Javier Protzel

Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos


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mujer galante, 1952). Vista más de medio siglo después, Ugetsu ilustra la capacidad de este cine, y del Japón de posguerra, para aludir a situaciones contemporáneas (la sumisión de la mujer y el apetito por el poder, tópicos a los que Mizoguchi fue muy sensible) mediante el desarrollo narrativo de creencias tradicionales. Basándose en cuentos de aparecidos del siglo XVIII, Ugetsu dosifica magistralmente un clima brumoso y fantástico en que se entrecruzan vivos y muertos, pasado y presente, con el atribulado camino de la gente sencilla que padece las guerras entre señores feudales. Así, el alfarero Genjurô y el campesino Tobei, modestos aldeanos, huyen con sus esposas de las tropas invasoras, uno y otro lanzados a seguir sus destinos de héroe y bufón. Genjurô logrará persuadir a su esposa para que retorne a casa, aunque sin enterarse de que en la ruta la matarán. Tobei, en cambio, abandona a la suya, poseído por la ambición de ser un samurai, lo que por casualidad y oportunismo consigue. La intriga se prosigue hasta la moraleja, pues termina reencontrándola mucho tiempo después en un burdel perdido en el que había recalado junto con sus soldados una oscura noche de farra. En cambio, a Genjurô la suerte le reservó ser seducido por la fineza de Lady Wakasa, gran dama cuyo blanquísimo rostro, semejante al de una máscara noh, resulta ser el de un espectro devorador, que acompañado de su vieja sirvienta recorre la comarca buscando esposo. Inicialmente atraído, Genjurô termina huyendo y regresando a casa, donde le esperan su hijo y el fantasma de su esposa, quien después de recibirlo y dormir con él, lo abandona al amanecer.

      En suma, la profusión con que Mizoguchi empleó recursos de creación diegética occidental (profundidad de campo, pantalla ancha, movimientos complejos de cámara con grúa y dolly) estaba dirigida a recrear atmósferas y espacios asociados más bien con los movimientos del teatro, la plástica y la expresión corporal japoneses. Así, la ubicación de los personajes en la composición visual puede responder a exigencias de regularidad geométrica y a la búsqueda de armonías complejas para disponer a los personajes en el cuadro en “racimos” para la mejor armonía de la imagen.

      Junto a la obra de Mizoguchi destaca la de Yasujiro Ozu por su lenguaje fílmico específicamente japonés y un universo narrativo que por ser urbano y moderno no deja de entroncarse profundamente con las tradiciones de este país. Se estima el cine de Ozu por un clasicismo de doble acepción. Constituye un modo de contar acabado, modélico; pero sobre todo, en cada película Ozu “se repite” en cierto modo. Entre “el refinamiento supremo aportado a un continuum” de creación de obra a obra –palabras de Burch–, y la concepción de un relato original, Ozu opta por lo primero, como si en la cultura japonesa no cupiese el distingo unidad/pluralidad correspondiente a la taxonomía obra/género de los relatos del Occidente moderno, y como si el oficio de cineasta consistiese en la paciente artesanía del trabajo sobre las formas de un mismo objeto que ha transitado de soporte a soporte. Por ello, en Ozu son características sus tramas relativamente simples y la actitud contemplativa a la que invita a su destinatario. Dramas familiares y conflictos de caracteres se desarrollan mediante una economía del tiempo inscripta más en el ritmo del habla y las costumbres cotidianas que en la exigencia de ritmo y agilidad del relato acostumbrada en los géneros occidentales. Sin embargo, esta generación de un tiempo interior, semejante al del teatro de Chejov, sirve de “punto de vista” para presentar el impacto de la occidentalización japonesa en la posguerra. En cierto modo, el cine de Ozu confronta tradición con modernidad desde un registro opuesto al de Mizoguchi. Mientras este último no vacila en apropiarse de los recursos técnicos occidentales para poner en escena una historia crítica de su país, Ozu inventa una escritura que traslada al cine elementos antiguos de composición plástica y de dramaturgia nipona para aplicarlos a contextos urbanos contemporáneos. Así, en Munekata kyoudai (Las hermanas Munekata, 1950) Ozu retrata los cambios de la condición femenina “citando” deliberadamente otras artes. Setsuko y Mariko, la mayor y la menor de dos hermanas ilustran respectivamente a la esposa servil y chapada a la antigua, y a la profesional emergente de posguerra, la primera deprimida y luciendo un kimono, la segunda alegre y vestida con traje sastre. La moderna Mariko dinamiza el relato, pues conoce a Tashiro, soltero y antiguo enamorado de Setsuko, y resuelve reunirlo nuevamente con su hermana, que padece en silencio su infeliz matrimonio. La conversación de Mariko es desenfadada, casi subversiva para la época en que se produjo. Pero al hablarle a Tashiro –a quien le incluso le pide matrimonio– su texto oscila entre un tono paródico que cita técnicas teatrales del kabuki y del shimpa para describir la escena y la trama de la película “desde fuera” de la diégesis, y su propio rol de hermana menor. Mediante este desdoblamiento del personaje Ozu introduce al anti-guo benshi del cine silente (en el que inició su carrera) dentro de la ficción, probablemente menos por proponer una distanciación brechtiana que por subrayar que no existe una solución de continuidad entre el relato proyectado en la pantalla y el comentario “real” que el maestro de ceremonias da presencialmente al público. Este desdoblamiento es apenas un guiño de ojo frente a otro, más importante, la dualidad Mariko/Setsuko, que figurativiza la oposición modernidad/tradición. Tomando imágenes de interiores aplanadas, con poca profundidad de campo, Ozu “cita” las superficies pictóricas niponas clásicas, antitéticas respecto a las creadas en Occidente desde el Renacimiento en el que ambas se mueven.

      Más allá de esa película, sus personajes suelen ser fotografiados en la parte baja del cuadro (dejando un vacío hacia arriba, como en una habitación en que estos se sientan en el suelo) y frontalmente, ignorando a menudo el eje de las miradas. Estos “defectos” aparecen con claridad en Tokio monogatari (Viaje a Tokio, 1953), una de sus películas más notables. Profusa en diálogos y de largos silencios que transmiten un ánimo contemplativo, en esta Ozu aumenta la densidad de los tiempos interiores, necesarios a su contenido (“una de mis películas más melodramáticas” para el autor).41 Narra el viaje de una pareja de ancianos, Shukichi y Tomi, a ver a sus hijos y nietos a Tokio. Viaje en el espacio y también en el tiempo, desde una apacible provincia al Japón modernizado, cuyo afiebrado ritmo de vida deja pocas oportunidades para el encuentro familiar. Tomi, madre y abuela, muere apenas regresa, y la familia finalmente se reúne en el funeral. Pese a que el relato fluye con claridad, los planos frontales y el eje de las miradas no corresponden a los intercambios verbales entre los personajes, que permiten mediante el montaje plano/contraplano –propio del cine occidental, que Ozu ciertamente dominaba– la comprensión de la interacción en escena. Esa construcción de un espacio mental y físico que es esencial en el cine convencional suele no ser muy respetado por Ozu hasta el final de su carrera de cineasta. Según Burch, Ozu desafía los dos principios fundamentales del modo de representación dominante en Occidente: por un lado, el de la continuidad de la ficción, puesto que gracias al raccord de miradas la impresión de realidad fluye de plano a plano, subrayando “la naturaleza disyuntiva del cambio de plano”, lo cual gene-ra un hiato en la lectura; y por otro, cuestiona el lugar imaginario del espectador dentro de la escena, obstruyendo el mecanismo de identificación.42 Más aún, Burch menciona a un crítico japonés que explica esta reticencia al raccord señalando que los personajes de Ozu “se hablarían más a sí mismos que a sus interlocutores”.43 Además, la abundancia de “planos de corte” que funcionan convencionalmente como cortinas para separar una escena de la siguiente, en Ozu hacen las veces de “naturaleza muerta” en el sentido pictórico, para evocar sofisticadamente el clima de la obra, como si el filme no fuese solamente una narración antropocéntrica.

      Naturalmente, las obras de Mizoguchi y de Ozu, así como las de directores posteriores como Kurosawa, Shindo o Kobayashi corresponden a momentos que pese a extenderse durante unas cinco décadas no representan numéricamente más que una pequeña fracción del cine japonés. La observación externa del cine japonés adolece generalmente de un prejuicio selectivo que lleva a encasillarlo en lo que resulta típicamente nipón para el ojo extranjero, razón por la cual el jindai-geki (película con ambientación de época) ha sido mejor recibida en Occidente que las de género contemporáneo, privilegiándose los títulos “exportados” y consagrados en los festivales y olvidándose de la vasta producción destinada al mercado interno, que incorporaba elementos del cine comercial occidental a producciones más baratas. Esta ignorancia incluso ocultó la aparición de sensibilidades de “nueva ola” (nuberu bagu) como las de Nagisa Oshima y Shohei Imamura, quienes obtendrían reconocimiento