Sergi Bel

El libro de Shaiya


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mi nombre ancestral. Una hermosa sensación de felicidad surgió en mí al descubrirlo. Sabía que era una locura, pero también sabía que era una certeza. A nadie tenía que importarle aquello, solo a mí.

      El agotamiento no tardó en dejarme sin energía para más pensamientos, entregándome plácidamente a los sonidos nocturnos de la selva. La ceremonia llegó a su fin y los participantes fueron acompañados por María e Inés que atentamente esperaban fuera. Señalé a Isabel que no se preocupara, que se marchara tranquila. Me hizo un gesto con la mano señalándome que por la mañana regresaría a buscarme. Asentí agradecido con la cabeza.

      Agarrándome al brazo de cada una de esas pequeñas y fuertes nativas, fui guiado cariñosamente a través de los peligros de la noche hacia el tambo. Estaba agotado y rápidamente me coloqué en el colchón para digerir, en sueños, todo lo vivido en aquel trabajo.

      Capítulo 14

      El quinto día de integración

      Mi energía era tan escasa que podía notar la pesadez de los párpados al abrir los ojos. El delgado colchón no conseguía esconder la dureza de la madera debajo, las úlceras en los laterales de hombros, caderas y rodillas empezaban a asomar en forma de grandes callos redondos y rojizos por la presión soportada tantos días seguidos.

      Al apartar la mosquitera observé que tenía otro brebaje, uno de color anaranjado acompañado del espinoso pescado.

      Me sentía algo más animado, la sola idea de que todo aquello estaba a punto de acabar era más que suficiente para hacerme feliz, pero también por la sensación de estar realizando un profundo esfuerzo para ser mejor persona. Solo quedaba la integración de hoy y la ceremonia final.

      El día era soleado y la humedad pegajosa como siempre. Bebí un poco del amargo zumo y, adelantándome a la llegada de Isabel, me vestí. La esperé estirado en la hamaca intentando aposentar lo vivido la noche anterior. Como si del famoso cubo Rubik se tratara, busqué ordenar mentalmente alguna de aquellas revoloteantes imágenes sin sentido. La sensación era la de estar sentado frente a un puzle de cientos de miles de piezas, todas de diferentes formas, pero igual color. Lo más preocupante de todo es que no sabía cuál era el mensaje que se me ofrecía, si es que lo había. Tan solo veía imágenes que se conectaban unas con otras, pero la pregunta importante era, ¿qué intentaban enseñar?, ¿cuál era el cometido que tenían o si, sencillamente, era información sin más? Intentar expresar aquello verbalmente era una locura de proporciones inimaginables, pues no había origen ni fin, ni aparente hilo conductor.

      Sin darme cuenta, Isabel apareció con su esplendorosa sonrisa y, siguiendo el ritual del día anterior, me ayudó a ir al riachuelo. Esta vez decidí quedarme allí refrescándome hasta el inicio de la integración con lo que se marchó para regresar a buscarme cuando sonara el cuerno. Aproveché para enjuagar un poco el traje y alimentarme de energía solar.

      El cuerno no tardó en bramar en medio de los sonidos de la selva e Isabel reapareció. Llegamos a la gran palapa donde ya todos ocupaban su sitio.

      Esta vez trabajaríamos en contacto con una hermosa amatista de profundos cristales liliáceos. Don Pedro había escogido para la ocasión tocar una sansula, un instrumento de percusión con cuerpo de madera que soporta nueve lengüetas de acero y va apoyado sobre una caja de resonancia, como un tamborcillo con un pequeño orificio. El chamán en su tono serio dijo:

      —Hoy nos abriremos al séptimo chakra, el de la coronilla. De la misma forma que con el primer chakra y la turmalina conectamos con la Tierra y, con el cuarto, mediante el cuarzo rosa, conectamos con el amor y las emociones, con este lo haremos al mundo trascendental, con el cielo y lo divino de cada uno de nosotros gracias a la amatista.

      Me apoyé en el respaldo y cogiendo la amatista con ambas manos no tardé en sentir una muy sutil vibración. Era evidente la diferencia que había entre ellas. La de la turmalina era una vibración más densa y pesada, expresando aquello que es la propia tierra en sí misma; la del cuarzo rosa era una vibración más cálida y reconfortante, parecida al amor de una madre por su hijo. La amatista era más seria y profunda, más concreta, pero al mismo tiempo liviana. La turmalina alimentaba más mi parte física, el cuarzo rosa mi lado emocional y la amatista, en cambio, mi yo trascendental, ese yo interior y maestro que todos somos en esencia.

      Curiosamente también surgió en mí una forma geométrica asociada a cada una de ellas. La turmalina era un cuadrado o cubo, mirado tridimensionalmente; el cuarzo rosa un círculo o esfera y la amatista un triángulo o pirámide. Sentí cómo el cuadrado expresa lo sólido o terrenal, el círculo muestra lo sutil como las emociones y el amor, y el triángulo, con su arista hacia arriba en la pirámide, lo divino, lo inalcanzable e intangible. Fui entonces capaz de entender algunos de los principios de la geometría sagrada y su simbología que siempre me había parecido algo extraña y sin sentido.

      Mientras pensaba en esto, la vibración de la amatista se fue extendiendo plácidamente por mi cuerpo, hasta que al llegar al coxis empezó a enroscarse por mi columna vertebral, poco a poco, ascendiendo al ritmo de mis exhalaciones al respirar, reptando con un agradable calor. La imagen era la de una serpiente de luz y energía que rítmicamente se enrollaba por mi columna vertebral ascendiendo por ella decididamente. Cuando llegó a una vértebra que parecía estar descolocada se enroscó en ella acumulando algo parecido a un flujo de energía. Al inhalar aire e hincharse mis pulmones, este flujo se incrementó en tamaño y presión hasta que la vértebra, incapaz de soportar la tensión, chasqueó recolocándose correctamente en su sitio, ya liberada, con un sonido muy similar al de crujirnos los dedos de las manos, pero más fuerte y seco, con una sensación mucho más agradable.

      En su ascenso fue recolocando costillas, omóplatos, esternón, hombros, clavículas y cuello. Mi cuerpo fue chasqueándose al ritmo de la sansula, embargándome en cada una de ellas una sensación muy reconfortante de profunda paz, equilibrio y seguridad.

      Cuando ascendió por la mandíbula, en mi tercer ojo, el color oscuro se fue difuminando hasta transformarse a una tonalidad liliácea brillante, idéntica a la de los cristales de la amatista.

      Era como si mi cuerpo estuviera sumergido en un baño de violeta.

      El sonido metálico pero suave y armónico de la sansula empezó a abrirme la zona de la coronilla como si de una flor se tratara. Cientos de pétalos se levantaban de forma concéntrica, del interior hacia la exterior, empezando a fluir en el centro de mi coronilla un suave remolino de giro antihorario que ascendió cielo arriba hasta llegar a un lugar, por llamarlo de alguna forma, donde tenía la percepción de que todo estaba conectado. En sí no era un espacio, sino una sensación, una conexión, algo similar a ser un simple ordenador que de pronto tiene acceso a internet y a toda su información.

      Mi atención se centró en mi tercer ojo, donde apareció una zona brillante que se movía erráticamente. Según parecía acercarse me producía una sensación de calor por el cuerpo, atenuándose cuando se alejaba.

      Un susurro me invitó a dejarme llevar aún más, con lo que me intenté relajar sintiendo cómo la amatista vibraba en mis manos mucho más rápido, provocando un silbido muy agudo en mis oídos y cabeza.

      Me encontraba de pronto sentado en un banco de madera en medio de un hermoso bosque repleto de coloridas y grandes flores. Atardecía porque el cielo estaba rojizo y por delante de mis pies cruzaba un caminito. Pasaron unos niños que rápidamente reconocí como algunos de mis amigos de la escuela. Hacía mucho de eso y de la mayoría ya no sabía nada. Alegres al verme, me saludaban cariñosamente. No tardaron en aparecer personas más mayores. También amigos y gente que de una u otra forma estuvieron en mi vida de un modo más notorio que otros. Mis parejas emocionales vinieron después, a las que tenía tanto que agradecer por todo lo que aprendí y que tanto me ofrecieron en el tiempo que conviví con ellas. A continuación, mis tíos, primos y, como no podía ser de otra forma, mis abuelos. Con la visión de cada uno de ellos sentía y veía en recuerdos gran parte de lo vivido a su lado. Mis dos hermanos y mis padres fueron los últimos. Tanto vivido y tanto sentido al lado de cada uno que mi corazón solo podía llorar de alegría y felicidad ante la presencia