Sergi Bel

El libro de Shaiya


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que me atravesaban me extasiaba en su propia pureza, bañándose mi alma entre vibraciones como si fuera una guitarra a la que don Pedro tocaba con intensa maestría y cariño.

      Mi espíritu inmaterial se mostraba para que descubriera mi naturaleza más esencial, entendiendo que nuestra esencia va mucho más allá de este mundo físico construido de materia.

      Don Pedro agregó al ritmo el sonido de unas maracas que indujeron al unísono los vómitos de la mayoría. Multitud de emociones atrapadas en esos frágiles cuerpos que se veían arrancadas y hundidas en las profundidades de los cubos.

      Raúl, a la orden de don Pedro, fue disponiendo y encendiendo las velas ante la caída de la noche.

      Plácidamente sumergido en mi sensación me dejé llevar agradablemente, ignorando el entorno hasta que me pareció escuchar un susurro a mi derecha. Me dijo algo que no comprendí. Abrí los ojos y miré, pero no había nadie y todos parecían estar en su sitio. Arrastrado por la música, suavemente cerré los ojos y me dejé llevar de nuevo hasta que otro susurro me hizo regresar de mi estado para volver a prestar atención. Todos estaban sumergidos en sus procesos cuando, observando alrededor, pude ver un ligero destello en la parte exterior del gran tambo.

      Repasé el susurro mentalmente deduciendo finalmente que decía algo así como:

      «Ven».

      Cuidadosamente y en sigilo, procurando no molestar, me levanté para dirigirme intrigado hacia fuera.

      Al pisar la tierra húmeda con ambos pies noté cómo desde el suelo ascendió a través de mí un calor que, como si de un imán se tratara, me obligó a postrarme de rodillas al suelo. Esa sensación se enredó por mis piernas hacia el estómago, llegando a mi garganta, incitándome a un potente espasmo que fue acompañado de un fuerte vómito. Con la mirada al suelo, en plena oscuridad, puede contemplar cómo de mis restos surgían pequeños escarabajos de un rojo brillante que corrían a sumergirse bajo tierra. Al desplazar mi vista a los laterales, pude ver con perfecta claridad una hilera de hormigas que por allí transitaba. Su color era amarillento brillante. Al levantar la mirada quedé asombrado, los árboles brillaban, así como plantas y flores. Todas estaban acompañadas por una especie de halo brillante que rápidamente identifiqué como energía o aura.

      Notaba cómo toda la hierba vibraba y respiraba al igual que lo hacía yo. Decidí no moverme para relajarme y aprender de lo que estaba viendo. Al acercarme a las pequeñas flores que habitaban en el suelo justo delante de mí, estas mostraban un halo luminoso y de los pétalos se extendían unos finos pelos brillantes que parecían sentir. Si los soplaba o intentaba tocar, estos reaccionaban con mucha rapidez encogiéndose y extendiéndose como inspeccionando lo sucedido. Entendí por qué las plantas son tan sensibles y frágiles a los cambios ambientales y energéticos de su entorno. Los árboles se comunicaban entre ellos a través de esos grandes halos energéticos, así como absorbían parte de esa energía de la tierra que los alimentaba. Percibí instintivamente cómo todo lo que allí habitaba estaba perfectamente conectado y en armonía. Poco a poco las formas se fueron desvaneciendo, empezando a aparecer de ellas estructuras geométricas, convirtiéndose también el suelo en una especie de plano cuadriculado. En él, la energía se movía de lado a lado como si de un cableado eléctrico transparente se tratara. La imagen de la película Matrix resonó en mí, pero sinceramente aquello no era la plasmación de una realidad holográfica, sino la muestra de la geometría sagrada subyacente de la que toda la realidad material está formada.

      Atento, consciente y plenamente despierto, a lo lejos escuché cómo algunos vómitos se asemejaban a las voces de determinados animales, identificando sin esfuerzo el chillido de un cerdo que parecía balbucear algo al igual que la risa entrecortada de una hiena. Intuí que otros estaban pasando por el camino que yo transcurrí en la anterior ceremonia reflejando sus animales de poder.

      Perdí la noción del tiempo maravillado por ese espectáculo hasta que, de nuevo, un susurro atrajo mi atención hacia la entrada de la palapa. Comprendí inmediatamente que ya era hora de regresar. Con cuidado y lentamente, me levanté sacudiéndome suavemente las manos mientras seguía extasiado ante aquel paisaje geométrico tan fácilmente expresable y comprensible. Una vez me puse de pie, la oscuridad lo envolvió todo y ya solo era capaz de ver la luz que desprendían las velas en el interior de la ceremonia.

      La verdad es que inconscientemente me había alejado un poco y podía ser peligroso.

      Rápidamente regresé cuando, al aproximarme, el reflejo danzante de las velas me hizo surgir una tierna sensación de amor que se iba incrementando a medida que me acercaba. Justo en la entrada el susurro pronunció algo como:

      «Tu hogar, la luz».

      Inexplicablemente un poderoso calor me invadió la zona del pecho, provocando que cayera de nuevo de rodillas. Era el calor del amor, un amor tan inmenso, tan majestuoso, un amor de comprensión, de cariño, de bondad, de alegría, de satisfacción; un amor pleno y de plenitud, un amor que llenaba de luz y esperanza todos los poros de mi piel. Rendido ante tal experiencia, ante ese amor universal mi cabeza no pudo más que postrarse en el suelo en una clara señal de reverencia y humildad. Había estado muchos años perdido, jugando por el mundo, y la luz me había estado esperando con el mismo amor que lo hace una madre al regreso de su hijo tras un largo y difícil viaje. Empecé a llorar de gratitud al tiempo que un velo de afecto, ternura y cariño me envolvió cubriéndome completamente como lo hacen los cálidos brazos de una madre a su recién nacido.

      Suavemente, me fui estirando en el suelo en un estado de profunda paz. En posición fetal, un gran universo estrellado me acunaba como si fuera su único hijo, cuidándome y protegiéndome con todo el amor que alguien es capaz de sentir. Visualicé cómo mi cuerpo retrocedía en el tiempo para convertirse en aquel bebé que un día fui, un pequeño lleno de amor y felicidad iluminado por la grandeza de la vida. De fondo, la lluvia inició sus mágicos cánticos, bendiciendo mi estado en un suave balanceo lleno de estrellas que me fue arropando cálidamente hasta quedarme dulcemente dormido.

      Capítulo 8

      El segundo día de integración

      Una punzada en la mano hizo que regresara de mi profundo sueño. Rápidamente, tomando consciencia de la situación, me miré la mano derecha. Algo me había picado en el dedo gordo, justo al lado de la uña, donde se podían ver dos pequeñas hendiduras. Como cuando te cortas con una cuchilla, el dolor era mucho más agudo de lo imaginable por el daño que se veía a simple vista. Inconscientemente me chupé el dedo succionando lo que allí pudiera haber.

      Inquieto, empecé a mirar por el suelo entre los tablones para averiguar qué me podía haber causado aquellas molestas punciones. Justo por debajo de mí, un río de grandes hormigas se movía a increíble velocidad, tanto, que me era muy difícil enfocar visualmente a un solo individuo por la vorágine de sus movimientos. Me miré de nuevo el dedo en un intento de identificar si la cabeza de aquellos seres se correspondía con la distancia entre heridas. Suspiré aliviado al relacionar que una de ellas, sobrestimándose, intentó agarrarme fuertemente con la intención de arrastrarme hacia su nido. Por suerte para mí, el resto no tuvo la misma idea.

      Con todo el cuerpo resentido del duro suelo, me erguí apreciando claramente cómo los músculos de las piernas me empezaban a flojear a consecuencia de estar ya cuatro días sin comer. No tenía ninguna sensación de hambre, supongo porque mi estómago debía estar completamente cerrado.

      La luz era de pleno día y los sonidos de la selva resonaban con una especial alegría, al igual que toda la vegetación lucía un hermoso y lustroso verde matizado por multitud de vivos colores. Está claro que, a pesar de la fuerte humedad, la lluvia refresca la zona y a sus habitantes, al igual que convierte el suelo arcilloso en una pesadilla. A los tres pasos, mis botas tenían una base de barro de unos dos centímetros de grosor que me asemejaban al andar a un pesado astronauta. Incapaz de llevar tanto peso en los pies, no tuve más remedio que coger un palo de entre la maleza para ayudarme. «Qué lástima haber perdido la capacidad de ver las auras de los árboles y plantas», pensé.

      Debilitado, me costó