Sergi Bel

El libro de Shaiya


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Pedro cogió la figura de la rana y dijo:

      —Os presento a todos a nuestra querida hermana, ella nos ofrece un presente que os permitirá entender nuestra conexión con el todo. Esta rana es de la familia Bufo Alvarius y vive en el desierto de Sonora, lejos de aquí, pero su conexión con la ayahuasca va más allá del tiempo, el espacio y el entendimiento. Por el lomo excreta una sustancia que se ordeña manualmente, apretando con cuidado unas glándulas que tiene a lo largo de la espalda. Cuando aquella sale, se acerca un trozo de cristal para que quede allí adherida y se pone a secar. Este proceso da como resultado unas escamas, parecidas a las de la sal, que se fuman para absorber sus propiedades medicinales. A diferencia de la ayahuasca, sus efectos son inmediatos y duran unos treinta minutos, para que tengáis una referencia temporal, aunque bajo su estado el tiempo no existe con lo que la experiencia puede durar mucho o poco según el individuo.

      »La inhalación se hace con una pipa de cristal que yo os ofreceré uno por uno, mediante una única y profunda inspiración. Una vez el humo esté dentro de vosotros tenéis que dejarlo reposar allí hasta que ya no podáis más, y liberarlo suavemente. Es importante no moverse en la medida de lo posible para así trascender nuestro cuerpo y elevarnos más allá de lo material, ya que cualquier movimiento interferirá de forma significativa en la experiencia.

      Esta vez estaban a su lado María e Inés, que de una bolsa marrón sacaron varias pipas a las que don Pedro introdujo lo que parecían piedrecitas transparentes. Una vez acabó, se dirigió con una de ellas al hombre de su izquierda, sentándose ante él. Le explicó algo y María e Inés se colocaron a los lados. Aquel se puso la pipa en la boca y don Pedro, con un mechero, quemó la sustancia, el hombre inhaló fuertemente y perdió la consciencia casi al instante, con lo que María e Inés lo ayudaron a estirarse en el suelo. Me chocó porque se quedó como muerto, absolutamente inerte en el suelo.

      Don Pedro cogió la segunda pipa y repitió el proceso con idéntico resultado.

      Poco a poco fueron cayendo todos, acompañados por un olor fuerte pero no desagradable de algo parecido a un tabaco negro aromático muy peculiar. Llegó mi turno y don Pedro se sentó ante mí, me miró fijamente y cogiendo la pipa le susurró algo muy flojito dentro. María e Inés ya estaban cada una a mi lado y don Pedro dijo:

      —Bien, Sergi, recuerda, inhala y aguanta el aire en tus pulmones hasta que no puedas más, después, libera suavemente.

      Asentí con la cabeza y me acercó la pipa de cristal a la boca. Abrí los labios y encendió un mechero que no era normal sino de soplete para quemar lo de dentro de la pipa. Apareció un espeso humo blanco a lo que don Pedro me miró para indicarme que ya podía inhalar. A pesar de que el humo era denso no tuve problema para que entrara en mí. Mantuve brevemente la respiración al tiempo que la cara de don Pedro se desvaneció en la nada.

      Mi cuerpo se movía a cientos de miles de kilómetros por hora cruzando en medio de unos cuadrados fractales de tonos anaranjado-amarillentos. Era como si mi alma se hubiera desplazado muy lejos de donde estaba a toda velocidad, cruzando cientos de dimensiones que me causaron una profunda y extraña sensación, algo identificable al vértigo.

      De pronto me detuve en estado ingrávido, flotando en medio de una zona luminosa y cálida como el sol. Mi mente, aunque mantenía la capacidad de observar de forma consciente, no sabía ni quién era mi persona, ni dónde estaba, ni mucho menos qué hacía allí, ni por qué. Todo aquello que yo sabía de mí y había vivido se disolvió en las inmensidades de aquel viaje. Estaba frente a una gran bola luminosa que desprendía una profunda sensación de tranquilidad y amor. Parecía lo que algunos definen como el núcleo, la consciencia de la cual todos venimos y formamos parte.

      Era majestuosa y enorme, y yo una simple mota de polvo frente a la amplitud del universo. Pero lejos de sentirme abrumado, mi estado era de completa paz y armonía, me sentía acompañado por aquella esencia como lo está alguien estirado plácidamente en la playa, al calor del sol en una tarde de primavera. Pleno, sin preguntas ni respuestas, sin nada en lo que pensar, solo viviendo ese preciso e intemporal instante de luz y amor.

      Una voz surgió de la nada y me preguntó: «¿Estás vivo o muerto?». Sinceramente no sabía qué responder a esa pregunta a lo que repitió: «¿Estás vivo o estás muerto?». Mi silencio continuó ante la incapacidad de poder ofrecer respuesta válida, a lo que afirmó: «No existe la muerte; tampoco la vida; son solo diferentes estados de lo mismo».

      De nuevo sobrevino el silencio y la paz. No sé el rato que me alimenté y bañé en esa majestuosa naturaleza, pero tan rápido como había llegado fui de regreso a la palapa en la selva, llenándome los oídos de todos los sonidos que hacía unos instantes eran tan lejanos y perdidos en el espacio como en el tiempo.

      Al regresar, emocionalmente hablando me di cuenta de que estaba abierto y girado como una especie de salchicha. Mi piel era el interior y todo mi ser interno, el exterior que me permitía sentir todo mi entorno como si fuera parte íntegra de mí. No existía la diferencia entre el yo y el eso o aquello, todo era uno, todo era yo. Entendí a la perfección esa sensación de completa unidad con el todo, pues no había nada entre él y yo, sencillamente era lo mismo. Aquellos cantos de los pájaros eran tan míos como del pájaro que los cantaba, de la misma forma que ese pájaro formaba tan parte de mí como su canto de él. Una enorme y sincera sonrisa asomó en mi difuminado rostro al sentir ese sentimiento de plenitud y hermosura, de conexión y armonía. Poco a poco mi ser se fue reconfigurando para regresar a su estado de percepción normal.

      Noté mi cuerpo enormemente pesado, de forma parecida a la de un traje de astronauta, como si fuera algo ajeno y externo a mí y mi ser. Me sentí raro e incómodo por esa sensación de estar reconectándome de una forma u otra con mi densa parte carnal. De fondo, escuchaba a don Pedro silbar sus icaros y mi mente iba y venía a su son. Fui recuperándome completamente, intentando asimilar aquello que acababa de vivir y sentir. Me incorporé levemente contemplando que la mayoría ya había regresado y sus caras mostraban inevitablemente una cierta estupefacción por lo vivido.

      —Como ya os comenté —dijo don Pedro—, hoy la ceremonia es especial, así, antes de adentrarnos de nuevo en la madrecita, vamos a centrar nuestra mente. Para ello haremos una sesión de rapé que yo mismo os practicaré. No se trata del rapé normal de tabaco, sino uno elaborado con especies de nuestro entorno. Estas nos ayudarán a que nuestra mente se focalice en el momento presente alejando de ella las experiencias vividas hasta ahora y disminuyendo, además, el cansancio tanto físico como psíquico para lograr afrontar el último trabajo.

      »Lo insuflaré por cada uno de los orificios de la nariz a través de una larga caña de bambú llamada tepi. En el orificio derecho ayuda a centrar la mente racional y el lado masculino; en el izquierdo ofrece la correcta percepción de las emociones, equilibrando plenamente nuestro lado femenino. Cuando la medicina está en el interior de ambos orificios, los dos hemisferios cerebrales se unifican, armonizándolos y creando la percepción de una mente única que trabaja emocional y racionalmente desde el mismo prisma.

      »María os entregará unas bolsas de plástico y papeles para que os limpiéis cuando el rapé haya actuado y baje por nariz y garganta. No hay que sonarse la nariz hasta unos cinco minutos después del soplo, cuando notemos que los efectos de la medicina se disiparon; respiraréis exclusivamente por la boca hasta que empiece a bajar de los senos a la garganta para entonces escupirlo.

      Esta vez fue Raúl el que entró en la palapa llevando consigo una larga vara de unos cincuenta centímetros con uno de los extremos en «L». Don Pedro se levantó ante el hombre a su izquierda. Mientras él sujetaba el tepi, Raúl llenó el otro extremo con unos polvos marrones colocándoselo en el orificio nasal. Don Pedro realizó un sonoro soplido que no tardó en repetir en el otro orificio. Me dio la sensación de que, si don Pedro realizaba ese soplo conmigo, me saldría el cerebro por detrás de la cabeza. El hombre se quedó en su sitio, aparentemente sin sufrir cambio alguno, solo sus ojos llorosos mostraban algo diferente en él. Repitió el proceso hasta que finalmente llegó a mí. Llenó el orificio del extremo opuesto al que soplaba con el fino polvo y lo golpeó para que cayera bien en su interior, agarró la vara y Raúl me la dispuso en el orificio izquierdo de la nariz.