suizos o escoceses han empezado a ilustrar melodramas con cuatro horas de números de danza y baile25 en películas como las de Yash Chopra. A partir de los años noventa, la occidentalización de los gustos ha evolucionado conforme crecieron las clases medias, y star system mediante, Bombay (Bollywood) adoptó francamente los referentes del look hollywoodense, ya que:
Súbitamente el Tercer Mundo comenzó a parecerse al Primer Mundo […] de la fábrica de sueños brotaron criaturas estandarizadas: actrices que parecían modelos felinas y actores de musculatura prefabricada con cara de bebe, todos idénticos. Los negocios florecieron para los cirujanos plásticos y los dentistas. Los gimnasios de Mumbai (Bombay) empezaron a desbordarse.26
Sin embargo, nada de ello es lineal. Las temporalidades sociales más parecen guiadas por una secularización distinta a la occidental. En el cine más exitoso en lo comercial coexisten idealizados una realidad fuertemente competitiva, individualizada y elitista con la unidad familiar y sus rituales religiosos. Los idílicos paisajes europeos son tan poco realistas como los personajes que los animan, y todo ocurre como si el cine se convirtiese en vehículo protector de la nostalgia de un mundo hermético y más seguro que preserva las tradiciones y el espacio privado de los sentimientos, ignorando la furia de un mundo hostil y desigual. Se torna así en un arte escapista.
¿Significa esto que la producción de la India se haya subordinado a la mirada estadounidense? No puede responderse taxativamente que no. El naturalismo de la narración hegemónica hollywoodense no se impone sobre la abundancia de canto y danza del espectáculo musical hindú, fuertemente institucionalizada entre sus productores y espectadores. Y estos últimos, por dispersos que estén en otros continentes, no constituyen más que un segmento, un gusto particular de la audiencia mundial, salvo casos excepcionales “recuperados”, como es el de la realizadora Mira Nair. En cambio, el cine de la India parece jugarse un desquite –ciertamente limitado– frente a la hegemonía del norteamericano. Si los retratos hollywoodenses de la etnicidad hindú fueron inferiorizantes desde épocas que se remontan al Gunga Din (1939) de George Stevens y a los Tres lanceros de Bengala (Lives of a Bengal lancer, 1934) de Henry Hathaway, presentando a los indios como personajes torpes, peligrosos y de tez marcadamente oscura frente a la destreza y el heroísmo inglés, de clara connotación imperialista,27 esto se ha convertido en algo cada vez más inverosímil y políticamente incorrecto, o bien en divertimiento estereotipado para niños y adolescentes como en Indiana Jones y el templo maldito (Indiana Jones and the temple of the Doom, 1984) de Steven Spielberg. Si el inglés de pura cepa Ben Kingsley interpretó a un convincente Gandhi en el filme homónimo de Richard Attenborough (1982), debió ser el bengalí Victor Banerjee quien interpretara al personaje de Aziz H. Ahmed en Passage to India de David Lean (Pasaje a la India, 1984) en que este es injustamente acusado por los británicos de haber abusado sexualmente de Candice Bergen violando el tabú colonial de la mezcla de indios y blancos. Al contrario, rodar películas en Europa y Estados Unidos es una acción afirmativa de aspiraciones de bienestar indicadoras de cierta conciencia posible que hasta los años setenta era casi impensable.
Japón
También es señal de una apertura a Occidente muy distinta la del cine japonés, que ha permanecido mucho más encerrado dentro de sus propias fronteras, pese al formidable desarrollo económico de ese país. En el 2005, la producción fílmica nipona seguía siendo muy abundante: más de trescientos cincuenta largometrajes, aproximadamente un veinte por ciento menos que durante la década de 1950, aunque las audiencias de las películas nacionales constituían aproximadamente el cuarenta por ciento del total, contra el setenta por ciento del público de la década mencionada.28 Y los públicos del cine extranjero, que compraron 116 millones de boletos en 2005, prefieren mayoritariamente la producción de Hollywood. La america-nización del gusto cinematográfico por cierto no data de ayer, pero su progresiva implantación no ha impedido la persistencia de las huellas de la mirada original del cine de las primeras décadas, que traía consigo un antiguo acervo pictórico y escritural, a cuya sofisticación han tratado de dar continuidad en el marco moderno los grandes artesanos cinematográficos del Japón.
Los tempranos inicios de este cine se debieron, como en el resto del Extremo Oriente, a la llegada de producciones y exhibidores occidentales.29 Al igual que en la India y en la China, el magnetismo de la imagen en movimiento habría sido equivalente al que alcanzaba en otras regiones del mundo. Pero lo singular consistiría en el fácil vínculo del espectáculo con las artes escénicas locales, pues pasó muy poco tiempo antes de que se filmasen danzas de geishas de los barrios galantes de Kyoto y Tokio. Los inicios del cine japonés se entroncarían con el teatro kabuki tradicional y sus derivados shingeki (teatro “a la europea”) y shimpa, versión modernizada del kabuki. Un hilo conductor habría llevado una antigua tradición de narrativa escénica que data del siglo XVIII, la de las marionetas Bunraku, hacia el kabuki y de ahí a la pantalla en diferentes y sucesivas versiones hasta los años sesenta.30
Constatamos que desde esos inicios tempranos el cine del Japón dividió sus géneros –y acaso sus imaginarios– entre lo tradicional y lo nuevo, instaurando diferencias claras entre el jidai-geki (el filme de época, rodado preferentemente en Kyoto) y el gendai-geki (filme contemporáneo rodado en Tokio), cada cual con sus reglas. Junto con estas diferencias aparecieron las primeras empresas productoras, Nikkatsu y Shochiku, que devendrían en verdaderas majors japonesas, capaces de abastecer a un público numerosísimo a partir de los años veinte. Con las ochocientas trece salas de exhibición existentes en el Japón de 192531 no se puede dejar de admitir que esos públicos eran receptivos al cine occidental, a la sazón el material norteamericano provisto por la Universal. Pero a diferencia de la China y de la India, donde el peso de Hollywood se hizo sentir con fuerza sobre los gustos del público, el Japón contaba con más espectadores al mismo tiempo que con unas películas nativas que copaban aproximadamente el setenta y cinco por ciento de las pantallas.32
Habiéndose conservado muy pocos títulos del periodo mudo, es difícil ir más allá del terreno especulativo respecto a la génesis y la originalidad del cine japonés. Pero no se puede dejar de reconocer la especial importancia que tuvo durante ese periodo la intervención del comentarista local que durante el espectáculo iba enfatizando o glosando la acción para el mejor entendimiento del público, o bien traduciendo a la lengua nacional los intertítulos en lengua extranjera. Este comentarista o “explicador”, más frecuente en el Asia, llegó a convertirse en la clave del espectáculo, puesto que su rol también era el de un operador intercultural que más allá de los intertítulos en inglés o francés, “traducía” la significación global del filme en cierto modo apropiándosela para el mejor disfrute de la sala. Pero este “explicador” japonés –llamado benshi– iba más allá del comentario. Su verbalización de las ocurrencias del filme proyectado era improvisada y contenía valores narrativos propios, al extremo de que los benshi famosos atraían al público a las salas por sus virtudes de glosadores más que por el interés suscitado por las películas mismas, modificando a veces el sentido de las imágenes, indiferentemente de que fuese una obra japonesa o no.33 Si la figura del benshi sobrevivió a la aparición del cine sonoro y llegó hasta poco antes de la Segunda Guerra Mundial, esto ocurrió tras una lucha entre modernistas y “conservadores” que traducía la naturaleza tensa del vínculo cultural del Japón con Occidente.34 Y es que el rol del benshi no era simplemente el de un comentarista necesario; su origen, como el del cine de este país en general, estaba entroncado con la tradición teatral del kabuki y de ciertos monólogos narrativos, y además era contemporáneo de las marionetas Bunraku. Reseñar esos antecedentes no vale nada de por sí (también podría reseñarse el peso del teatro en el cine occidental), sino porque esos ancestros escénicos son parte de una cultura nacional fuertemente diferenciada y hasta cierta época, hermética. Burch asume que las “anomalías japonesas” –una nación jamás colonizada, con siglos de autoaislamiento y un desarrollo capitalista tan vigoroso como rápido– yuxtapusieron lo tradicional a lo moderno, singularizando el impacto occidental como en ninguna