Sergi Bel

El libro de Shaiya


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que su morada era un agujero que había a la altura del suelo, en la corteza del primer árbol, entre el tambo y el camino. «Bueno era saber aquello», pensé. Me levanté y me acerqué al otro borde del tambo a tirar los restos de la comida. Un río de grandes hormigas se movía agitadamente debajo. Levanté el plato girando la mano para que cayera el arroz con el medio plátano en aquella marabunta.

      De mis pies ascendió un golpe de calor que me hizo tambalear, nublándome la vista. Estaba a punto de desmayarme cuando de mi interior surgió una voz muy clara, nítida y serena.

      —Si caes hacia adelante, morirás.

      En un acto reflejo de pensamiento mi cabeza se inclinó hacia atrás, provocando que el peso de mi cuerpo también se dirigiera allí. Mis ojos se oscurecieron sintiendo en cámara lenta el rozar del aire en mi piel hasta impactar con los tablones del suelo.

      No sé el tiempo que estuve allí inconsciente.

      La sensación de un fuerte golpe en la mano me hizo abrir los ojos de par en par. Un golpe seco y duro que se repitió estremeciendo mi cuerpo. No era el impacto de aquel sonido lo que me dolía, sino lo que se me clavaba. No podía moverme del suelo y giré la cabeza a la izquierda para ver qué pasaba. Tenía un fuerte dolor también en la cabeza, acompañado de una sensación entre húmeda, cálida y seca por cara y pelo. El sonido de un martillo golpeando algo metálico me estalló de nuevo en la cabeza. Un fuerte dolor en la palma de mi mano izquierda me hizo gritar. Algo muy punzante y frío me acababa de atravesar la mano. El martillo de nuevo golpeaba en mi interior y mi mano derecha explotaba de dolor. Desesperado, intenté moverme, pero no era posible y de nuevo grité todo lo fuerte que pude, aunque de mi boca no salía nada.

      No veía nada, el techo del tambo se difuminaba por el dolor que estaba pasando. ¡Qué era aquello!

      Tenía las manos inmóviles de dolor y de pronto mis pies parecían romperse en añicos. El sonido del martillo golpeando de forma seca hacía que algo penetrase profundamente en ellos, perforándolos como si fueran de mantequilla. Escuchaba el sonido de risas y burlas que se entremezclaban con el indescriptible dolor en manos y pies.

      Mi cuerpo extrañamente cobró posición vertical y de pronto lo vi, allí estaba yo, en medio de un paraje árido, rodeado de gente y crucificado.

      La multitud se reía y en mi interior sentía profunda tristeza. Era infinitamente mayor el dolor de mi corazón que el dolor de los clavos en mi carne. La sangre se deslizaba por mi rostro al igual que mis lágrimas.

      Qué era aquello, qué hacía yo allí, yo que no soy un hombre religioso en el cuerpo de Jesús en la cruz.

      Vi la imagen de mi madre que siendo yo pequeño nos llevaba siempre a misa, cosa que a mí nunca me gustó. Si bien comprendía la profundidad de las palabras de Jesús en los Evangelios, no entendía la mayoría de los sermones, por contradictorios, del cura en su púlpito. Hablaba de ofrecer al prójimo, pero la propia Iglesia estaba llena de ostentación; hablaba de ser bueno y comprensivo, pero yo veía gente altiva e intransigente alrededor. Tenía la sensación de que, si bien aquellos textos expresaban algunas verdades muy profundas, la mayoría de las personas que por allí iban ni las entendían ni mucho menos las sentían, y menos aún las practicaban. Todo ello hizo que poco a poco sintiera una profunda aversión a la realidad eclesiástica y que mi espíritu se focalizara en los instrumentos de la razón y la filosofía para entender el mundo que me rodeaba.

      Pero allí estaba yo, a pesar de mi rechazo, colgado de esa cruz y con el corazón destrozado por la ignorancia del prójimo. Una inconfundible voz clara y nítida me repetía en mi interior: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». En cada una de ellas mi sensación de tristeza aumentaba exponencialmente. El llanto me invadió por completo y mi alma, lo más íntimo, lamentaba que en este mundo hubiera sucedido algo tan triste como aquello.

      Mi corazón se empezó a abrir con la delicadeza de los pétalos de la rosa en un amanecer frío de primavera. Mi entorno se impregnó del fuerte olor dulzón que me transmitía todo aquello de bueno que tiene la vida. Era como estar rodeado de miles de rosas que me embriagaban con su fragancia. La selva olía de forma celestial, alimentaba mi alma indescriptiblemente. No entendía muy bien qué me estaba sucediendo, pues por un lado mi cuerpo se agitaba de sufrimiento y por otro, mi alma se sentía inmensamente gozosa y feliz, guiada intensamente por aquel aroma. Mi percepción viajaba del dolor a la felicidad, y de la carne al espíritu en milésimas de segundo, en un ir y venir incesante.

      De pronto, en un destello, lo entendí.

      Este mundo constaba de dos realidades: el mundo material y carnal, y el mundo espiritual. Alimentar el cuerpo de placeres produce inevitablemente un profundo daño al alma, alimentar el espíritu y engrandecerlo implica someter al cuerpo despojándolo de sus caprichos.

      Tenía que escoger qué camino quería transitar.

      Mi corazón latió fuertemente como si me hablara, pues la verdad, la bondad, la honestidad y el amor siempre residían en él. Esta fue mi elección.

      Cada vez me costaba más respirar, el dolor iba y venía en oleadas al igual que las risas, las visiones de esas gentes y el techo del tambo. De pronto sentí un fuerte dolor en las costillas y la palabra «perdónalos» se enredó por mi mente hasta desvanecerse en un eco.

      Me entregué a la muerte de mi carne y desaparecí en el todo.

      Capítulo 13

      La quinta ceremonia de ayahuasca

      Abrí los ojos y un velo me cubría. Asustado, me incorporé, era la mosquitera que rodeaba la cama del tambo. Qué raro, pensé, según mi última experiencia vital estaba clavado en el suelo y no recordaba haberme levantado para yacer en la cama. Al desplazarla y ponerme de pie observé que de nuevo habían colocado velones blancos en las esquinas y supuse que alguien se tomó la molestia de cargar con mi peso. De nuevo estaban el plato, el brebaje y las hojas sobre la mesa. Esta vez el té era de un verde oscuro, acompañado de pescaditos hechos a la brasa, donde asomaban muchas raspas, pero no tenían mal aspecto. Al olerlos me di cuenta de que algo en el aire había cambiado. Mi vista no tardó en percatarse de que la mochila no estaba. Me alegré y decidí probar un poco de pescado. Eran espinas tostadas que sabían poco más que a humo, pero mi cuerpo agradeció comerlas, solo un par, con un poco del agua verdosa.

      Mis costillas asomaban como nunca antes, me di cuenta al tocarlas de que había perdido mucho peso. Hacía ya algún día que tampoco iba al baño con lo que, literalmente, me estaba consumiendo.

      Un ruido procedente del caminito llamó mi atención y una figura blanca asomó por él. Isabel venía para acompañarme al riachuelo. Al verla no pude evitar sonrojarme, estaba completamente desnudo. Ella interpretó sin pudor mi actitud y sonriendo se acercó sin mirar. Cogió mi ropa y, girando la cabeza, estiró el brazo para entregármela; algo avergonzado me vestí rápidamente.

      —Gracias, Isabel —le dije al tiempo que cogía las hojas.

      —Veo que al menos comiste algo —dijo ella mostrando satisfacción.

      Con cuidado de no caer, bajé del tambo y agarré su brazo. Lentamente nos encaminamos hacia el riachuelo. Por la altura del sol y la fuerte humedad estaba claro que era mediodía. Al llegar al recodo más profundo me dijo:

      —Sergi, frótate bien las hojas para que te limpien. Cuando acabes me llamas, estaré un poquito más abajo.

      Asentí con la cabeza y se marchó bordeando el agua hasta un pequeño claro. Me desnudé y me puse manos a la obra. No me percaté de que las hojas eran diferentes. Al mojarlas olían anisado y mi boca salivaba abundantemente mientras me limpiaba. Era la primera vez en todo ese tiempo que realmente me hubiera apetecido comer algo. Empecé a sentir una agradable vibración en mi cuerpo a medida que las hojas desprendían su jugo en la piel. Una vez acabé me senté al sol para secarme, notando un agradable frescor por todo el cuerpo.

      Lejos de calentarme parecía que el sol me refrescaba y era realmente una sensación muy placentera. Ante la inquietud de que