años atrás. Esa afinidad entre la exclusiva audiencia del cinema-teatro de la plaza San Martín y el solitario habitante de la Ciudad Prohibida de Pekín habría de repetirse a otra escala al finalizar el siglo con decenas de millones de chinos convocados por el melodrama Titanic, de éxito inigualado en ese país, mientras al otro lado del océano muchísimos peruanos adquirían su copia pirata o bien formaban colas inusuales delante de los cines para ver también esta película, que lograba así una de las mayores recaudaciones en la historia del negocio cinematográfico. En vez de apuntar hacia la logística de los poderes económicos que rigen las industrias culturales se me ocurrió que este proyecto debía ser distinto, y más complejo. El hecho de tener que ver películas y analizarlas –muchas ya las conocía– me entusiasmó, sobre todo por las comparaciones y evaluaciones transversales a las que por método estaría obligado, fuera del placer mismo de decir lo que pienso y siento acerca de algunas.
Convenía averiguar cuál es la relación entre la universalidad de las ensoñaciones, de aquellas traídas desde el cine silente con la narrativa cinematográfica occidental y aristotélica, y las particularidades culturales de las variadas e inmensas audiencias a las que llegan. Si la formación de sentimien tos comunes de pertenencia y de filiación colectiva, de los que emanaron los nacionalismos europeos en el siglo XIX, se debió a la influencia de las élites intelectuales a través de los medios impresos de cada Estadonación, las imágenes en movimiento tuvieron a fortiori en el siglo XX un peso considerable a escala transnacional, pero de modo distinto. Junto con sus facetas jurídicas y económicas, los procesos de integración del Estadonación suponían la fundación de imaginarios colectivos que diesen referentes simbólicos comunes a regiones previamente desconectadas. Al ocurrir todo ello gracias a las narrativas transmitidas por el libro, la prensa y la escuela, los ámbitos de construcción de las identidades nacionales quedaban cir cuns cri tos geográfica y lingüísticamente, lo cual no fue el caso del cine. Desde las primeras cintas producidas, la ficción ilustró relatos y leyendas populares locales, pero en versiones de una inteligibilidad literalmente nunca antes vista, y con ello de una comunicabilidad intercultural mucho mayor. Obviamente, la portabilidad de las películas permitió que los primeros países productores pudiesen exportar fácilmente sus imaginarios locales y nacionales, ofreciendo con ello a otros países sus cantares de gesta, como ocurrió con la épica estadounidense del western. Se ha ido instaurando así una discrepancia entre la internacionalidad (o mundialidad) de las grandes industrias culturales y la nacionalidad (o adscripción a cada Estado-nación) de lo jurídico-político. Las consecuencias de haber hecho visible al Otro cultural mediante la imagen no han sido, pienso yo, lo suficientemente estudiadas ni en el pasado ni actualmente, como si sub-sistiese algún vacío en las ciencias sociales que no permite a la experiencia moderna de lo simbólico conectarse bien con los fenómenos sociales locales o nacionales. Los mundos-de-vida de los niños de distintas latitudes se transformaron medularmente al conocer los nuevos imaginarios de Shrek o Spiderman, o de sus predecesores de cuatro generaciones anteriores, al mismo tiempo que también adquirían una conciencia nacional y ciudadana, con lo cual el estatuto de lo propio y de lo extraño se fue modificando a lo largo de un siglo, y cada vez más vertiginosa men te, gracias a las ensoñaciones diurnas de las imágenes en movimiento.
Si en el psicoanálisis se constata que las figuras metonímicas y metafóricas aparecidas en el sueño disponen de una autonomía relativa frente a la particularidad cultural desde la que se sueña, y el estado onírico a suvez tie ne similitudes con la inmersión imaginaria en el ensueño fílmico, puede afirmarse la capacidad de la producción y consumo cinematográficos de trascender diferencias culturales en el juego de identificaciones y proyecciones del relato. O en todo caso, las fantasías del inconsciente no conocen de fronteras culturales del modo en que las instituciones y la academia las definen. No obstante, eso no significa suscribir un universalismo ingenuo ni a la moda del relativismo cultural. Los lenguajes cinematográficos están sólidamente codificados y forman parte de unos procesos de institución social del imaginario en los cuales hay dinámicas de poder, con hegemonía y subalternidades. La primera de las tres partes de este texto empieza precisamente con una aproximación al cine desde nociones del psicoanálisis para con ella intentar reseñar cómo los procedimientos narrativos convencionales de la ficción cinematográfica se plasmaron en Hollywood, y por extensión histórica, en los países occidentales, depositarios, dicho sea de paso, de una larga tradición de veneración a las imá-genes icónicas, para difundirse al resto del mundo. Con miradas al cuadro equivalentes a las de la plástica renacentista y procedimientos estándar de articular el espacio y el tiempo, este modo de representación institucional pronto se convirtió en he ge mónico, como lo señalamos también en esa primera parte. La generalización de una manera de contar trajo por cierto consigo la superioridad comercial de los países productores, capaces con ello además de exportar sus prototipos libidinales y estilos de vida: rostros, cuerpos y comportamientos deseables que actualmente pueblan los avisos publicitarios. No obstante, en otras partes del mundo, en las cinematografías periféricas, aparecieron otras maneras de mirar y contar, que igualmente abordamos. Estas narrativas, más acordes con tradiciones perceptivas y narrativas propias, tienen su ejemplo notable en las etapas de inicio y esplendor del cine japonés. Igualmente en la India, todavía el primer productor mundial, las temáticas, mitologías y moral locales, así como los modos de consumo familiar del cine, han pesado mucho, lo suficiente como para crear una industria nacional muy diferenciada. En Estados Unidos y Europa hay una diversidad de realizadores cuyas creaciones se han ubicado y ubican al margen o en contra de este modo de representación institucional. Yo me he limitado a desarrollar brevemente algunos comentarios sobre la obra jansenista de Robert Bresson y la del ruso Alexander Sokurov para cerrar la primera parte.
En la segunda parte del libro trato de aproximarme de modo heterodoxo al cine latinoamericano –salvo el peruano, al que reservo íntegramente la tercera parte– para discutir acerca de sus grandes líneas distintivas, enfatizando su carácter periférico y los puntos de entronque con los procesos de construcción nacional y modernización. Las cinematografías mexicana y argentina además de haber gravitado en la constitución de los imaginarios nacionales de estos países, contribuyeron sobremanera a la invención de tradiciones que los públicos de otros países hispanoamericanos han ido haciendo suyas. ¿Existe verdaderamente un cine latinoamericano, un modo de representar común y característico frente al institucional y hegemónico? Resulta discutible sustentar esa unidad. Por un lado, si los géneros más exitosos trabajaron a menudo con temas vernáculos, ha habido en ellos mucho ingrediente imitativo, importado de Estados Unidos, lo cual no impide reconocer una textura propia, además de una minoría de cineastas que han enfocado sus realidades elaborando un lenguaje particular. Por otro lado, el noventa por ciento del total de la producción ha sido argentina, brasileña y mexicana, con lo cual esa afirmación unitaria resultaría excluyente, al mismo tiempo que incapaz de abarcar la gran variedad temática y estilística del continente. Seguidamente narro y comento una treintena de largometrajes de Argentina, Brasil, Cuba, Chile, México, Paraguay, Uruguay y Venezuela. Los he agrupado en cuatro secciones, haciendo en lo posible una lectura transversal de las cintas en cada una de ellas.
La tercera parte trata sobre el cine peruano, al cual prefiero no llamar ‘nacional’, pues ese calificativo le conferiría, de modo implícito, una representatividad que lamentablemente apenas tiene. Al respecto, abordo la relación del cine con la variedad de repertorios simbólicos de un país tan diverso como el Perú, y de un acceso tan desigual. El cine es una práctica simbólica relacionada tanto con algunas performances, sobre todo populares, en las que prima lo presencial y colectivo de lo tradicional y local, así como con la producción mundial contemporánea. De esta localización histórica y social tan lábil, me ha resultado útil la idea de la coexistencia de culturas (y dentro de ellas de las imágenes en movimiento) en el “tiempo he te ro gé neo” del Perú, contrapuesta a las del “tiempo homogéneo y vacío” de los Estados-nación a la europea, cuyas ciudadanías e identidades son herederas directas de la Ilustración, y sus repertorios simbólicos han sido más estandardizados por sus industrias culturales. Me ha interesado también destacar, a falta de políticas culturales vigorosas, el poco apoyo del Estado peruano a la cinematografía en comparación con lo que ocurre en Argentina, Colombia o Chile, que explica en parte su escasa con-vocatoria al público nacional. Las razones deben ser vistas en el hecho más