desde ambas perspectivas.
Aplicada a la razón pura práctica, esta teoría kantiana del conocimiento ha de implicar lo siguiente: si yo me pienso como formando parte del mundo inteligible, tengo también que concebir mi voluntad como exenta de determinación por causas ligadas a la naturaleza lato sensu, y sujetarme, más bien, a leyes, que tienen su fundamento en la sola razón. Dicha sujeción, en tanto promotora de acciones causales, no podrá ser comprendida sin interpretarla como necesariamente vinculada a la libertad frente a la parte sensible. Si no se presupone esta libertad, si el ser humano es esclavo de su componente material, no podría existir ningún principio práctico autónomo y, por consiguiente, tampoco un imperativo categórico.
En Kant el concepto de libertad es una idea de la razón, mientras que el concepto de necesidad natural, expresado en la relación causa-efecto, es una categoría del entendimiento, imprescindible para conocer la naturaleza física. Ambos conceptos, incompatibles entre sí, constituyen una de las antinomias kantianas, puesto que toda acción humana es libre y también, al mismo tiempo, no puede evadirse de las leyes de causa-efecto que imperan en el mundo sensible. Cabría, en esta coyuntura, una posición dilemática: o se demuestra que entre libertad-necesidad no existe contradicción, o se abandona el concepto de libertad a favor del concepto de necesidad natural, el cual –como reconoció H. J. Paton– “tiene al menos la ventaja de estar confirmado en la experiencia”. La “dialéctica natural” entablada entre el mundo sensible y el inteligible, entre la subjetividad de lo que implica en el ser humano la naturaleza lato sensu y la objetividad de su naturaleza stricto sensu –dialéctica que puede ser registrada por la “razón humana vulgar”–, es la misma que impele a esta última a “pedir ayuda a la filosofía” (FMC, p. 85; Ak IV, núm. 405) para que, sin recurrir a ejemplos empíricos, establezca que el verdadero “original” de la ley moral reside en una razón independiente de todo fenómeno y no en una “física”, sino en una “metafísica de las costumbres” (FMC, pp. 85, 89-90, 63; Ak IV, núms. 405, 408-409, 389).
Salir de la situación aporética planteada por la referida “dialéctica natural” entre ambos mundos exige la combinación de los conceptos de libertad y necesidad. El ser humano no puede concebirse libre y a la vez determinado en el mismo sentido y en la misma relación, o, lo que es equivalente, a él no se le pueden aplicar del mismo modo las leyes del mundo sensible (el hombre es “fenómeno”) y las leyes del mundo inteligible (el hombre es “cosa en sí”). Como parte del mundo sensible, no es responsable de sus deseos e inclinaciones, pero sí lo es si cede a su dominio en detrimento de la ley moral. El problema (irresuelto) de fondo radica, sin duda, en que, por el antagonismo entre naturaleza y libertad (Colón, 2006, p. 99), no puede explicarse por la razón el hecho de que la razón pura pueda ser práctica, es decir, mostrarse libre en las acciones. La libertad es una idea y, al serlo, no puede ser explicada racionalmente, ya que dicha explicación atañe solamente a todo lo que está regido por la naturaleza sensible, y a una acción libre no se le puede fijar una causa necesaria (Paton, 2005, pp. 250-255).
Al considerarse éticamente meritorio que la voluntad humana, de por sí imperfecta, se identifique con la perentoria necesidad de las leyes naturales, se vislumbra, en opinión de Manuel Garrido (2005a), una de las más ambiciosas concepciones kantianas: “La idea de que la capacidad decisoria de nuestra libre voluntad moral tiene tanto poder como la causalidad natural en la determinación del curso del mundo” (p. 40). Dicha idea coincide con la “buena voluntad”, esto es, con la “intención de obrar por puro deber”, intención que no podría efectuarse sin recurrir a un “querer libre”. Como este último no puede atribuirse a una naturaleza interpretada lato sensu, queda en claro el como si analógico entre el comportamiento humano y la actuación del mundo natural.
El testimonio más elocuente de que el ser humano no puede ser conceptuado como enteramente racional es la máxima, es decir, el principio subjetivo del querer, el cual demuestra que la razón no ejerce un dominio pleno sobre la facultad de desear. Aun cuando resulta fácil, desde una perspectiva teórica, definir como “objetivo” el principio práctico de la razón pura, en la práctica no puede encontrarse una acción que reivindique totalmente para sí el cumplimiento de dicho principio. En efecto, la máxima es el principio según el cual los seres humanos obran, pero no puede constituirse en ley práctica, esto es, en el principio según el cual los seres humanos deben obrar (FMC, p. 106; Ak IV, núm. 421), a no ser que quede eximida por completo de sus adyacencias subjetivas. De ello ha de deducirse que solo las acciones concordantes exhaustivamente con el principio objetivo pueden ser calificadas de moralmente valiosas.
La conversión de las máximas materiales en normas universales no parece deberse a una estrategia deductiva llevada a cabo a partir del imperativo categórico. Este, más bien, actuaría –al igual que sucedía con la “primera verdad” cartesiana– de paradigma que mide la aproximación o eventual concordancia entre él y las máximas subjetivas. Al tratarse, en último término, de convertir la denominada “razón práctica ordinaria” en razón práctica pura, ha de ser la filosofía la responsable de guiar el cambio. Resulta comprensible, en consecuencia, que John Rawls (2001) afirmase que la primera formulación del imperativo categórico coloca focalmente al hombre como sujeto agente que, mediante la conversión del principio subjetivo en imperativo categórico, acata libre y racionalmente la ley (pp. 43-44).
En el primer enunciado hay una suerte de identificación con la necesidad de las leyes naturales y, derivada de ello, una equiparación del poder de la voluntad humana con el de la causalidad natural. Pero el carácter nomológico de la naturaleza, que en el empirista Hume admitía excepciones y contradicciones, se manifiesta en el imperativo categórico (“ley de todas las leyes”) con una necesidad irrestricta que no tolera contradicción. Se afirma en Die Religion innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft (1793): “Aun cuando jamás hubiera existido un solo hombre que haya obedecido de un modo incondicional esta ley, la necesidad objetiva de hacerlo no disminuye por eso ni deja de ser evidente de suyo” (Ak VI, p. 62).
3. Segunda formulación del imperativo categórico
La segunda formulación es enunciada así: “Obra de tal modo que te valgas de la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin y nunca simplemente como un medio” (FMC, p. 117; Ak IV, núm. 429).
El enunciado, conocido también como la fórmula del fin en sí mismo, ha sido considerado como el más humanizado y el menos deontológico de los tres. Su “sujeto paciente” es el ser humano (Rawls, 2001, pp. 43-44), y su término clave (‘humanidad’) contiene el meollo en el que ha de cifrarse su interpretación. ‘Humanidad’ no posee aquí relieves cuantitativos; no equivale, por tanto, a la suma de todos los seres humanos. El concepto de ‘humanidad’ se identifica, más bien, con el de ‘esencia’ (to on) y traduce en su significado “lo que hace que los hombres sean seres humanos” (y no otra cosa). En Kant, como en Descartes, la res cogitans absorbe totalmente la naturaleza humana, mientras que la res extensa, en cuanto atributo de la naturaleza lato sensu, no podrá nunca erigirse en “cimentación” (Grundlegung) de una “metafísica de las costumbres”. Al darse aquí una equiparación ya conocida (humanidad = racionalidad), la segunda formulación del imperativo categórico propugna, asumiendo la universalidad de la norma, que debe tratarse a los otros como a uno mismo por el motivo que precisamente “universaliza” e iguala a la especie humana: la posesión de una idéntica naturaleza.
Es la naturaleza racional, entonces, y no la naturaleza empírica del hombre, la que ha de definirse como un “fin en sí mismo”, convirtiéndose así la “humanidad” en un principio objetivo que está más allá de la constitución somática y de la apariencia física (FMC, pp. 116-117; Ak IV, núm. 429)21. Se abre aquí, en consecuencia, la posibilidad de que seres con diferentes características corporales a las de los seres humanos puedan también constituirse en sujetos y objetos del imperativo categórico (Rodríguez, 2012, p. 53).
Pero, adicionalmente, la segunda formulación, que se identifica con el denominado “principio práctico