cabeza en señal de reverencia ante todo lo que me había ofrecido.
En ese espacio, en ese lugar, sentí que existía una conexión, un pacto anterior a la vida, con todos y cada uno de ellos, que nos unía de una u otra forma. Era algo ya tejido de antemano para que fuera lo que tenía que ser, y para que cada uno estuviera donde tenía que estar. De la nada, en medio del camino, surgió ante mí un ser sin una forma definible. Era una especie de estructura humana brillante con preciosos destellos dorados, pero sin rostro ni rasgos corporales concretos. Se acercó y se sentó a mi lado, al hacerlo me abrazó. Una indescriptible sensación de felicidad abrió mi corazón de par en par, no pudiendo evitar empezar a llorar desconsoladamente. Mi alma gemela, aquella con la que transitamos por los mundos y las vidas de forma conjunta para aprender, me acababa de abrazar.
Desde pequeño, a lo largo de mi vida, siempre había sentido en mi corazón una incomprensible sensación de soledad y vacío. Ahora, en ese preciso instante, entendí que aquella extraña emoción era consecuencia de que mi alma gemela aún no se había encarnado en este mundo como yo. Esta separación entre dimensiones era lo que me angustiaba. De nuevo, como sumergiéndose en mí, susurró en mi interior algo que me desvelaba un conjunto de certezas cuyo origen o procedencia era difícil saber.
En ese susurro, sin saber cómo, me reveló que su nombre era «Shaiya» y que en esta vivencia nacería como mi hija. Yo había encarnado antes para poder aprender y recopilar personalmente la máxima información posible sobre este mundo, su funcionamiento, estructura, sociedades, costumbres, leyes, actitudes, pensamientos…, tanto desde la perspectiva convencional como, sobre todo, desde la perspectiva espiritual.
Adoptaría para ello una actitud plenamente autodidacta y de autodesarrollo para luego poder ofrecérselo de la forma más adecuada a ella. Yo dedicaría mi existencia a aprender para poderle enseñar, en un intento de favorecer y potenciar su desarrollo como individuo en este mundo.
Aunque almas gemelas, cada una transitaría su camino y lo pactado, no implicaba que tuviera que ser forzosamente realizado. Aun así, aquella sería otra de mis misiones de vida y la esencia por la cual, de una u otra forma, me movería por ella.
Me quedé algo estupefacto porque todo aquello iba acompañado de una profunda certeza que me hacía imposible la simple idea de pensar que fuese imaginado o creado por mí en forma alguna. Nada más me fue desvelado, y de la misma forma que había venido, regresé a la sensación de la amatista en las manos con mi cara empapada en lágrimas.
No tardé en abrirme a la sensación de que aquella vivencia venía relacionada con la de las imágenes surgidas del flash la noche anterior, pues supuse que parte de la información a transmitirle a mi futura hija también residía allí. Recordé que curiosamente siempre supe que tendría una hija, ya que desde bien pequeño alguna vez se lo comenté a mi madre, aunque nunca entendí muy bien de dónde surgía tal pensamiento.
Mi mente se relajó al observar que por ahora seguía estando soltero, con lo que aún tendría mucho tiempo para desarrollarme y ver si en el futuro aquello se plasmaba en una realidad o se quedaba en una bonita alucinación.
Feliz y algo aliviado, seguí disfrutando del arte instrumental de don Pedro y de la presencia de varias luciérnagas danzantes hasta el final de la ceremonia. María e Inés, amables y silenciosas, me acompañaron al tambo donde no tardé en dormirme.
Capítulo 15
La ceremonia final de ayahuasca
Al abrir los ojos, una profunda sensación de felicidad me embargó, aquel sería el último día de trabajo y eso significaba el principio del fin de mis penurias. Me parecía imposible imaginarme en unos días de nuevo caminando por las bulliciosas calles de la gran Lima. Aquella imagen me parecía tan lejana y distante como si formara parte de un profundo sueño en una noche olvidada en el tiempo.
Mi estado anímico me dio una dosis de fortaleza ante los lamentos de mi cuerpo para sentarse a la mesa. Lo extraño es que aquella mañana no había nada en ella y, la verdad, no me importaba mucho. Apoyado en ella, enajenado, fui divagando por los recuerdos de todas las extrañas experiencias vividas en aquel lugar.
A lo lejos, vi aparecer una forma que rápidamente identifiqué: don Pedro. Sorprendido por la inesperada visita, raudo me puse los maltrechos pantalones ceremoniales. Parecía llevar algo blanco entre sus manos que no logré identificar a primera vista.
—Buenos días, Sergi —dijo en tono cordial—. Vengo a visitarte por dos motivos: El primero, agradecer y felicitarte por el profundo esfuerzo realizado en cada trabajo, a pesar de las dificultades en las que te encuentras. Estás haciendo una labor muy loable y, sin ninguna duda, obtendrás tu recompensa. El segundo motivo, entregarte una vestimenta especialmente elaborada para ti. Es una ofrenda que regalamos a cada uno de los presentes en la última ceremonia para cerrar así el trabajo. Esta ceremonia es un tanto especial ya que se realizan dos experiencias en ella. Has trabajado muy bien y no tienes de qué preocuparte, solo queda el último tramo, lo más difícil ya pasó. Debo decirte también que hoy guardaremos ayuno completo. Te dejo las hojas para que te limpies bien y te vistas con la ofrenda.
Mi cabeza asintió sin saber exactamente qué significaba aquello, me entregó la prenda con las hojas y con una agradable sonrisa se despidió. Mi alegría se evaporó ante la idea de un doble trabajo; no sabía si sería capaz de soportarlo y una sensación de angustia empezó a recorrer mi cuerpo. Me sentía muy asustado. Notaba mi fuerza corporal absolutamente deteriorada y mi mente fracturada hacía días. Aquello era mucho y empecé a ponerme realmente nervioso ante la situación que se avecinaba. Cogí la prenda de ropa blanca y la abrí para contemplar qué de especial tenía.
Quedé anonadado al ver que era una especie de poncho en el que habían bordado a mano la cara de un tigre blanco en el pecho. Quien lo hizo era muy diestro y la belleza del diseño espectacular. Mezclaba trazos rectilíneos con otros de gran perfección que le concedían un aire ancestral. Fue una gran sorpresa y poder imaginar que realizaría el trabajo con aquella imagen en el pecho me reconfortó. No sabía muy bien a qué recurso había recurrido don Pedro para relacionar la naturaleza de esa imagen conmigo, aunque en su momento me disculpé ante el grupo por mi actitud, en ningún caso expliqué a nadie lo vivido en aquella ceremonia. Don Pedro de nuevo me sorprendía con sus dones y capacidades.
«Lo peor ya ha pasado», me repetía como si fuera un mantra. El recuerdo de lo que me dijo me fue animando, abandonando poco a poco la amarga sensación de miedo y temor.
Isabel no tardó y deduje que don Pedro la había avisado de que yo estaba disponible. De nuevo me acompañó con su cariño y dulzura que tanto bien me hacían.
En el riachuelo, las hojas parecían estar llenas de pura tinta; al limpiarme con ellas mi cuerpo fue quedando verdoso. Por suerte, era un verde tenue, pero quedaba patente que no era el tono natural de la piel. A la espera de Isabel, mi cuerpo no tardó en sentirse revitalizado; de las zonas más verdosas notaba cómo emanaba una especie de calor más que físico, energético. La sensación era parecida a como si mi cuerpo se alimentase, pero no por la boca con comida, sino a través de la piel con aquella tintura. Curiosamente, a medida que esto sucedía, la tonalidad verdosa se desvanecía recobrando mi piel su tonalidad normal, lo que me tranquilizó ante la perspectiva de aparecer en la gran palapa como una especie de ser verdoso.
Sin darme cuenta, de nuevo estábamos camino del tambo y, una vez allí, algo nervioso, cogí el ponche y me lo puse a la espera de iniciar la última ceremonia.
Isabel se fue, regresando de nuevo cuando el cuerno sonó. Vi que su dibujo era el de un colibrí azulado.
—Es precioso —le dije sonriendo, al tiempo que me agarraba a ella.
—Gracias, Sergi, igualmente tu tigre blanco —respondió con su enternecedora voz.
El camino se hizo corto, quizá por mis prisas en acabar con todo aquel periplo. Sorprendido al entrar, me fijé en que don Pedro tenía una gran rana de madera sobre el tapete ceremonial que disponía siempre ante sí. Todos llevaban sus vestimentas blancas con diferentes