Javier Protzel

Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos


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Japón del “milagro” de la posguerra. Tómese en cuenta que la producción de las majors y sus grandes estudios se fue reduciendo merced a la competencia extranjera y a una baja de calidad debida a su control oligopólico del mercado.44 A fines de la década de los noventa esta llegaba apenas al quince por ciento de lo que había sido cuarenta años antes. Surgía, en cambio, una abundante producción independiente y eminentemente japonesa, tanto de “prestigio” como popular que difería en mucho de la visión eurocéntrica de los grandes festivales.

      La mirada extranjera tiende a unificar aquello que es diverso y dispar en la realidad. Mientras la atmósfera estilística de los clásicos se ha ido perdiendo, la clara compartimentación de los géneros se ha conservado en medio de un intenso diálogo con Occidente. En lo masivo, lo más notable sería el caso del cine de monstruos o kaiju-eiga, cuyo epígono es la saga de Godzilla, tan influyente en superproducciones norteamericanas.45 Otros géneros –mi limitado conocimiento solo me permite mencionarlos– serían aquellos nacidos de la asimilación del cine de gángsters, transmutado en películas sobre la mafia japonesa o yakuza-eiga, las de horror, o kaidan-eiga, y las eróticas o pinku-eiga, cuyos contenidos se han modificado o hibridado, pero con una uniformidad que no se sustrae de esa regla de oro nipona de minimizar la diferencia entre género y obra, también presente en los diferentes géneros del cine de animación o anime, fenómeno singularmente japonés por su escritura intertextualizada con las imágenes de la realidad.

      Dentro de esta renovación cabe distinguir con Roberto Cueto una actitud modernista e ideológica de una posmoderna, cuyo contexto lo dan la dispersión de la industria del ocio, la proliferación de las imágenes en un entorno tecnológico digital, los viajes y el hedonismo. La primera hace crítica social y rompe con los cánones temáticos anteriores, como ocurrió con el Nagisa Oshima de Gishiki (La ceremonia, 1971), Ai-no corrida (El imperio de los sentidos, 1976) y Furyo (1983) hasta el Kohei Oguri de Shi-no Toge (El aguijón de la muerte, 1990). En cambio, la actitud posmoderna es metanarrativa; reflexiona sobre las miradas y concepciones del cine japonés pretéritas desde las mentalidades y condiciones de producción de una sociedad postindustrial, sin lograr hallar un horizonte que le dé sentido a la creación. De ahí lo variado del panorama contemporáneo, que oscila entre lo lúdico y lo violento, lo cómico y lo tanático. Un paradigma de esta actitud es la obra de Takeshi Kitano, el realizador más reconocido fuera del Japón a inicios de este siglo, cuya obra se mueve entre la desmistificación del género yakuza en Hana-bi (Flores de fuego, 1997), la ternura en Kikuhirô (El verano de Kikujiro, 1999) o su remake del gran héroe ciego Zatoichi no natsu (Zatoichi, 2003).46

      En suma, la creciente influencia occidental en la cultura japonesa –en particular la norteamericana sobre sus públicos cinematográficos– no borra sus marcas diferenciadoras. Al contrario, hay líneas de continuidad que atraviesan sus sucesivas épocas, recordando que desde sus tempranos inicios hubo una producción nacional relativamente sólida al mismo tiempo que extensos públicos apetecidos por las imágenes de Estados Unidos y de Europa. Estos dos rasgos son suficientes para caracterizar a la cinema-tografía japonesa por el alto y variado potencial productivo de un país industrial al mismo tiempo que periférica con respecto al Occidente hegemónico. Esta combinación de avance técnico y comercial por un lado, y de ajenidad cultural (o “exotismo”) –durante décadas prácticamente inexistente en otras regiones del mundo– respaldó la creación de un modo de representación propio, entroncado con un antiguo acervo dramatúrgico y plástico tanto más conservado y reproducido en cuanto esas islas estuvieron por siglos habituadas al aislamiento. Esto permitió dar cabida a los grandes maestros ya mencionados y también a una sucesión de géneros masivos que por más influencia occidental que asimilasen no han dejado de ser una manifestación nacional generada en contextos locales, aun así fuese por rechazo a las tradiciones predecesoras.

      Capítulo 4

      Ética y creación: Bresson, Sokurov

      Tal como en el Japón y en la India hay universos fílmicos heterogéneos, no se puede perder de vista la inmensa diversidad de las cinematografías occidentales. Como vimos en una sección anterior, la noción de modo de representación institucional (MRI) de Burch se refiere sobre todo a los lenguajes de los géneros más codificados y a la naturalización de lo percibido mediante el significante cinematográfico. Si este modo de representación está en la médula de la matriz del entretenimiento y rige en forma ininterrumpida los mercados mundiales prácticamente desde los tiempos de D. W. Griffith, huelga detallar que no son pocos los movimientos, autores y obras en la historia de la cinematografía que se han situado fuera de esos caminos recorridos por la ficción naturalista. Por cierto, el éxito comercial frecuentemente no ha acompañado a esas películas, pero sí el reconocimiento de sus cualidades por públicos generalmente limitados, que las hacen parte de lo que desde el siglo XVIII se llama las artes. Por ello, en el cine de autor la creación es un gesto individual plasmado en el mundo sensible mediante un código colectivo, que provoca una emoción estética inexplicable por la razón. Como bien plantea Frodon, no hay lazos directos ni necesarios entre realidad y arte:1 la obra de arte es un constructo humano y no hay realidades “esencialmente” bellas (ni feas). Son las cualidades del artista para darle forma a cierta presentación de la realidad, para que esta sea contemplada por los otros a través de la mirada, del gesto de ese artista. Cada obra de arte –cinematográfica en este caso– es única, en la medida en que la puesta en forma para conseguir determinados resultados requiere de una labor ad hoc, específica, de aplicación de ciertos códigos y recursos técnicos a la materia sobre la cual el autor tra-baja.

      Y también es tributaria de determinadas condiciones concretas de producción. Así, las cartas de ciudadanía del cine como creación individual se consolidaron durante la década de los cincuenta en Francia, cuando desde la revista Cahiers du Cinéma se lanzó la “política de los autores” y el teórico André Bazin enfatizaba la idea de puesta en escena como acto individual de creación fílmica.2 Pero esa orientación autoral tampoco es indisociable del estado de las tecnologías y las industrias. El surgimiento de las “nuevas olas” puede asociarse con la aparición de equipos de toma de imágenes y sonido más ligeros y baratos en comunidades de creadores ávidos de una expresión más personal y cercana a la realidad cotidiana, o en todo caso ajena a las fantasías de capa y espada y a los decorados prefabricados de Hollywood, pero también de Boulogne y Cinecittà, en contra de cuyo sistema de industria masiva se situaban. Típico fenómeno de la segunda posguerra, en que el trabajo de los grandes estudios mantuvo el vigor de su sistema de producción fabril hasta los años sesenta a ambos lados del Atlántico. En Norteamérica, con las inmensas inversiones que permitía la bonanza de los cincuenta, recurriendo a todo el gran espectáculo que pudiese contrarrestar la competencia de la televisión; en Europa con grandes dificultades para seguirle el paso a Hollywood.3

      Sería ingenuo pensar que el rumbo del cine pende únicamente de determinismos económicos y tecnológicos. Así, el marco generacional francés de tres décadas de posguerra prosiguió, en mi opinión, los vínculos que las vanguardias narrativas, dramatúrgicas y artísticas anteriores –y en muchos casos sus compromisos ideológicos– tenían desde antes con el cine, combinándose con las nuevas inquietudes sembradas por el cine norteamericano. Era, en consecuencia, normal que la comunidad crítica francesa reaccionase con ambivalencia, admirando la perfección alcanzada por artesanos como Howard Hawks y Nicholas Ray en sus grandes espectáculos a espacio abierto, al mismo tiempo que afirmaba la posibilidad de hacer guiones y dirigir una película en guisa de narración personal. Panorama muy complejo del que deben resaltarse ciertos rasgos pertinentes. Algunas industrias europeas con géneros ya desarrollados desde décadas anteriores a la guerra se afirmaron bajo distintas modalidades. En Francia, los imaginarios del cine negro de Henri-Georges Clouzot llegaron bastante más lejos en el tiempo que su obra maestra, Le corbeau (El cuervo, 1943), y tanto las comedias de gran espectáculo con referentes teatrales o de época como las de René Clair y Sacha Guitry, o los filmes de Duvivier o Carné llamados de “realismo poético”, así