Sergi Bel

El libro de Shaiya


Скачать книгу

di cuenta de que de mi piel salía un ligero brillo anaranjado claro. Más sorprendido aún, dejé el cubo y empecé a observarme. La vibración continuaba y la totalidad de mi cuerpo se encontraba envuelto de esa luz etérea que identifiqué rápidamente como el aura.

      Al levantar la vista mi sorpresa fue mayúscula, pues todos los participantes desprendían su propio color áureo, diferentes tonos y brillos de verdes, azules, rojizos, amarillos… Era majestuoso contemplar a todos esos seres rodeados de hermosos colores. Algunos tenían halos más amplios y brillantes que otros, centrándose mi atención en un hombre mayor, de pelo y barba blancos que estaba sentado a la izquierda de don Pedro. Sus tonos eran de un intenso dorado, un color oro que brillaba casi un metro alrededor de él, similares en intensidad a los de don Pedro, que eran de hermosa tonalidad violácea. Ciertamente quedé algo decepcionado con mi escueto naranja ante la majestuosidad de colorido que presentaban otros, evidenciando que tenía mucho que aprender y crecer para poder mostrar un aura de aquellas características.

      Un susurro me dijo algo por mi derecha que no conseguí entender, volteando mi cabeza vi a Isabel, que desprendía unos increíbles destellos verde-amarillentos, aunque en la zona de su pecho izquierdo veía con claridad un pequeño círculo oscuro de unos diez centímetros que carecía de todo brillo y vida. De pronto, vi cambiar su rostro sereno para realizar una mueca y coger el cubo para vomitar. Algo surgió también de ella y lo vi claro cuando se volvió a poner erguida, el círculo oscuro ya no estaba. Miré mi barriga dándome cuenta de que ya no sentía ese vacío, parecía haberse transferido también al fondo del cubo.

      Noté algo a mi derecha que hizo que me girara de nuevo. Don Pedro me miraba fijamente. Al centrarme en sus ojos, estos se desvanecieron entre una bruma. No veía nada, solo dos llamas violeta rodeadas de una especie de neblina. En la zona de mi pecho reapareció esa profunda sensación de calor. La bruma desapareció cuando don Pedro dejó de mirarme, aunque algo me decía que siguiera contemplándole. Comencé a percibir cómo su rostro cambiaba, muy lentamente, para convertirse en otro ser completamente diferente. Tenía rasgos orientales, vestía una túnica naranja y su piel era amarillenta, el aura aún mayor y sus destellos más potentes, anaranjados. Tras unos instantes, de nuevo su rostro volvió a cambiar suavemente, adquiriendo los rasgos de un hombre negro, vestía toga morada, y esta vez el aura era mayor, chisporroteando rojos y amarillos sobre una gran aura violeta. Nuevamente, ante mi incredulidad, surgió otro rostro, este de tez pálida, ojos azules y rubio, con manto rojizo. El halo era rojo también, aunque todos los colores surgían espontáneamente entre destellos. Los ojos me dolían como si se estuvieran esforzando en ver más allá de lo común, en ver una realidad más lejana y profunda. A pesar de ello, decidí no parpadear por temor a perder la experiencia que estaba contemplando, procurando permanecer estático. La última forma humana se desvaneció surgiendo tras él un perfil oscuro que no podía acabar de ver. Descifraba su contorno y claramente no era humano por el gran tamaño de su cabeza y sus aparentes rasgos, aunque sí humanoide, tenía dos brazos y dos piernas. No era capaz de ver tampoco halo ni color, por mucho que me esforzara, no podía dilucidar qué era lo que había detrás de esa figura. Tuve la sensación de que sencillamente esa información me era vetada y, por algún motivo que desconocía, no podía acceder a ella. Aunque reconozco que esa forma era algo perturbadora y extraña, en ningún momento me produjo mala sensación, más bien al contrario, yo quería ver, pero no me era dado. Con los ojos completamente doloridos parpadeé y de nuevo allí estaba don Pedro, como si nada, girando su cabeza para mirarme mientras silbaba sus icaros. Las auras y halos se habían desvanecido recuperando el entorno sus matices nocturnos.

      Don Pedro, sin parar de silbar, se acercó para sentarse justo frente a mí mientras yo lo seguía con la mirada. Raúl le acercó una botella amarilla de la que, tras susurrarle algo, sorbió un poco que agitó en la boca y lo vaporizó en un fuerte soplido por encima de mi cabeza, pecho y piernas. Un fuerte olor a limón invadió mi cuerpo, produciéndome una extraña sensación de frescor que me revitalizó. Al mirarme de nuevo sus ojos desprendían un brillo violeta, el mismo que había visto en su halo. Era realmente increíble y en mí surgió una sincera sonrisa por serme dado ver todo aquello. Don Pedro levantó su índice y lo dirigió a mi frente, cuando la tocó, algo recorrió mi cuerpo produciéndose un estallido blanco en la mente, entrando todo mi ser en una cálida, tranquilizadora y pacífica oscuridad que abracé plácidamente.

      Capítulo 12

      El cuarto día de integración

      —Sergi, Sergi, despierta… Sergi, Sergi…

      Una vez más, mis ojos al abrirse se anclaban en el techo de la gran palapa.

      —Sergi, Sergi… ¿estás bien?

      Giré levemente la cabeza, era el rostro sonriente de Isabel que atentamente me miraba. Estaba claro que no parecía estar en el mismo mundo que yo. Su cara emanaba frescura, paz y tranquilidad inversamente a mi sensación de regreso a la realidad.

      —Sergi, don Pedro dice que los días que restan te ayude en los traslados, aunque no podemos hablar, a menos que sea imprescindible —enfatizó Isabel.

      Me sorprendió que don Pedro permitiera esa injerencia, aunque probablemente era debido al propio proceso evolutivo que cada uno de los dos tenía que recorrer. Quizá sentirme acompañado en mi caso, y en Isabel expresar su necesidad de ayudar al prójimo. Era evidente que todo mostraba un sentido, aunque yo, en mi desconocimiento, quizá no era capaz de verlo.

      —Vámonos a tu tambo —me dijo con voz cálida.

      Dolorido, me incorporé para dirigirme a mi bastón fiel en la entrada. Me puse las botas e Isabel me agarró fuertemente por un brazo al tiempo que con el otro me apoyaba en esa suerte de improvisada muleta. Un fuerte sol asomaba por el bosque y deduje que sería mediodía, aunque, la verdad, me importaba bien poco. Despacio, con dificultad, subimos la cuesta hasta aproximarnos a la pequeña y esquelética estructura de madera que me cobijaba. En la mesa de nuevo, las hojas, el té y un plato con un poco de arroz acompañado de plátano macho. Mi estómago pareció alegrarse de esa visión hasta que una ligera brisa me insufló el pestilente olor de la mochila en la cara y una potente rabia surgió de mi interior. Con un gesto brusco me despojé de Isabel.

      —Cálmate, Sergi, no te enfades, ahora tienes que comer aunque tu cuerpo y tus sentidos lo rechacen. Has de discernir entre aquello que tienes que hacer y aquello que quieres hacer.

      Sus palabras me sorprendieron y la miré fijamente. Nuevamente sonreía como si de una forma u otra ella ya hubiera transitado por ahí y me comprendiera plenamente. Vestía toda de blanco y por el cuello asomaba tímidamente una fina cadena de oro con una cruz. Cuidadosamente me ayudó a sentarme ante la mesa mientras su mirada se centró en la bolsa de la mochila que asomaba entre la vegetación.

      —No te preocupes, me la llevaré.

      Era como si me hubiera leído el pensamiento, aunque quizá era evidente lo que pasaba por las expresiones desencajadas de mi rostro.

      —Siéntate y, por favor, esfuérzate en comer un poco.

      Me decía esto y al moverse la cruz se balanceó, produciendo un destello dorado que me cegó momentáneamente. No entendí muy bien de dónde salió ese brillo, ella estaba conmigo a la sombra del tambo, lo más probable es que sencillamente me lo había imaginado.

      —Hoy mejor quédate aquí y descansa. Mañana vendré por la mañana para ir al riachuelo a purificar tu cuerpo con las hojas.

      Cariñosamente se acercó y me besó tiernamente en la cabeza como si de un recién nacido se tratara, bajó del tambo y su blanca vestimenta desapareció por el caminito. Me di cuenta de que se había dejado la mochila y maldije mi suerte, tendría que seguir respirándola hasta la mañana siguiente. Sentado frente al maloliente plato que tenía ante la nariz, sin las más mínimas ganas de acercarme nada a la boca, recordé lo que me dijo Isabel y con asco cogí el plátano para comer un poco. Olía muy mal y sabía peor. Su textura era pastosa y tuve que ayudarme del brebaje para tragarlo.

      Entre arcadas, me comí casi medio, el arroz ni lo probé.