo debido, en otros para aparearse. Otros sencillamente cantaban agradeciendo a la vida el momento presente de felicidad y alegría.

      Mis oídos discernían y aislaban del resto cada uno de ellos, por grupos y especies, como un zoom auditivo.

      Vi que por encima de ese plano residía otro más amplio en el que el conjunto de sonidos formaba como una gran orquesta filarmónica. Existía un entendimiento superior que parecía dirigirlo todo a través de su sutil voluntad. Entendí la profundidad de las palabras de don Pedro sobre el conocimiento de los procesos sagrados por todos los seres, esa fuerza superior los dirigía y sus «hijos» nunca osarían perturbarlos en forma alguna.

      La majestuosidad de la sinfonía de la naturaleza se me mostraba plenamente en cada uno de sus aspectos. Permanecí embelesado, maravillado por la cantidad de vida y consciencia que sentía en cada uno de esos cánticos. Mis oídos se centraron en un ruido grave de fondo que venía de lejos y que fue poco a poco magnificándose.

      El resto de sonidos variaba a medida que aquel se acercaba, hasta que identifiqué la lluvia cayendo sobre la arboleda. Del impacto de las gotas sobre las hojas surgía un extraño lenguaje en el que vislumbré fascinado un canto de agradecimiento a las nubes llenas de agua. Toda la vegetación reverenciaba los entes celestes que las cuidaban y alimentaban con esa bendita agua. La alegría de todas las almas era evidente, se respiraba en el ambiente hermosa felicidad.

      La lluvia cesó al igual que los cantos y una brisa húmeda me acarició el rostro, dulcemente, como si quisiera llamar mi atención. Abrí los ojos para ver qué era y noté que los sonidos recobraron de pronto el aparente caos inicial.

      Lejos de la entrada asomaba una extraña forma que no conseguí ver con claridad. Mis pupilas se dilataron cuando el sol reflejado en las hojas dibujó un rostro femenino que me sonreía. La Madre Naturaleza, la Pachamama, se mostraba ante un simple hombre como yo. Los brillos del sol bailaban al son del agua, mostrándome una hermosa y cariñosa sonrisa cuyo calor irradió por mi plexo solar. Era esa consciencia maternal que todo lo cuida cariñosamente y de cuyo amor las flores florecen como presentes a la vida. Era una imagen increíble producida por la conjunción de una infinidad de factores, algo inconcebible e imaginable, pero allí estaba, hermosa como ninguna.

      Agradecido por el regalo, con el corazón rebosante de emociones y asombro, mis ojos se humedecieron hasta que las lágrimas cayeron por mis mejillas de tanta gratitud.

      La sonrisa del rostro se acentuó cuando el estómago me aguijoneó y, de golpe, salió algo de mí que cayó al fondo del cubo. Miré de nuevo, pero la hermosa aparición había desaparecido con los brillos del sol.

      La noche cayó mientras los icaros de don Pedro se sucedían. El grupo parecía tranquilo, algunos dormían, y yo debía de estar traspuesto cuando una extraña sensación me envolvió. Sin moverme, empecé a sentirme ingrávido, sin constancia del peso de mi cuerpo; no sentía los maderos del suelo, tampoco mi respiración. Parecía diferente a la sensación que experimentaba con la música, me sentía muy liviano, como si hubiera abandonado algo. Al abrir los ojos vi que estaba a unos tres metros del suelo, boca abajo, observando una imagen inquietante. En un círculo, unos encapuchados unidos por un lazo de luz contemplaban preocupados una esfera azul en el centro.

      Aunque una parte de mí sabía que éramos nosotros y que la luz de las velas era el lazo que nos unía, reconocí en la esfera azul la imagen de la Tierra. Una emoción inmediata me hizo entender la responsabilidad del hombre sobre su planeta y habitantes, junto a la delicada situación en la que se encuentra.

      No pude evitar sentir gran tristeza por la inconsciencia con que tratamos un mundo tan increíblemente hermoso y mágico, avergonzándome de la especie a la cual pertenecía. Sin darme cuenta, en un parpadeo, de nuevo estaba en mi sitio, aunque con una sensación agridulce por la percepción descrita.

      Raúl se levantó para apagar las velas a pesar de que ya era negra noche y don Pedro nos señaló silencioso que miráramos lo que sucedía en el centro de la palapa. Se veía revolotear un pequeño ser que desprendía destellos de luz. Al rato fueron dos, después tres, cuatro, cinco. Todos se encendían y apagaban al unísono como si se llamaran entre sí.

      Eran unas preciosas luciérnagas que nos acompañaban en nuestro trabajo, dibujando un baile de luces que nos dejó hipnotizados. Don Pedro reinició los icaros al que las luciérnagas se unieron danzando por el aire en un espectáculo de belleza difícil de expresar.

      Mi ser, agradecido y agotado, se fue abandonando hasta quedar plácidamente dormido acompañado por ese maravilloso regalo de la Madre Naturaleza.

      Capítulo 10

      El tercer día de integración

      Al abrir los ojos recordé a don Pedro cuando en el hotel nos dijo: «Las dietas chamánicas hay que vivirlas en soledad, por ello la mayor parte del proceso debe realizarse evitando en lo posible el contacto con terceros; pues esto produciría lo que definimos como interferencia o contaminación de la propia experiencia. El hecho de hablar o interactuar con otro individuo que está en el trabajo, acostumbra a producir una distorsión en el propio, ya que cada uno tiende a proyectar sus propias experiencias, buenas o malas, induciendo involuntariamente un condicionamiento o perturbación en el proceso del otro».

      La soledad debe ser nuestra mayor compañía durante estos días, para favorecer la exploración interior, realizándola apartado del resto y en silencio.

      No era pues, de extrañar, mi sensación de constante abandono y la de despertar siempre en soledad y aquella mañana no fue excepción cuando la luz penetró por mis retinas. Volver a la realidad era como regresar a una pesadilla, pasando de un estado hermoso y agradable a otro muy doloroso e incómodo, como ascender a los cielos para caer a los infiernos.

      Ese malestar me indujo de nuevo una sensación de rabia e impotencia que afloraba por los poros de mi ser. Estaba cansado de todo aquello y de la lucha que mantenía con mi cuerpo. El aparente abandono al que me veía sometido en todos los sentidos me empezaba a desgarrar por dentro, sintiéndome como un animal enjaulado que intenta escapar con todas sus fuerzas. Un pensamiento lúcido surgió en medio de aquel estado, cuanto más sufría mi cuerpo, más trascendente era la experiencia que vivía. Entendí por qué a lo largo de la historia los grandes maestros de todas las culturas y religiones se han sometido, en su búsqueda, a largos periodos de ayuno en lugares solitarios y recónditos. Hay que purificar el cuerpo para trascender e iluminarse.

      Nuestra parte física no deja de ser un lastre que nos ancla al plano material, hay que debilitarla a su mínima expresión para hacer aflorar nuestro lado espiritual y así ascender a la superficie de nuestra esencia.

      Aunque aquello sonaba muy bien la rabia me seguía invadiendo, surgiendo la incertidumbre de si con todos esos conocimientos conseguiría ser más feliz. Para qué me serviría todo aquello que vivía y a dónde me llevaría. Ser más consciente de todo, despertar, a veces significa sufrir más. Contrariado, sucio y débil me arrastré hasta la entrada para coger el bastón que en silencio esperaba mi carga. Sentado, decidí darme unos minutos hasta calmarme contemplando la naturaleza que me rodeaba, con su incansable deseo por vivir. Bajo mis pies, un gran grupo de hormigas seguía sus labores, ajenas a mi presencia y pensamientos. Probablemente me hubieran dicho que en su lugar no hay tiempo para esa clase de reflexiones, que la vida es mucho más simple.

      Me agité el pelo en un intento de alejar toda esa negatividad que me abrumaba para iniciar mi regreso de la gran palapa.

      El camino se me hacía cada día más largo, los pasos más lentos y las botas más pesadas. Suerte que el bastón, fiel amigo, me ayudaba en el tránsito por aquella situación tan delicada. Suspirando y cansado acabé alcanzándolo para mirar con recelo el mal olor que seguía desprendiendo la bolsa con la dichosa mochila.

      En la mesa habían repuesto el zumo y las hojas, las mismas del día anterior. Me bebí el zumo casi entero dándome cuenta de que mi cuerpo lo ingería desesperado, llevaba seis días sin comer nada mínimamente sólido. Mi mente parecía haberse aplacado un poco y, para calmarme,