Javier Protzel

Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos


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La contigüidad e incluso mezcla de imágenes en movimiento con los ambientes de la festividad popular –la participación conjunta de audiencias y cantantes en los singing saloons londinenses rociados de cerveza, las penny arcades neoyorquinas– de la cual salieron espectáculos en vivo como el music hall y el vodevil, llevando a corto plazo, desde 1906, a la fundación de salas de exhibición colectiva de películas llamadas nickelodeons en los Estados Unidos. Dicho en otros términos, el espectador en estos casos modélicos era “activo”: el diálogo del público con los artistas (réplicas, interjecciones en voz alta, chistes de doble sentido, subida a escena de “espontáneos”) en cierto modo se prolongaba en los efectos de sentido que provocaban los trucos ópticos de las primeras películas, o bien risa, burla y deseo. Detrás de la institucionalización del espectáculo cinematográfico había también una orientación civilizatoria moderna.

      Si la burguesía francesa acogió mal el cine primitivo por su vulgaridad, las autoridades norteamericanas y británicas crearon organismos censores, preocupados por restringir la procacidad, la violencia, el consumo de alcohol, y en general para mantener las buenas costumbres. Desde aproximadamente 1911 el disciplinamiento fílmico se fue imponiendo, pues tal como en Londres había para entonces alrededor de 500 salas en que, según un visitante francés, “Jamás se constató el menor tumulto, la menor discusión. Toda la atención de los espectadores se dirige a la pantalla, y solo al acabar la película silban al ladrón y aplauden ‘siempre’ al policía”,7 en las salas elegantes de Manhattan, mandadas a construir por Adolph Zukor, había fornidos ushers dispuestos a poner coto a cualquier desorden. En otros términos, nos damos nuevamente con el empalme de un lado de la pantalla con el otro, característico de la institución cinematográfica, pues la institucionalización de las condiciones sociales del espectáculo –al disminuir a la insignificancia la liberación catártica de las pulsiones temidas por el ciudadano “serio”– va aislando al espectador del entorno colectivo y sumiéndolo en sí mismo, como en el sueño, en la diégesis. Ese cambio implicaba transformar el espectáculo, llevarlo del estado de tosquedad y exterioridad de las primeras producciones a una narratividad de calidad, suficientemente sofisticada para que la impresión de realidad de las imágenes en movimiento se interiorice como experiencia personal. Ese salto, nunca bien destacado, era artístico, económico e ideológico, puesto que además de la inventiva de los virtuales fundadores del relato fílmico como D. W. Griffith, se requería de ingentes recursos para producirla, así como de la logística y el equipamiento para comercializarla y publicitarla. El precio del boleto, muy superior al de los nickelodeons, obligaba a contar con una demanda voluminosa para prorratearlos, de acuerdo con el principio del industrialismo fordista. El gran capital corporativo debía entonces constituir su materia prima, los públicos masivos, incluyendo tanto a las clases populares como a las medias y altas, a la población asentada previamente como a los numerosos inmigrantes de ultramar que se servían del cine como vehículo de asimilación al país que los acogía.

      Este verdadero cambio de escala del negocio explotaba el nuevo lenguaje narrativo y lo iba desarrollando mediante producciones de altos costos, modificando o introduciendo nuevos géneros en la medida en que la exigencia de maximizar audiencias exigía conciliaciones de contenidos o tratamientos poco compatibles entre sí. De esta manera, se asentaron géneros como el western y más adelante el policial, cuya pedagogía moral pequeñoburguesa (oposición maniquea entre buenos y malos, policías y ladrones, americanos blancos “civilizados” e indígenas “salvajes”), se combinaba con cierto voyeurismo del crimen. El propósito edificante de mostrar esos contrastes hasta la exageración afirmaba al puritanismo anglosajón como ideología hegemónica de una sociedad convulsa y anómica cuyo rostro no convenía mostrar sino bajo el sesgo de la idealización. No se trata tanto de las limitaciones que el recato impusiese severamente al erotismo fílmico,8 sino del mensaje “civilizatorio” que subyacía a menudo en los géneros cada vez que triunfaban los “buenos”. A diferencia del eclipse del héroe en la novela desde el realismo a lo Flaubert, la cultura popular cinematográfica en ascenso era altamente mitogénica, pues al estar “plasmado como contradicción entre la verdad y su máscara”, citando a Gubern,9 el mito en ese contexto respondía a aspiraciones de ascenso social y comodidad material como a miedo hacia lo desconocido y hostil del mundo urbano en formación. Esa necesidad antropológica de simbolización en medio de la bruma del cambio dinamizaba el consumo de unos productos fílmicos cuyos contenidos fuesen diseñados para que el arte satisfaga lo que la vida no da. De hecho, esto era particularmente complejo por la confluencia histórica del inigualado crisol de proveniencias geográficas, lenguas y orígenes étnicos que constituyó la migración a los Estados Unidos10 en la misma época en que la diégesis cinematográfica era in ventada. Gubern subraya que la interacción de lo uno y lo otro fue decisiva para constituir la identidad nacional norteamericana. Al compensar en lo imaginario los conflictos de la multiculturalidad acontecidos en la realidad, la mitogenia hollywoodense plasmó su fuerza en el glamour–el extremo fulgor de los rostros, los cuerpos y los estilos de vida– fascinando a la cosmopolita variedad de espectadores populares de las ciudades de ese país, negándose en la pantalla la estratificación étnico-cultural con supremacía WASP (White Anglo-Saxon Protestant) que ocurría en la realidad.11

      Esta insoslayable confluencia de cine y cambio cultural en medio de la cual se formó el MRI trajo consigo otro modo de contemplar los rostros y los cuerpos. El primer plano consagró la belleza y la fealdad dándoles el valor social de metonimias del bien y del mal, de lo deseable y lo aborrecible. Proeza de la técnica hasta entonces imposible, capaz de reproducir ante el ojo común la iconicidad nunca antes lograda, ofrecida por la percepción de movimiento sucesivo de los fotogramas presentados. La ilusión se naturalizaba y socializaba, tanto más cuanto el perfeccionamiento de los equipos de filmación y proyección permitió estandarizar la extensión de las películas al tiempo convencional del largometraje (más de una hora de proyección) para darle al espectador una fruición de duración óptima que le dejase la sensación de haber recibido una narración completa. Con ello, el cine se situaba operativamente al lado del teatro, aunque también abandonaba en forma definitiva sus influencias, sobre todo el travestismo de los personajes que hubo en los primeros años y una representación del espacio tributaria de la escena a la italiana.12 Además, su sobredosis diegética le daba irónicamente ventajas comparativas que desplazaban al espectáculo “real” en vivo (teatro, ópera, vodevil, sainetes y espectáculos de feria) llevándolos a buscar nuevas especificidades. Por otro lado, la misma identificación del punto de vista del espectador con el de la cámara mediante el cual las primeras películas rompieron con el estatismo de la escena teatral, le dio a aquel, gracias a la ubicuidad de la cámara, la cualidad omnisciente y omnipresente de saberse en distintos espacios y de moverse en tiempos diferentes sin perder su posición central.13 No puedo soslayar la importancia adquirida por la identificación/proyección con el/la personaje protagónico/a (ni el deseo del/de la protagonista del sexo opuesto) por la fuerte tipificación arquetipal que unos y otras recibieron entonces y no dejan de mantener a lo largo de más de un siglo, desde los tiempos silentes de Rodolfo Valentino y Lillian Gish hasta Scarlett Johansson pasando por Greta Garbo y Charlton Heston. Los rostros de los divos o estrellas (denominados en su conjunto star system) eran (y son) arquetípicamente occidentales; a través de ellos se han venido expresando las percepciones de la belleza y sus estilizaciones en épocas sucesivas y en todos los lugares del planeta que el nuevo medio ha alcanzado, comunicando –qué duda cabe– sus atractivos, y junto con ellos, los géneros cinematográficos. A medida de su consolidación, el modo de representación institucional (MRI) le dio a sus géneros un inmenso potencial para narrativizar cualquier referente propio o ajeno. El magnetismo de los divos sobre las multitudes se convirtió en garantía de un éxito tan grande que rebasaba sus cualidades histriónicas y los roles que encarnaban. Esa luz propia la tuvieron actrices como Lillian Gish en The birth of a nation (El nacimiento de una nación, 1915) de David W. Griffith, y entre otros, los actores Tom Mix, protagonista de epopeyas mudas del Oeste (westerns) y Río Jim (el justiciero que desde 1913 lanzó Thomas H. Ince, introduciendo con él los paisajes agrestes en la mitología cinematográfica). Rodolfo Valentino en The four horsemen of the Apocaplyse (Los cuatro jinetes del Apocalipsis, 1921), paradigma del latin lover,