Sergi Bel

El libro de Shaiya


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que de mis ojos cayeran unas lágrimas.

      Por mi cerebro cruzó una agradable y relajante sensación de frescor, seguida de una vibración que se desplazó de la cabeza a los pies. Noté mi mente liberada de toda tensión interna, abriéndose a un estado más amplio, más extenso y al mismo tiempo con una visión más centrada y profunda de cada pensamiento. Era como si al destensar sus capacidades, estas se canalizaran con mayor intensidad y fuerza. Todo estaba mucho más claro y sencillo.

      Surgió en mí un profundo silencio interior, un silencio de sentida escucha y comprensión de todo lo que sucedía en mi entorno, sin necesidad de mediar palabra o pensamiento. Las preocupaciones y temores se habían desvanecido en el amplio silencio. Apareció en mí la claridad de que, aunque todo allí había sido muy duro y difícil, lo vivido tenía un sentido que descubriría poco a poco con el paso del tiempo.

      Por mi nariz empecé a tener la sensación de que moqueaba, observando al limpiarme que el polvo se había mezclado con mucosidad y que, finalizado su proceso interno, se deslizaba fuera de mí. Un sabor agrio me invadió la boca mezclado con mucosidad, que escupía, respirando mucho mejor por la nariz. Aunque, a priori era desagradable, en el fondo tenía la sensación de estar limpiándome de una forma diferente como nunca lo había hecho antes.

      Anochecía y de nuevo Raúl dispuso velones por la palapa. La luz cálida de las velas en su bailar acompañando a todos, vestidos de blanco impoluto, configuraba una escena realmente hermosa. Yo formaba parte de aquella imagen y me alegró vivir ese instante.

      Esperamos relajados largo tiempo hasta que don Pedro empezó a preparar el tapete con los típicos ornamentos de la ceremonia ayahuasquera. Sacó una botella diferente de las veces anteriores, decorada con variedad de minerales incrustados en ella y, cogiéndola con visible cuidado y cariño, dijo:

      —Esta ayahuasca tiene quinientos años de historia y solo la empleamos para el trabajo final de cada grupo, es la bendición que la madrecita os ofrece en reconocimiento al esfuerzo realizado en este camino.

      Abrió el tapón y dijo algo a su interior. Cogió el vasito dorado y miró como de costumbre a su izquierda. Tranquilo, observé el ritual de la toma hasta que llegó mi turno. A gatas me acerqué a don Pedro que tomó el vasito, le susurró algo y me dijo bajito:

      —Bendiciones, Sergi, que tengas una larga y próspera vida guiada por la luz.

      Sostuve el vaso y lo tragué de un sorbo. El sabor era mucho más suave que el de las anteriores tomas, mucho más amable e incluso con algún matiz dulzón. Ese cambio de sabor me reconfortó aún más. Regresé a mi sitio con la certeza de que esa noche la experiencia sería suave y tranquila.

      La ayahuasca se fue trenzando por mi cuerpo como si estuviera constituido única y exclusivamente de madera. Empecé a notar molestias en la barriga y cariñosamente dispuse mis manos encima con la intención de aplacar un poco la incisiva y penetrante presencia de la madrecita, ofreciéndole calor para tranquilizarla. Estaba hablando directamente con ella de forma emocional. Mi expresión era la de suave suave, yo te sigo, pero con calma, que estoy muy frágil.

      Empecé a escuchar un sonido parecido al de la lluvia que rápidamente captó mi atención. Al abrir los ojos vi que María e Inés sujetaban cada una un grueso palo de bambú de un metro de largo al que iban dando vueltas rítmicamente. Eran los conocidos palos de agua, huecos por dentro y rellenos de piedrecitas, que al moverse creaban un efecto sonoro parecido al de las gotas de agua al impactar en el suelo.

      Al cerrar los ojos ascendí raudo hasta cruzar completamente la reconocible cuadrícula de la experiencia por la que asomé mi ser anteriormente. Observé que mi cuerpo era diferente, constituido por cientos de miles de formas geométricas entrelazadas formando un organismo vivo. Del mismo lugar empezaron a surgir estructuras geométricas de naturaleza muy similar a la mía que se entremezclaron conmigo por brazos y piernas. Tenía la certeza de que me estaban reparando y que, lejos de asustarme y evitarlas, debía dejar hacer. No era la sensación de sanación o cura, era algo más lejano y profundo, algo que solo se puede entender interpretándolo desde la concepción de otra dimensión, mucho más compleja y avanzada que la nuestra, donde las formas vivas nada tienen que ver con aquello que nosotros entendemos.

      Era como si la esencia de esas estructuras vivientes fuera la de ayudar a reordenar a quienes por allí transitaban para su correcto funcionamiento. Un mundo tan sumamente complejo que, sinceramente, era incapaz de entender qué era aquel lejano lugar donde las formas danzaban entrando y saliendo de mí en un zigzagueo incesante y sorprendente.

      De las profundidades de ese mundo surgieron estructuras cuadradas de fondo romboidal; las líneas de sus contornos eran colores del arcoíris con un gran foco brillante en el centro. Se comunicaban entre sí a través de destellos de luz. Me di cuenta de que consensuaban algo. Dieron varias vueltas y rápidamente empezaron a acoplarse en el interior de mi estructura biomecánica como si fueran piezas de «Lego». De mi interior surgió la pregunta de si se quedarían conmigo para siempre, a lo que empezaron a producir destellos luminosos en lo que interpreté como una respuesta afirmativa. Noté que me alejaba de aquel lugar recuperando una esencia más material pero no del todo física. Percibí como si mi cuerpo fuera una especie de reja que se iluminaba en virtud de las estructuras integradas en él. Tuve una noción clara de un importante incremento en mi energía y vitalidad, tomando consciencia de que, en esencia, estábamos formados por esas naturalezas luminosas y sus entramados de colores.

      Noté que el ruido de la lluvia cambiaba por otro más estridente a lo que regresé. Con los ojos cerrados observé cómo don Pedro zarandeaba una especie de sonaja hecha con semillas de la selva que, vaciadas y atadas en grupos, producían tal sonido. Empecé a sentirme fluir como el agua, desplazándome de donde estaba a la plena contemplación de lo que sucedía en la palapa. Sin abrir los ojos veía sintiendo lo que acontecía de una forma tanto o más nítida que si los tuviera abiertos. Todo tenía un sentido y una correlación espacio temporal.

      Don Pedro, zarandeando la sonaja, se desplazaba ante los presentes con una pluma en su mano derecha. Su brazo se movía en el aire dibujando símbolos sobre nuestras cabezas y mis oídos se percataron de que los icaros habían perdido su característica tonalidad rítmica, realizando un cántico diferente para cada una de las almas de la ceremonia.

      De pronto me observé a mí mismo con cinco años. Estaba de espaldas ante mí, inmóvil, en extraña actitud de espera, como si observara algo. Justo cuando mi atención se centraba en ese hecho, don Pedro llegó y se puso enfrente moviendo la pluma verticalmente de arriba abajo. Su cántico me alentaba a recuperar mi niño interior y la importancia de sentirlo a diario para dar corazón a la vida. Fue un hermoso cántico que me emocionó y, al apartarse, observé cómo mi yo pequeño se levantaba del suelo para posicionarse poco a poco sobre mi cabeza. Sentí cómo la ayahuasca dejaba de bailar en mi interior para recogerse de una forma parecida a la de una serpiente, enroscándose en mi zona púbica para quedarse completamente quieta. Mi ser empezó a abrirse de arriba abajo o, mejor dicho, mi campo áurico, ya que no era algo físico, sino mucho más sutil. Tuve la sensación de que tenía que estirarme mientras me veía a mí mismo de espaldas encima. De forma inexplicable, mi yo descendió para encajar en mi interior como si fuera su traje o envoltura. A pesar de lo anormal de la situación sentí júbilo cuando eso sucedió, mi corazón se agitó arrítmico durante el encaje, mis manos, sin yo desearlo, inconscientemente se posicionaron una sobre otra en la base del ombligo.

      Al hacerlo, empecé a sentir un enorme calor por la entrepierna, región lumbar y abdomen. Era un calor muy agradable y reconfortante, parecía alimentarme y sanar, ya que todo el dolor en esas zonas, del tipo que fuera, poco a poco se difuminó hasta desaparecer. Eran mis manos ardiendo las que transmitían esa dulce quemazón que ahora corría piernas abajo. No sé cuánto rato estuve así hasta que, sin más, mis manos ascendieron a la zona del pecho. Corazón, pulmones y omóplatos se calentaron de igual forma. Entendí que don Pedro había abierto el aura con la pluma para que recuperara esa parte de mí que había perdido en algún momento de mi vida y, lo que yo hacía ahora, era sellarla y armonizarla con el calor de mis manos.

      Las lágrimas rodaron por mi rostro de tantas emociones que sentía a medida que