imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos, a diferencia de México y Argentina en sus grandes épocas, y más limitadamente, del Brasil. El Perú no cuenta con grandes héroes fílmicos aunque sí con algunos televisivos. No ha habido quienes como Pedro Infante, Libertad Lamarque o Alfredo Alcón encarnasen personajes que quedarían inscriptos en las memorias colectivas mexicana y argentina.
Tras esa puesta en perspectiva pasaré al meollo de mi exposición, el análisis de un corpus de unos veinte largometrajes cuyas fechas de estreno se remontan a 1961 y llegan hasta el 2008. El criterio de selección ha sido amplio, cuidando incluir obras que puestas unas al lado de otras reflejen la heterogeneidad de la producción, incluyendo desde cintas mimetizadas en la producción importada hasta las notables, de textura y motivos propios. Dividí la materia en cinco secciones, siguiendo un procedimiento semejante al de la segunda parte, manteniendo también mi empeño narrativo, de “contar” con placer las películas, pues creo que el trabajo intelectual debe transmitir, en casos como este, las emociones del autor. Por ello, debo dejar constancia de que la elección de las películas analizadas en este libro dependió no solo de su pertinencia y su disponibilidad, sino de mi propio gusto.
Acompaña al texto una selección de fotografías de la mayor parte de los largometrajes estudiados. Aunque algunas de esas imágenes no tengan la calidad que hubiésemos deseado, consideré necesario incluirlas por expresarse en ellas experiencias estéticas y sentidos particulares, irreductibles a la palabra escrita.
No puedo dejar de agradecer a todos aquellos colegas que con sus sugerencias y críticas me ayudaron, ni a los cineastas amigos que me dieron luces sobre sus propias películas. Escribo pensando en ellos y en quienes como yo nos sentimos comprometidos con el desarrollo de un cine nacional que guste a audiencias amplias.
Primera parte
Notas sobre la constitución
de las narrativas fílmicas y la
diversidad de las culturas
En las sociedades urbanas de casi todas las latitudes lo humanamente deseable o aborrecible tiende a cristalizarse en formas arquetípicas, que desde hace cuando menos nueve décadas, y de manera variable según la región o la colectividad de pertenencia, se interrelacionan con las imágenes en movimiento. No obstante, esa gran diversidad es recorrida transversalmente por los invariantes comunes del relato de ficción, que sin ser signo de universalidad alguna, obligan a admitir que la mayor parte de la humanidad –no toda, es cierto– usa la pantalla como una ventana que se le abre como a otra vida, a una en que durante dos horas goza reencontrán-dose con sus pulsiones, trascendiendo la grisura cotidiana para obtener satisfacciones que esta constitutivamente no puede darle. En este capítulo me propongo reflexionar acerca de los vínculos del relato cinematográfico con sus públicos en sus complejas determinaciones mutuas. Los encuentros de la idealidad del referente fílmico con la realidad de su lectura ocurren siguiendo líneas de continuidad o bien de fractura, puesto que película y espectadores pueden perfectamente pertenecer a horizontes culturales distintos, fenómeno generalizado que sin embargo adquiere un perfil propio según el país. Y esto, a la inversa, es indisociable de la producción local, que pese a buscar sus propias miradas no se libra de construir su punto de vista inspirándose en la mirada extraña. Ese contrapunto especular entre lo propio y lo extraño es substancial para comprender la cultura cinematográfica. Por ello, me parece interesante referirme someramente al cine en otros bloques civilizatorios y poder comparar los procesos de formación de los imaginarios fílmicos en países más o menos lejanos y en el nuestro.
Capítulo 1
Cine y ensoñación a la luz del psicoanálisis
El uso indiscriminado de la palabra “imaginario”, concepto clave en este asunto, merece, sin embargo, ser aclarado antes de aterrizar en el Perú y comentar algunos largometrajes. Al haberse convertido casi en un lugar común para designar simplemente el conjunto de significaciones de las que un individuo dispone mentalmente para comprender y valorar una realidad determinada el término ha sido alejado de su base conceptual. Así, un imaginario político incluiría creencias más o menos estereotipadas (o precisamente imaginadas), por ejemplo, sobre el ejercicio del poder y el carácter de los líderes. En esas significaciones hay al menos fragmentos de un implícito relato (corrupción o laboriosidad palaciega, mala o buena fama del líder) cuya figuración mental tiene inevitablemente elementos sensoriales de contornos más o menos borrosos, los visuales y auditivos sobre todo. Sin que nada de esto sea falso, debe precisarse que esas figuraciones mentales resultan de una elaboración muy compleja, tanto en el plano psíquico personal como en el de la cultura, lo cual es pertinente para comprender el funcionamiento social del cine en países heterogéneos como los latinoamericanos. En uno de sus ensayos tempranos, Freud afirmó que los deseos insatisfechos son las fuerzas motrices de las fantasías, las cuales a su vez “corrigen” esas insatisfacciones. En la ensoñación diurna (phantasierend) del adulto o del joven se accede imaginariamente a lo inalcanzable o a lo prohibido. Sacia los impulsos inconfesables con disimulo en el fuero íntimo, a diferencia del niño, que materializa sus fantasías inventándose un mundo propio en sus juegos, libres y abiertamente exhibidos.1 Más que imitar al adulto, el juego le permite a la niña o niño asumir momentánea pero intensamente algunos de sus roles, en particular aquellos en los que más aparecen aversiones o afectos originados en las figuras paterna o materna, y sin dejar de distinguir entre la realidad y lo lúdico, los niños virtualmente se transforman en lo que quisieran ser pero aún no son. Las ensoñaciones diurnas del adulto continúan o substituyen al juego infantil, inscribiéndose en formas comunes pautadas, por cuanto las afinidades culturales también se expresan en las fantasías. Por ello, Freud se refiere a las narrativas más populares, cuyos héroes son omnipotentes y protectores –sal vadores de los débiles en el último instante o destructores de los monstruos más amenazantes– como si mientras más enraizadas y directamente conectadas estén las narraciones en fantasías infantiles (y por cierto, en sueños nocturnos, en los que también se cumplen las fantasías reprimidas, como veremos más adelante) mayor acogida del público tendrán. En esa medida, el narrador de éxito es una especie de soñador profesional, cuyo oficio legitima sus inmersiones en la propia fantasía de la que extrae lo que sus lectores o espectadores van a disfrutar. Pero siempre y cuando no sean simples transcripciones del deseo desnudo e individual, que serían rechazadas, sino una elaboración mediada por la técnica creativa (ars poetica) que atenúe su carácter egoísta. El principio de la estetización le da a la catarsis destructora una tonalidad justiciera, o bien sublima lo doloroso para convertirlo en placentero.2 Sin embargo, y por obvia que pareciese la respuesta, ¿cómo así los destinatarios del narrador de una historia de amenazas, víctimas inocentes y héroes providenciales se sintieron ellos mismos angustiados y luego “salvados” cuando llegó el happy end, si solo se trataba de una fábula, de algo inexistente? ¿No era que el narrador requirió él mismo de esas emociones al concebir y producir la obra, de modo semejante al del niño que vive esa historia a medida que la juega, palabra que dicho sea de paso es sinónimo, en otros idiomas, de obra escénica o de desempeño acto ral?3
Turbarse con un relato sobre algo a sabiendas no acontecido no se debe a inferencias lógicas, sino al arraigo profundo de la relación afectiva del Yo con el mundo. Lejos de ser simplemente la reproducción mental de lo exterior ausente, la génesis de la actividad imaginativa radica, como señala Jacques Lacan, en “[…] establecer una relación del organismo con su realidad, o como se dice, del Innenwelt [mundo interior] al Umwelt [mundo circundante]”.4 A partir de los seis meses, el infante empieza a percibir su cuerpo como un todo; pasa de una serie de sensaciones fragmentadas a la de completud. Más allá de lo corporal, en esta fase que Lacan ha llamado “estadio del espejo”, se empieza a formar el yo. La niña o el niño se reconocen en su propia figura al otro lado del espejo (o también fuera de este, en otro infante). Se ve en ese “afuera” de la escena contemplada, haciendo suyos los atributos de este pequeño Otro que el cristal refleja de su propia imagen. La formación del Yo –de la identidad propia– es por lo tanto indisociable del Otro. La identificación primaria con una imagen