Javier Protzel

Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos


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habían visto imágenes en movimiento Era inevitable que Phallke tomase como referencia lo que había visto previamente en Londres y ahí se equipase de cámara, equipos de procesado, material virgen… y de ideas. Por lo tanto, difícilmente puede disociarse el carácter nacional de una cinematografía, no importa cuál sea la época en que emergió, del modo internacional en que constitutivamente se difundió. Por cierto, puede esgrimirse que detrás de la cinematografía estaba el imperialismo, pero eso no impide que en algunas regiones del mundo –más que en otras, es verdad– haya podido desarrollarse una industria genuinamente nacional de un arte en última instancia cosmopolita. Solo trece títulos de entre los más de mil de los producidos en la India durante el periodo del cine mudo se conservan. Esa base comparativamente sólida permitió que la industria tuviese un desarrollo sostenido mediante la llegada del cine sonoro que permitía enfatizar los géneros musicales. Hay únicamente diez canciones en Alam Ara (Ardeshir Irani, 1931), primera película sonora hindú estrenada en Bombay (de la que ya no existen copias),10 pero en producciones posteriores llegó a cantarse unas setenta, en medio de profusos despliegues de danzas y leyendas escenificadas. El componente musical no ha sido ni es la única regla del cine hindú, pero sí puede afirmarse que la utilización de la música ha atravesado distintos géneros: melodramas, historias de santos, crítica social. Sin pretender reseñar la historia del cine hindú (por lo demás nuestro poco conocimiento nos lo impediría) no puede dejar de mencionarse que las primeras producciones sonoras con las que despegó Bombay Talkies, la gran productora de esa ciudad, fue el antonomásico melodrama Achchut Kanva (1936) dirigido por el alemán Franz Osten, que escenificaba los amores trágicos entre un joven brahmán (de casta alta) y una joven de la casta de los intocables, precisamente en el periodo de luchas anti-coloniales y sociales lideradas por Mahatma Gandhi. La inventiva hindú encontraba una veta de originalidad en la musicalización de los fílmes, mezclando motivos e instrumentos populares con orquestaciones a lo occidental, como ocurrió en obras de corte histórico, religioso o legendario como Sant Tukaram (Vandruke Shantaram, 1937), premiada en el Festival de Venecia. De manera que el compromiso con una estética nacional de valorización de los acervos regionales y tradicionales no se contradecía con la modernización urbano-industrial del país. Más aún, desde los años treinta la Bombay Talkies optó por el igualitarismo en un país de castas, tanto en el contenido de sus películas como en su comportamiento empresarial.11 Debe destacarse que los embates de la Segunda Guerra Mundial pusieron los estudios de Bombay, Calcuta y Madrás en crisis, propiciando, al contrario, la inversión cinematográfica desde el mercado negro, lo cual le dio a las actrices y los actores la tajada del león de una cinematografía que no dejaba de producir.

      Pero esta consolidación de un star system no se asemejaba al de Hollywood, puesto que los tratamientos melodramáticos y populistas se profundizaron bajo influencias extranjeras, al tratarse de un país mayoritariamente pobre.12 Estas particularidades lanzaron a personajes popularísimos que hacen preciso destacar a dos realizadores. Uno de ellos es Raj Kapoor, actor, productor y también director –conocido por la célebre Awaara (El vagabundo, 1951) y sobre todo por Mera Naam Joker (Joker, 1970), una de las películas con mayor público y más tiempo en cartelera de toda la historia de la exhibición cinematográfica en el Perú–, y el otro es Mehboob Kahn, autor de Bharat Mata — Mother India (Madre India, 1957).

      El interés de Joker consiste sobre todo en la originalidad de los tipos de hibridación mostrados, seguramente ilustraciones del horizonte aspiracional de la modernización hindú de los sesenta en colisión con pesadas tradiciones. Obra destinada a entretener a un auditorio popular extenso y variado, ni pretende ser obra de arte ni menos de construir verosimilitud según referentes sociales reales. No hay problema en que, de adolescente, el protagonista se eduque en un colegio católico inglés destinado a la alta burguesía poscolonial, siendo hijo de una viuda indigente, ni que parezca ostensiblemente mayor que sus compañeros de clase cuando enamora a su profesora. Siendo tributaria del musical americano, la sucesión de canciones que jalona el relato es, sin embargo, envuelta en el “paquete” de la vida circense que sostiene la película, justificando una variedad de otras performances (danza nativa, acrobacia, fieras, payasos, cómicos de la calle) que la alejan de Hollywood y la ubican más bien en un Bollywood (Bombay) atento a un público mayoritariamente pobre para brindarle un espectáculo que prolongue en lo audiovisual la diversión familiar de la feria tradicional. Es así que el recorrido de Joker es de supervivencia y de soledad más que de lucha contra la pobreza y de búsqueda de éxito individual, por más que la dirección artística occidentalice la atmósfera de la ficción. Tironeada entre un lado occidental y uno nativo, en una mezcla imaginaria probablemente coherente para el público hindú, la narración en sus tres horas lleva al héroe desde la adolescencia a su vejez en la que transcurren relaciones amorosas, todas desgraciadas sin hacer fortuna, como si la moraleja fuese que el precio de la individuación es la soledad, y al contrario se exaltase el éxito económico expresado en emblemas occidentales de estatus mezclado con valores hindúes de seguridad familiar, pues las mujeres abandonan a este payaso una y otra vez por hombres de éxito. Y tanto más si la dependencia afectiva y los sentimientos culposos llevan al protagonista a presentarle la novia a su madre (que muere inverosímilmente viendo al hijo en el circo) para que dé su consentimiento.

      Mera Naam Joker es el melodrama de una derrota que, según el espectador del cual se trate, tiene toques de comedia. Se ensalza a la madre enfáticamente desvalida que quiere una esposa burguesa para su hijo, a diferencia de otra madre cuyo perfil simbólico forma parte de tradiciones premodernas. Esta es Radha, el personaje protagónico de Bharat Mata — Mother India (Madre India), interpretado precisamente trece años antes por Nargis, la misma actriz que hace de madre en Joker.

      Si la originalidad de la película de Raj Kapoor estriba en el kitsch particular de la modernización hindú, la de Mehboob Kahn adopta una perspectiva distinta, más sensible a la pervivencia de viejas tradiciones. El largo flashback de los recuerdos de Radha, ya anciana, estructura la película. La reminiscencia de su amor juvenil con Shampo, quien será su esposo, no deja de regresar, aunque predomine su sufrimiento, radical, sin comicidad. Radha labra la tierra por décadas, sometida a Sukhilala, el comerciante alfabeto que le compra cosechas a precio vil en medio de una pobreza que el cuidado de sus dos hijos agranda. Ser rico es tener dos vacas. Shampo abandonó el hogar al perder ambos brazos en un accidente de trabajo. Su gesto de dignidad al saberse inútil marca la centralidad del trabajo en el flujo de la vida, lo cual hace de la condición campesina algo heroico, pero de un heroísmo liderado por la madre. Esta no lo es solo de sus dos hijos; es una madre mítica, matrona celebrada por la comunidad entera, puesto que la tierra germina por sus esfuerzos arándola. Tierra y madre se remiten una a otra en una metáfora de la fecundidad que se extiende al conjunto de la naturaleza, puesto que la lucha –más contra la desgracia que contra la pobreza– es telúrica. Las lluvias torrenciales del monzón, los incendios y otros desastres le sirven a Mehboob Kahn para inventar una eficaz estética del padecimiento, que no deja de alternarse con música, canciones y despliegues coreográficos inspirados en una aparente fusión del musical occidental con danzas típicas, cuyos textos comentan unas acciones cuyo desenlace será trágico. Tal como en Joker, la madre le pide al hijo que se case. Radha lleva a su díscolo y violento Birjoo al matrimonio con Rooja, hija de Sukhilala. Pero en plena boda el clima festivo se enerva cuando este arremete contra la novia, y pese a las súplicas de Radha, también golpeada, mata sin piedad a Sukhilala por recuperar un par de brazaletes de oro presuntamente mal habidos. Tras el crimen, Birjoo rapta a la novia y huye, convertido en bandido, para reencontrarse poco después con su madre, quien tras dispararle un balazo en el pecho lo toma en sus brazos entre sollozos para que muera con ella. “Sacrificaré a mi hijo pero no a mi honor”, había dicho Radha, verbalizando radicalmente su idea de una responsabilidad materna que, más allá de la familia, abarca a la comunidad local –“la tierra”–, cuyo código de honor debe ser defendido, pues la novia, Rooja, es “hija de toda la aldea”.

      No es simple coincidencia que a este final de Madre India pueda calificársele de operático. Los sentimientos exacerbados de pertenencia y los desgarramientos de la identidad forman parte de las experiencias de la modernidad y la individuación, vividas colectivamente