Javier Protzel

Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos


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institucional (MRI) occidental, aunque nada de ello se debiese precisamente al nacionalismo sino a la originalidad del modo de producción y lectura del significante artístico. Siguiendo la interpretación de Roland Barthes, según la cual hay una disyunción de la forma del significante en las artes plásticas, gráficas y escénicas japonesas,36 la materia sensible se distribuye en registros diferentes. Simplificando, digamos que cada significante “por separado” no constituye un signo, no significa a su referente al carecer por sí solo de su función de “conexión” con el destinatario (o función fática, tomando el término de Jakobson). A la inversa, la fragmentación del significante artístico le da espesor propio a cada uno de sus elementos. Así, para la interpretación de Burch, el benshi en realidad no “traducía” en el sentido lingüístico los intertítulos del cine mudo occidental; más bien componía un relato oral propio a propósito tanto de las imágenes mostradas en la pantalla como de los intertítulos, siendo ambos reestetizados y resignificados. El mismo autor refiere películas en las que el mismo actor –a la sazón aquellos muy populares– desempeñaban tres o más roles distintos como “soporte” visual del benshi, cuya voz los inter-pretaba, en funciones cinematográficas que se iniciaban con una explicación del mecanismo de proyección.37 O saliendo del cine, para dar otros ejemplos, el “toque” o gesto de la mano del maestro calígrafo poniendo su trazo de tinta negra sobre el papel blanco es distinto a lo que el grafismo ahí escrito denota: es la escritura por la escritura misma, pero indisolublemente unida a la significación que genera. Así, Roland Barthes distingue entre el gesto efectuado, el gesto efectivo y el gesto vocal al observar la puesta en escena de las marionetas Bunraku que se integran como tres escrituras distintas. Tres titiriteros operan cada uno de los muñecos (de uno a dos metros de alto); el principal maneja la cabeza y el torso, los ayudantes –de negro y con el rostro tapado– sujetan el brazo izquierdo y lo hacen caminar. Al costado, y sobre un estrado, se colocan los recitadores y los músicos desde el que dicen y cantan “con violencia y artificio” el texto escrito. El acto del manipulador es de por sí artístico, como el toque de tinta de un calígrafo en el papel: gesto efectuado diferente al efectivo de los muñecos, en cuyos movimientos juegan las emociones. Y el gesto vocal es la declamación extremada, el pathos visceral e incontenido pero que en ningún caso pretende “representar” lo real, pues en el Bunraku se “[…] separa el acto del gesto: muestra el gesto, deja ver el acto, expone a la vez el arte y el trabajo, reserva a cada uno de ellos su escritura […] la voz es doblada por un vasto volumen de silencio donde se inscriben con tanta más fineza, otros rasgos, otras escrituras”.38

      No obstante, el público se conmueve con este espectáculo que no es la “representación” mimética de algún referente externo sino lo inverso, es el sinceramiento del artificio mostrándose como tal, combinando distintos códigos y tipos de ejecución para provocar una potenciación expresiva semejante al efecto de distanciamiento del teatro de Brecht. De modo equivalente, la disyunción del significante de las primeras décadas apareció en el género rensa geki en el que se mezclaron el shimpa (teatro moderno occidentalizado) con el cine: las escenas en interiores eran interpretadas en vivo sobre las tablas, mientras los exteriores se proyectaban a la pantalla, con los mismos actores, o incluso se ponía en la escena un telón de fondo con vistas exteriores pintadas, alternándose estas con exteriores reales filmados, aunque incluso esos exteriores estuviesen decorados con el papel pintado teatral que figuraba esos exteriores, de modo tal que una escritura (una imagen) estaba permanentemente “citando” a otra.39 Este “presentacionismo” japonés que sigue atravesando ámbitos importantes de la cultura japonesa (en las formas que dan un marco, como en la envoltura de paquetes, en los volúmenes de las cajas y de los interiores arquitectónicos, y general en la estetización del espacio vacío y de lo ausente) pasó, aunque disminuido, a la producción cinematográfica posterior. Burch compara las imágenes del cine occidental con las del japonés en base a tres ejes diferenciadores: la superficie y la profundidad, el centramiento del cuadro, y la continuidad y discontinuidad de la acción. Mientras que en el modo de representación institucional occidental, fiel a la idea de naturalizar el significante, se perfeccionó y escenificó la profundidad del campo, en el cine japonés se tendió tanto a guardar una superficie visual plana, tributaria del kabuki, como a establecer una proporción singular entre el conjunto del cuadro y la figura humana. Además, pese a que las concepciones norteamericana y rusa del montaje atrajeron a los cineastas japoneses de los años veinte, su empleo por los realizadores era más “cita” de otra escritura que recurso de una semántica propia. De ahí que durante décadas no haya molestado el carácter escénico de ese cine y no se haya hecho sentir con mayor fuerza la preocupación por el naturalismo diegético a la americana hasta la segunda posguerra, aunque nada de esto se cumpla de una manera tajante como brevemente lo ilustramos tomando tres películas antiguas, una silente y dos sonoras.

      Orochi (1925) de Buntaro Futagawa es un típico filme chambera, género de capa y espada importante en los años veinte, derivado del teatro de sables, o ken geki. La copia disponible viene sonorizada con la voz del benshi, cuyo rol es interpretado según el canon de la época por quien la recuperó del olvido.40 Conforme al imaginario nipón del espadachín, se narran las vicisitudes de Heizaburo, un ronin (samurai sin amo) que al haber sido expulsado de la escuela de caligrafía de Matsuzumi Eizan, su comunidad, vaga humillado y en harapos, sufre prisión y se enamora de Oichi. Para un espectador occidental contemporáneo llama menos la atención el empequeñecimiento de los cuerpos de los combatientes y su acelerado movimiento dentro del cuadro en las numerosas escenas de lucha, característico de cierta plástica japonesa, que su agrupamiento coreográfico en “paquetes” redondeados y en abanico, todo mostrado desde un solo ángulo. A diferencia del cine silente occidental, los intertítulos, opacados por la voz del benshi, no parecen cumplir su función explicativa sino a enfatizar lo que este último declama y a marcar los momentos de la acción dramática suprimiendo las imágenes. Pero atrae sobremanera la interpretación del benshi–al escucharlo se entiende bien su popularidad– que, quizá más que las imágenes, centraliza la tensión del relato. A la inversa del cine occidental que necesitó del sonido para completar la ilusión diegética, su introducción en el Japón no dejó de crear resistencias, puesto que probable-mente perturbaba la combinación de significantes disjuntos de la interpretación del benshi y de la ficción fílmica. El dominio que aquel podía lograr sobre esta correspondía más a un espectáculo teatralizado, basado en el acto vivo de enunciación, aun así algunas escenas en exteriores rompiesen con el estatismo de la cámara recurriendo al travelling.

      En cambio, al compararse Orochi con Genroku Chushingura (Los 47 ronin, 1941) de Kenji Mizoguchi, choca la tosquedad del filme mudo frente a la sofisticación visual y sonora de la obra de este realizador, al extremo de que no parece que apenas un pequeño lapso de dieciséis años separe un filme del otro. Gran maestro, Mizoguchi ha construido una narrativa eminentemente diegética, empleando todos los elementos del lenguaje fílmico occidental, sin perder no obstante una mirada profundamente japonesa. Los 47 ronin es un jidai-geki (filme de época) rodado a inicios de la Segunda Guerra Mundial con probable motivación patriótica, se aleja de las preocupaciones sociales contemporáneas, abundantes en la obra de Mizoguchi. Relata el curso de la venganza de cuarenta y siete samurai devenidos en ronin al quedar desamparados por la muerte de su líder, Asano, cuyos ancestros escénicos son las marionetas bunraku ya mencionadas. Asano ha sido obligado por el shogun Tokugawa a hacerse harakiri gracias a una intriga urdida contra él. Oishi, discípulo de Asano, encabeza la venganza contra el enemigo Kiri, cuyo desenlace es la legendaria muerte de los cuarenta y siete combatientes. La mayor profundidad de campo en exteriores, la mullida movilidad de la cámara y los cambios de ángulo marcan un estilo que se separa de la pura contemplación y del achatamiento pictórico del cuadro. Mizoguchi se apropia de ciertos artificios de Occidente para su puesta en escena sin motivo imitativo aparente. Le sirven para recrear magistralmente la amplitud de los palacios y los tensos climas conspirativos de entorno del shogun, organizando casi coreográficamente los movimientos de los personajes, adelantándose veinte años a lo que se haría al otro lado del Pacífico.

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