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italiana de los Comencini, Monicelli o Risi, más inspirado en la oralidad y lo grotesco del espectáculo popular.

      Con otros ejemplos podría señalarse resumidamente que el ideal diegético del cine occidental a fin de cuentas nunca fue un modo de representación homogéneo en cada cinematografía nacional, pese a la influencia de Hollywood y a la estandarización de los procedimientos narrativos (identificación del espectador con la cámara, angulaciones visuales, ejes de miradas, montaje, convenciones lumínicas, metonimias musicales, planos sonoros, etcétera). Por el contrario, muchos realizadores han cuestionado ese modo de representación institucional innovando en sus lenguajes para lograr expresar un arte a menudo ubicado en los márgenes del mainstream de o inspirado por Hollywood (sin excluir entre estos, por cierto, a muchos realizadores norteamericanos). Y es que el clima de los campos culturales que circunda a las comunidades de creación fílmica en cada país y época puede haber influido decisivamente para perfilarlas, independientemente de los factores de mercado. El reconocimiento social de la calidad de una obra no significa necesariamente una voluminosa contrapartida de taquilla. Pueden ser de dominio público los prestigios de un Wenders o de un Erice, ahí donde el público mayoritario alemán o español prefiere pagar su dinero para ver un blockbuster con Tom Cruise.

      Las políticas públicas cinematográficas más sostenidas en el tiempo han sido las europeas, occidentales y centrales. Sus actividades se han dirigido al cultivo del público y al fomento de la producción, es cierto. Pero el telón de fondo no ha sido ni el propósito educativo ni el empresarial, sino la generación de obras de alta calidad que mantenga vivo el cine nacional, y no precisamente oficial. Además, esas políticas están insertas en sus respectivos contextos locales de diferenciación y promoción cultural, como si el Estado-nación hubiese decidido en la posguerra resistir al peso avasallador de las majors, protegiendo su patrimonio y reeditando las viejas tradiciones del mecenazgo. Junto a esos márgenes de autonomía entre la promoción de la creación y la lógica del mercado hay otro elemento original. Es la posibilidad de apreciación crítica y estética difundida masivamente por los sistemas educativos de alta calidad de ciertos países, que permiten dar un curso coherente a la historia cultural, colocando al cine entre las artes y sustrayéndolo de su farandulización por el periodismo.4 Los márgenes de libertad de creación han podido entonces ensancharse, permitiendo a algunos autores, vivos o muertos, no alinearse en la ortodoxia del entretenimiento diegético.

      Quisiera referirme a dos realizadores, Robert Bresson y Alexander Sokurov. Los escojo por preferencia personal –podrían ser otros–, sin que ello afecte mi propósito. Si ambos autores se han consagrado por el valor artístico de sus obras (juicio que aunque compartido por muchos no deja de ser subjetivo por quienes lo enuncien), lo que es inobjetable en ellos es su singularidad, sus marcadas diferencias respecto a un canon fílmico. Lo son, a su manera, como el de los maestros japoneses y el hindú abordados anteriormente. La elaboración de una mirada propia no es ni podría ser, sin embargo, una creación ex nihilo, una fantasía gratuita. No está desvinculada, qué duda cabe, ni de las narrativas vigentes ni de los géneros que las expresan. Y en materia de narrativa cinematográfica siempre hay una relación institucionalizada con la realidad. Frodon pone en relieve el espesor de lo real de la producción cinematográfica, debido a las limitaciones técnicas, de presupuesto y de mercado inevitablemente impuestas no importa cuál sea el prestigio de su autor, a diferencia de otras artes. Por ello, independientemente de ser una pesada constricción para el realizador, las condiciones materiales de producción también los anclan a él y sus películas a una época y a un lugar del que son testimonio, y a un público cuyas huellas aparecen, traslúcidas, en el contenido de la narración. Es cierto que los márgenes de autonomía ganados con la tecnología digital y de alta definición liberan; permiten personalizar y abaratar la producción, pero al mismo tiempo podrían conducir al realizador a cierto hermetismo.5 La mirada de un realizador vendría a ser, entonces, la singular relación con lo real adoptada con su don creativo, pero también con la ideación –aunque sea mínima– de su destinatario, pues aun el poema más esotérico contiene, implícitas, las huellas de su destinatario.6 La relación con la realidad no pone en juego la verdad, sino un compromiso ético frente a la realidad y frente al espectador subyacente.7

      Así como detrás de muchas películas pueden manipularse relaciones de fuerza, de subordinación, o como suele ocurrir, dar estereotipos engañosos, Bresson asume plenamente ese compromiso en su obra, que él no llama “cine” (traduciendo de cinéma) sino “cinematógrafo” (cinématographe),8 al concebir su arte de modo radicalmente distinto de cualquiera proveniente de la puesta en escena heredada del teatro. Para Bresson la puesta en escena es un artificio, y el actor profesional interpretando personajes conduce a transmitir apariencias; no hay actores sino “modelos”, portadores de una personalidad propia que en cierto modo es “injertada” en la ficción para enriquecerla naturalizándola. Señala en sus Notas: “Modelo. Le dictas gestos y palabras. Él te devuelve (tu cámara lo registra) una substancia”.9 La ética bressoniana se rebela contra la “ilusión de realidad” aristotélica (de la cual Metz extrae el concepto más prudente, pero más cercano al show business de “impresión de realidad”) sin postular un idealismo antidiegético, sino convencido de la imposibilidad de una verdadera mimesis dramatúrgica (la “imitación” del rol por la actriz o actor al transformarse en el personaje). Los personajes son, entonces, el elemento central de sus películas, entendiéndose por estos las figuras en movimiento registradas por la cámara y no los roles ensayados y aprendidos previamente, pues la cámara es capaz de captar rasgos esencialmente humanos aflorados del trabajo poco directivo del realizador con sus “modelos” poco conocidos y también no profesionales, cuya expresividad resulta ser superior a la del profesional, sobre todo si es una “estrella”. Dicho en otros términos, Bresson se ubicó en las antípodas del naturalismo diegético dominante en la industria a medida que fue evolucionando y disponiendo de libertad para plasmar su concepción. Lo que vemos en la mayor parte de su obra es una implacable sobriedad: la actuación es lo opuesto al exceso, tendiendo a disminuir la expresividad y a romper con todo psicologismo, quedando esta librada a la fuerza real que dimana de los “modelos”, los cuales ocupan el centro de la acción, pues los paisajes y decorados de fondo no deben opacarlos. La música debe ser evitada o abolida, escribiendo que “[…] aísla tu película de la vida de tu película (delectación musical). Es un poderoso modificador e incluso destructor de lo real, como el alcohol o la droga”.10 Al contrario, los ruidos deben marcar el ritmo de la narración e incluso convertirse en la “música” de la película. La iluminación debe limitarse a darle un ángulo nuevo a la mirada, mostrando espacios fragmentados que destaquen detalles insólitos de lo real habitual-mente desdeñados.

      Bresson debió recorrer un largo trecho en el cine francés convencional antes de llegar a sus concepciones. Sus primeras películas abundan en diálogos literarios de autores reconocidos, como Giraudoux en Les anges du péché (Los ángeles del pecado, 1943) y Cocteau en Les dames du Bois de Boulogne (Las damas del Bosque de Boloña, 1945) e iluminación dramatizada. Estos rasgos aparecen ya atenuados en el Journal d’un curé de campagne (Diario de un cura rural, 1950), adaptación de la novela de Georges Bernanos. No es casualidad que su concepción de la cinematografía y el espíritu cristiano del novelista converjan en esta película. Un joven cura ha llegado al pueblo de Ambricourt. Cuenta en su diario íntimo sus desventuras para ser aceptado en la parroquia del pueblo que le ha sido asignado y su afán por cumplir su misión. Desnutrido e hijo de padres alcohólicos, su presencia encarna el sufrimiento: por su salud siempre quebrantada, su extrema frugalidad, el menosprecio de la gente y la indiferencia hacia la religión que profesan. Contrasta el soliloquio que escuchamos mientras escribe su diario con la opulencia de la arrogante familia del conde. La condesa, la única persona en apreciarlo, muere de un infarto horas después de la intensa conversación en que él logró devolverle la fe. Se le incrimina al cura un crimen que no cometió. Pronto se le diagnostica un cáncer al estómago, resultado de su permanente mortificación y ayuno de pan y vino. Finalmente, al morir en el refugio de Dufréty, un ex sacerdote que lo acoge, expira diciendo “qué más da, todo es Gracia”. Pese a su tono depurado es aún una puesta en escena convencional de climas dramáticos