Sergi Bel

El libro de Shaiya


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de sombra que se movía lentamente. Con cautela fui acercándome para descubrir con sorpresa que se trataba de una gran tarántula mucho mayor que mis dos manos juntas. Con el reflejo del sol su tonalidad cambiaba a un brillante liliáceo, cosa que me chocó por la típica imagen negra opaca que tenemos de esta especie.

      Manteniéndome a un metro de distancia, la observé inmóvil fascinado por el poder que me transmitía. La lentitud de sus movimientos resultaba hasta elegante, percibiendo cómo sus miles de pelos funcionaban como antenas capaces de captar toda la información que las vibraciones en el aire le ofrecían. Plenamente consciente de todo lo que sucedía a su alrededor y, cómo no, de mi presencia, no tardó en llegar al otro extremo del camino, justo debajo del tambo, adentrándose entre el follaje que lo bordeaba. Al acercarme un poco más para seguir contemplando el fascinante espectáculo, momentáneamente la perdí de vista. Con el bastón, agité cuidadosamente las hojas para comprobar que se había desvanecido de donde creía que debía estar. Agitando de nuevo el bastón no conseguía entender cómo era posible que eso hubiera sucedido.

      Asustado, me aparté del borde al comprobar que un animal de tal magnitud pudiera ser tan sigiloso y desaparecer delante de mí sin dejar rastro. Entendí la peligrosidad real de la selva que se alejaba mucho de esa imagen idílica de paraíso verde, lleno de color, donde las especies conviven felizmente para convertirse en un lugar donde la vida es algo muy sutil y fugaz, en constante estado de supervivencia.

      Comprobé que, en la mesa, aparte del famoso brebaje rojizo, había un plato de madera con algo de plátano macho y arroz hervido. Al acercarme para cogerlo, un desagradable olor me detuvo. La comida olía a algo que me creaba un profundo rechazo, tanto, que al llevarme un trozo de plátano a la boca me produjo una arcada.

      Enfadado y molesto por esa sensación, cogí el plato y lo tiré lo más lejos que pude. Estaba cansado de malos olores y ahora que por fin tenía la posibilidad de ingerir algo otra vez, un olor me rompía por dentro. Era la primera vez que me enfadaba y noté cómo se removían por mi mente imágenes del pasado. Enrabietado, bebí del brebaje y me estiré en la hamaca intentando calmarme para comprender qué me estaba sucediendo.

      Al cerrar los ojos, cientos de flashes de la cotidianidad aparecieron en mi cabeza como si de un álbum de fotos se tratara, viajando por mi vida adelante y atrás. Algunas de esas secuencias las tenía completamente olvidadas y me sorprendió ser capaz de apreciarlas con tanta claridad. Al abrir los ojos, seguía en medio de ese gran mar verde de vegetación, pero al cerrarlos de nuevo, volvían las imágenes. Era como si una parte de mi subconsciente se hubiera abierto mostrándome todo su contenido.

      Recuerdos de cuando empecé la escuela, de juegos en la playa, los amigos de la infancia, de cuando aprendí a nadar, a leer o el despertar de una mañana en la cuna de casa de mi abuela materna. Destellos de una intensa felicidad e inocencia, así como de una tristeza e incomprensión a medida que fui creciendo, iluminaron el transcurso de la tarde mientras la noche fue poco a poco abrazando el paisaje.

      Ya era completamente oscuro cuando desde la hamaca escribía en una libreta aquellos lejanos recuerdos. Inevitablemente, de vez en cuando, entre líneas, mi mirada se dirigía al techo para contemplar su espectáculo luminoso. Decidí que ya era hora de acostarme al empezar a desdoblarse algunas palabras, consecuencia del agotamiento físico y psicológico que empezaba a sentir. Asomé la cabeza por el borde enfocando con atención el suelo, por si mi peluda vecina decidía darse un paseo por allí. Una vez estuve seguro de que no tenía compañía, bajé de la hamaca.

      Un fuerte golpe de calor me ascendió por la columna cuando mis pies tocaron la madera. La vista se me oscureció, al tiempo que perdí las fuerzas en las piernas, cayendo bruscamente con el pecho en el suelo en un intento vano por mantenerme en pie. El impacto produjo un sonido seco que retumbó dentro de mi cabeza hasta desvanecerse en un largo silencio.

      Capítulo 9

      La tercera ceremonia de ayahuasca

      Los sonidos de la selva penetraban por mis oídos cuando una sensación húmeda y pegajosa en la cara me despertó. Dolorido, levanté ligeramente la cabeza y vi que mi saliva impregnaba la madera. Me incorporé hasta sentarme, comprobando con preocupación mi estado corporal, básicamente, estar de una pieza; parecía estar bien, no me faltaba ni una mano ni un dedo.

      Pasé la noche tirado en el suelo del tambo como un trozo de carne inconsciente, un ofrecimiento difícil de rechazar para multitud de especies que allí moraban y recordé las palabras de don Pedro en la primera ceremonia.

      «La selva es muy sabia, conoce todos los procesos por los que sus individuos transcurren. No temáis, ningún animal o insecto interferirá vuestro camino hacia la evolución personal porque la ayahuasca es una planta maestra y transitar con ella es un proceso sagrado».

      Sinceramente no sé si fue el caso, pero reconozco que pudieron haber pasado muchas cosas y afortunadamente no sucedió ninguna.

      Sin fuerzas, me agarré a la hamaca para levantarme y entendí que a partir de entonces necesitaría del bastón para desplazarme. Mi percepción del tiempo era completamente nula, ignoraba cuánto faltaba para el siguiente trabajo, aunque, eso sí, el día estaba nublado otra vez.

      El pecho y parte de la cara me dolían tras el impacto, estaba convencido de que en mi mejilla se veía un buen moratón por la sensación que tenía al tocarla. Decidí ir al riachuelo para refrescarme un poco y despejarme.

      Me sorprendió ver que habían traído otro tipo de hojas y que de nuevo la jarra estaba llena, esta vez de un líquido más turbio. Cuando me acerqué a la mesa para coger las hojas vi en los extremos del tambo los restos de cuatro velones. Equivocadamente creí estar desamparado en medio de la vegetación; me sentí más tranquilo, aunque algo avergonzado por la situación que presenciara mi visita, encontrándome desnudo e inconsciente en el suelo. Bebí un poco de la jarra desconfiando que fuera agradable, pero me equivoqué, más que un brebaje parecía el zumo de alguna fruta con matices dulzones; evidentemente no era eso, la rigurosidad de la dieta no lo permitía, pero se asemejaba. Bebí hasta sentirme plenamente saciado, notando que me recuperaba un poco.

      Al coger las plantas para limpiarme escuché el cuerno. Enojado, miré al cielo para intuir qué hora podía ser, temprano para la ceremonia, pensé. Nervioso e intranquilo me vestí y, con la ayuda del bastón, me encaminé a la gran palapa, deteniéndome cada diez metros para coger fuerzas y continuar. Llegué sin ninguna duda el último y don Pedro me siguió con la mirada mientras me sentaba en mi sitio. Estaba claro que quería comprobar en qué estado me encontraba. El estado del resto del grupo, por lo que observé, a rasgos generales no distaba del mío.

      Don Pedro se levantó.

      —Hoy la ceremonia se inicia antes porque nos interesa observar y entrar en contacto con los poderes y fuerzas que hay en los diferentes periodos de la jornada, no solo los que habitan de noche.

      Encendió su gran pacheco y arrodillándose ante mí cantó un icaro sobre los poderes del tabaco. A medida que cantaba, entre estrofas, inhalaba una gran calada y la soplaba sobre mi cuerpo agitando una maraca. Empezó por la zona de los pies hasta acabar en la cabeza y mi ser se fue impregnando del fuerte olor a tabaco. Aunque no era muy agradable reconozco que me sentí más fuerte y vigoroso, como si mi alma se solidificara despertando una naturaleza dentro de mí que desconocía.

      Se acercó a mi entrecejo y sorbió de él como si en mi frente hubiera una pajita. Raúl, que estaba a nuestro lado, le ofreció un cubo donde don Pedro escupía entre arcadas cada vez que succionaba de mí. Realizó el mismo ritual a otros dos de los presentes antes de ofrecernos el vasito dorado.

      La medicina del alma me pareció más suave esta vez, deslizándose mansamente por dentro, pese al habitual escalofrío inicial. Me senté respirando con tranquilidad para abrirme a lo que viniera. Vi cómo Isabel se estremecía también al beber, pero al cerrar los ojos mis oídos se fueron centrando en los cientos de sonidos de la selva. En el interior de mi mente esa conjunción de cantos se abrió a un plano donde descifraba todos y cada uno de los diferentes sonidos. Se agrupaban espacialmente ocupando diferentes