detrás del personaje […] se va al teatro para ver actuar y […] en los espectadores hay identificación con el actor al mismo tiempo que con el personaje, en una combinación original que es propia del teatro [y en que los espectadores] bien defendidos contra sus propias tentaciones histriónicas, aplauden…21
Si la proximidad física con los actores y la escena afirman la falsedad de lo que se está representando, a la inversa del cine, la obviedad del artificio potencia la ilusión sugerida.22 Si esta distinción es válida para el teatro occidental convencional, con mayor razón lo es frente a la diversidad de expresiones teatrales de mayor densidad simbólica que rebasan ese marco, del auto sacramental al kabuki japonés, pasando por los montajes de vanguardia. Lugar equivalente ocupa la variada gama de performances públicas con narración ritualizada, puesta en “escena”, música y danzas, decorados y vestuario (folclore, fiestas patronales populares y del ciclo agrario, carnavales), en que el público, lejos de ser pasivo espectador, se fusiona con el acontecimiento. La universalidad del “trabajo” inconsciente de las pulsiones frente al anclaje cultural del significante le da una independencia relativa a la producción y consumo cinematográficos, haciéndola capaz de trascender fronteras culturales en el “trabajo” espectatorial de las identificaciones, sin que ello impida que el hecho de ver una película esté altamente institucionalizado. Metz subraya que la institución cinematográfica consta de dos “maquinarias” que hacen funcionar al medio. Por un lado, la “exterior”, es decir la industria, con sus profesionales, artistas, empresas, circuitos de distribución y exhibición, y por otro la “interior”, la mental, compuesta primordialmente por el deseo interiorizado del cine –la esencia del espectador– y por su capacidad de comprender lo que ve, que lo llevan a pagar su entrada o a comprar un DVD pirata. Una y otra deben calzar perfectamente para mantener su dinámica económica y cultural, que es al mismo tiempo parte de cada psicología individual.23
Capítulo 2
La constitución de un modo hegemónico de narrar
La contraposición entre la unidad del cine (el largometraje como forma narrativa audiovisual y el placer de su espectador) y su diversidad (las particularidades temáticas, estilísticas, de fruición estética y económicas según el país y la región) tienen como telón de fondo la tensión entre imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos, puesto que los límites de unos y otros están muy lejos de coincidir. Al contrario, procesos de influencia y hegemonía por todos conocidos en buena parte animan la competencia por los públicos de casi todo el mundo prácticamente desde la segunda década del siglo pasado, fenómeno inédito en las artes, si miramos hacia atrás. No en vano, Metz destaca la naturaleza sociológica de la institución cinematográfica, que funciona según su contexto específico de espacio y tiempo. En lo referente al tiempo, hace una comparación con la novela, la gran institución narrativa occidental del siglo XIX, orientada entonces a formar la personalidad (el Bildungsroman alemán) o el aprendizaje amoroso (“l’éducation sentimentale” francesa) en sociedades con mucha represión sexual y una esperanza de vida mucho más baja. Si el consumo novelesco estaba frecuentemente dirigido a la lectura y ensoñación de jóvenes adolescentes, este autor nos dice que esa práctica simbólica se ha prolongado en el cine, reemplazando esa función social de la novela, otorgán-doles a los públicos del siglo XX e inicios del XXI una especie de adolescencia permanente, dada la multiplicación de posibilidades de ensoñación en los adultos en un siglo de una esperanza de vida y permisividad mayores.1 Así, al institucionalizarse la fantasía y cantonársele en el silencio y la concentración frente a la pantalla, también la realidad, lo “normal”, se ha hecho socialmente más soportable. A propósito de esa domesticación de las ensoñaciones, Slavoj Zizek resalta cómo lo real –lo no simbolizado, lo brutalmente ajeno e inesperado en la teoría laca nia na– ha sido situado del lado de la fantasía y no del de la realidad, entendiéndosele a esta última como una construcción intersubjetiva socialmente aceptada. Comenta que cuando ciertas producciones hollywoodenses presentaban catástrofes y acontecimientos de pesadilla “inaceptables” durante la vigencia del Código Hays de censura, el protagonista se “despertaba” al final de la película: ¡“todo” había sido un sueño!, lo real irrumpía felizmente solo en la fantasía, y la realidad se reafirmaba como algo reconfortante y familiar.2 A esos cambios culturales se agregan el brillo de los prototipos libidinales ofrecidos por los rostros, cuerpos y comportamientos precisamente de las “estrellas” en los que se condensan los “estilos de vida” deseables que actualmente detectan los estudios de mercado.
Y en relación al espacio de su producción y difusión es imposible disociar el aspecto estético del cine de su funcionamiento como institución social del imaginario. Las fantasías provenientes del inconsciente no conocen de fronteras culturales del modo en que legisladores, productores y comerciantes las establecen. De ahí que lo más destacable de la exhibición de las primeras películas haya sido no su éxito nacional sino la bienvenida que recibieron en los lugares más remotos. Del empalme del desarrollo de los transportes con las técnicas de reproducción de imágenes en movimiento y de sonido salieron dos vectores opuestos pero complementarios. Por un lado, la fundación de la ficción cinematográfica convencional y consagrada, llamada por Noël Burch el modo de representación institucional (MRI), que progresivamente resultará siendo hegemónica, y por otro lado, las particularidades de las cinematografías de otras regiones del mundo, que conservan, según modalidades y grados variables, modos autónomos de mirar y narrar, así como distintas relaciones del espectador con la pantalla.
El mérito del enfoque de Burch consiste en haber ido más allá del marco teórico psicoanalítico para explicar cómo el gusto cinematográfico ha estado asociado a cierta competencia del espectador para leer el audiovisual, siempre aprendida y situada cultural y socialmente.3 Sería demasiado simplista reducir el problema solo a que la determinación impuesta por la variedad temática, lingüística o de tipos étnicos en muchas regiones sea más o menos avasallada por la industria cultural más poderosa, a la sazón la de Hollywood. Estudiando las primeras etapas del cine, sobre todo el norteamericano, el francés y el inglés anterior a 1920, Burch muestra cómo la diégesis fílmica a la cual nos hemos referido requirió de un minucioso trabajo “interactivo” de públicos y productores a lo largo de décadas, no exento de ensayos y errores, para existir como experiencia narrativa y como negocio. Si bien la codificación de los recursos expresivos estándar bajo un paradigma semio-lingüístico ha llevado a acuñar el concepto de “lenguaje cinematográfico” que connotaría exactitud e inequivocidad,4 las gramáticas cinematográficas no dejan de estar basadas en convenciones aprendidas. El MRI plasmó tanto el ideal naturalista del Occidente moderno, cual es la reproducción de la realidad tal cual es observada (y controlada) por el sujeto, cuya figuración del espacio –dramatizada por las técnicas de iluminación– prolonga o se fusiona con la del sujeto, como una vivencia del tiempo que es continua y lineal. En tal sentido, la ficción cinematográfica norteamericana logró en la segunda década del siglo pasado, mejor que la francesa y la inglesa, reconstruir fragmentos de espacio y de tiempo articulándolos mediante una sintagmática tan pulida que alcanzaban la verosimilitud de lo natural. Hizo posibles unas economías narrativas de la plena identificación, digamos de inmersiones imaginarias, que iban dejando de lado los modos de representación “primitivos” de los primeros años, cuya relación del espectador con las imágenes en movimiento era, por el contrario, de exterioridad.
Sin embargo, aclaremos que la difusión mundial del cine no fue propiamente la del MRI sino la de esa cinematografía “primitiva” que profusamente retomaba mediante los primeros efectos ópticos, explotados por Méliès, los trucos del espectáculo de circo, de feria y de music-hall, o bien lo que removía los estereotipos del público, impregnados de un infantilismo que, según Burch, expresaba la animosidad popular.5 Era lógico que este populismo burlesco asequible a precios módicos lograse un notable éxito comercial en sociedades muy desiguales que, vistas a un siglo de distancia, abundaban en puritanismo y resentimiento hacia la autoridad. El ejemplo lo dio su éxito entre los públicos de las clases bajas francesas, en contraste con la indiferencia de los espectadores “cultos”.6