detalles que inevitablemente (o excepcionalmente voluntarios) dan testimonio de la artificialidad de la película y desarman la ilusión de realidad. Ahora bien, hay quienes como Sokurov se ubican en los márgenes de ese postulado dominante, pues sus referentes están más en el arte que en la naturaleza fotografiada e imitada, diciéndolo simplemente. La referencia al arte en Sokurov es, en primer lugar, a la plástica, en especial a la pintura y arquitectura euro-peas de los siglos XVIII y XIX, como él mismo lo declara.13 Y la semejanza de esos cuadros con la realidad está regida tanto por los parámetros perceptivos de otras épocas como por marcos culturales y afectivos de contemplación distintos. Por ello el grado de iconicidad de esa pintura (la semejanza de lo pintado) es, por así decirlo, más modesto e irrelevante para nuestros ojos. Cabe recurrir a la semiótica de Peirce para distinguir otros dos aspectos en el signo, además del icónico: el índice y el símbolo. Estos son, resumida y respectivamente, aquello que singulariza al signo en su aquí y ahora (las marcas de su enunciación), y lo que, por convención aceptada, permite generalizarlo y hacerlo comprensible a una comunidad.14 Una parte de los referentes de Sokurov es esa singularidad de la enunciación pictórica: la particularidad del trazo a pincel, la textura impresa en el óleo de mayor o menor rugosidad, las “imperfecciones” en el dégradé de los matices cromáticos y el contraste entre los elementos presentados. Esas “limitaciones” técnicas para la producción estándar contemporánea de imágenes devienen en virtud para la mirada de Sokurov. Por ello, busca romper el principio de la iconicidad e introducirse en los índices de la enunciación de otra época para revalorizarlos y transmitir sus contenidos anímicos (o equivalentes) a esta. Pero no se trata de imágenes fijas, sino de relatos, de filmes. Las secuencias de estos asumen también el ritmo de los climas que busca comunicar.
Mat i syn (Madre e hijo, 1996), largometraje que lo dio a conocer inter-nacionalmente al ser presentado en Berlín, es modélico. En sesenta y siete minutos narra la intensa relación, casi simbiótica, de una madre moribunda con su hijo en una pequeña casa de campo de madera (datcha). Hay mucha ternura y dolor ante la llegada inminente de la separación definitiva. Ambos personajes forman parte de un lugar idílico y aislado, como si su afecto idealizado fuese el ingrediente que le da vida y movimiento a algún cuadro ruso del siglo XIX, en el que ambos personajes podrían aparecer. Junto a los cielos nubosos, los trigales amarillentos peinados por el viento de la tarde y las altas copas de los árboles oscuros, Sokurov reproduce las relaciones humanas que la naturaleza metaforiza.15 La fotografía es trabajada mediante deformaciones ópticas conseguidas con lentes anamórficos, filtros de colores e incluso vidrios pintados. Los diálogos son escasos; son el rumor del viento y la lluvia, el crujir de la madera y el sonido de los pasos los que marcan la lentitud de la acción, cuya cadencia corresponde al tono de contemplación minuciosa de los cuerpos y del paisaje hasta el final en que la madre muere. Sokurov tiene una confesa aspiración a una expresión universal: así como la separación de la madre y el hijo es trágica en tanto equivale a la separación del hombre de la madrenaturaleza, en todos sus personajes hay un “sentido escondido, aspectos dramáticos ontológicos, en última instancia generalizables a la experiencia de una generación, de una época…”.16
Por otro lado, en Verborgene Seiten (sin título en castellano, traducible como Páginas ocultas, 1993) Sokurov se inspira en el ambiente y las ideas de Crimen y castigo de Dostoievski. A diferencia de Madre e hijo, aquí no hay un referente pictórico; es un universo literario al cual el realizador nos introduce. Para él no se trata de contar la novela, sino de recrear el San Petersburgo en que discurre el tormento de Raskolnikov, como si hojease el libro buscando los pasajes que más le impresionaron. La reconstitución histórica es minuciosa, pero en vez de mostrar los monumentos grandiosos y las perspectivas del río Neva dirige su atención al lado sórdido de la ciudad. Sokurov nos sumerge en la quintaesencia de la atmósfera dostoievskiana, en detalles inherentes al texto pero que este omite: edificios miserables, calles sin cielo, canales de aguas turbias cubiertas de vapor y humo, sobrevolados por una que otra gaviota recordándonos que la naturaleza no está lejos. La resurrección de este pasado denso, asfixiante, expuesto al estado puro es el centro del filme y seguramente la mayor motivación del realizador. No hay trama, y los diálogos son tan escasos que el filme parece haber sido concebido como una pintura, un fresco, una foto antigua casi sin color de significado enigmático que nos es dada a comprender. Vemos a un hombre joven deambular confundido, buscando algo por esos bajos fondos. El movimiento de la cámara y la acción son tan lentos que el tiempo parece congelado. Reconocemos a Raskolnikov, consumido por la culpa de haber asesinado a la anciana arrendadora de su habitación. Encuentra a Sonia Semenerovna, la muchacha mitad prostituta, mitad santa de la novela, que lo alivia y lo absuelve. Después es apresado y golpeado por la policía, no se sabe bien por qué. Es difícil e innecesario encasillar esta película tan intensamente poética en el territorio de la ficción o del documental, pero sí queda claro que no habla solo del Petersburgo de Dostoievski y Gogol, sino del mundo contemporáneo.
El reverso de la medalla lo veremos más tarde en la brillante Ruskiy kovcheg (El arca rusa, 2002), inmersión en el San Petersburgo más suntuoso, el del museo del Hermitage y el Palacio de Invierno de Pedro el Grande, en que reanima con alegría los tres siglos de su historia. Con este gran espectáculo Sokurov busca explícitamente la identificación del espectador con la cámara y con el sujeto narrador. No se cuenta una historia; la película es más bien un paseo. Al iniciarse, sobre un fondo negro este narrador (Sokurov mismo) dice haber recuperado la memoria tras un infortunado “accidente” (¿el comunismo?) sin saber exactamente por qué se encuentra ahí, en el Hermitage y en el siglo XVIII. El travelling casi incesante de la cámara en medio de oficiales y aristócratas que ingresan al palacio encuentra al guía y “emisario” de Sokurov, un diplomático francés con título nobiliario vestido a la usanza del siglo XIX. Él tampoco comprende bien por qué está ahí. Nos acompaña durante los noventa y cinco minutos de duración de esta película rodada en continuidad, sin un solo corte. Entendido en arte e historia, el personaje va atravesando los corredores y galerías del Hermitage seguido por un lente de gran ángulo por momentos deformante, viendo, tocando, oliendo los óleos, las estatuas, los ornamentos de oro y de porcelana; criticando, bromeando, explicando los cuadros a un destinatario indefinido (¿el espectador, Sokurov?) En algunos salones no lo ven; los recorre sin que se sepa si él es el fantasma o bien lo son las damas y caballeros tan elegantes de la nobleza que ríen y conversan. Se cruza con Catalina la Grande, ve al zar Pedro dándole una golpiza a un lacayo. En otras galerías hay gente con vestimenta actual: hombres y mujeres asombrados de ver a este sujeto de modales y vestido estrambóticos reprocharles su mal gusto y aludir a su estancia en Viena con el príncipe Metternich.
¿Desde dónde se expresa Sokurov? ¿Es una reminiscencia poscomunista de Rusia? ¿O se sitúa imaginariamente en el pasado para desde este mirar al presente, viéndolo como futuro trágico y decadente? ¿O bien su esfuerzo consiste en darle protagonismo a todo el arte expuesto en el museo, a esa estética de los siglos XVIII y XIX con la cual tanto se identifica, como afirmando su cosmovisión propia, que consagra la eternidad de las obras y la transitoriedad de los hombres? Para Sokurov, inspirarse en la pintura europea de dos y tres siglos atrás, en Turner y los románticos alemanes, no es simplemente un gusto personal confeso; es asumir que la atemporalidad del arte (plástica en este caso) está más allá de los límites del cine, no debiéndose reducir este por lo tanto a la narración diegética. El referente mismo de la expresión cinematográfica debe trascender el “realismo óptico” del que según él adolece la mirada contemporánea. Le dice a Cahiers du Cinéma que:
El cine óptico “tradicional” halaga al espectador, a su gusto por la verosimilitud, pero casi nadie trabaja para sobrepasar la realidad óptica. ¿Acaso se preguntaron ustedes por qué la mayoría de los cineastas no sabe pintar? Aprender el dibujo requiere de una inmensa suma de trabajo y de una gran voluntad, la misma que supone emanciparse del realismo óptico.17
Kenyi Mizoguchi, Ugetsu monogatari (1953).
Yasuhiro