Fermín Cebrecos

Lituma en los Andes y la ética kantiana


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la suma total de los fenómenos, su “sentido formal” equivale también a otra suma total: la de las leyes que gobiernan la existencia de los fenómenos naturales. Dichas leyes, todas ellas subsumidas en la ley de causalidad, son conformes a un fin, y Kant concebirá también la “humanidad” o naturaleza humana de manera teleológica, de suerte que su propósito o fin habrá de entenderse como una analogía entre la ley universal de la naturaleza lato sensu y la ley universal de la moralidad. En consecuencia, podrá hablarse de un doble “reino”: el de la naturaleza y el de los fines (FMC, p. 129; Ak IV, núm. 438).

      Se trata, entonces, de un procedimiento analógico, ya que, en consideración ontológica, Kant sigue siendo cartesiano: al ser racional no le pertenece, en cuanto tal, nada que tenga que ver con la naturaleza lato sensu y, por ende, la razón pura es una idea totalmente autónoma sin relación alguna con el mundo natural. En este se obedecen leyes ciegamente, mientras que la voluntad, en cuanto característica exclusiva de los seres racionales, es una facultad que puede, en su dimensión de “voluntad humana”, adecuarse o no adecuarse a las representaciones de la razón práctica (FMC, p. 95; Ak IV, núm. 412).

      2. Primera formulación y variable de la primera formulación

      Primera formulación: “Obra solo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne en ley universal”.

      Variable de la primera formulación: “Obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la naturaleza”.

      El primer enunciado del imperativo categórico se encuentra antecedido, en solemne presentación, por este marco introductorio: “El imperativo categórico es, pues, solo uno y es este”. Y la variable, relacionada con él, incluso en su aspecto formal, de modo muy saltante, introduce un elemento nuevo que no se presta fácilmente a la unanimidad interpretativa: la “naturaleza”. Ni en la formulación ni en la variable aparece el contenido concreto del imperativo –es decir, cuál es la máxima que ha de convertirse en ley universal–, de ahí que pueda hablarse, juntando ambas, del enunciado abstracto del imperativo categórico.

      Examinando de cerca los términos en que se expresa, ha de decirse que son tres los conceptos fundamentales que lo determinan: la máxima, la voluntad y la naturaleza. Tanto en la primera formulación como en su variable, el imperativo obra está vinculado a una máxima, la cual, como se sabe, es un principio subjetivo. Ahora bien, no habría imperativo categórico si la máxima estuviese “inficionada” de la “influencia de lo contingente” o “injertada” en una “naturaleza” que pudiese ser calificada de “empírica”. El imperativo categórico será tal solo si la máxima puede mutarse en “norma universal”, pero no, desde luego, en una norma apta para la “naturaleza” lato sensu, esto es, para la totalidad de las cosas físicas, sino para una “naturaleza” en sentido “restringido” o “específico”: la naturaleza racional. Consiguientemente, el imperativo categórico consiste en liberar a la máxima de su componente de subjetividad y, de este modo, convertirla en ley universal del ser racional o, lo que es lo mismo, de una “naturaleza” tomada en su sentido de “esencia” humana.

      Ahora bien, para que la máxima se convierta en ley universal ha de intervenir la voluntad y, más específicamente, la “buena voluntad”, esto es, el querer que todos los seres racionales, comenzando por el sujeto agente que acata la ley, se comporten así. Una convicción ha de presidir este querer libre de toda contingencia subjetiva: la de que todos los seres racionales, al disponer de idéntica razón práctica, deben querer, por la actuación de la buena voluntad, exactamente lo mismo20.

      Pero el concepto de “naturaleza” que figura, como aspecto inédito, en la variable, ofrece más problemas que su formulación matricial. En efecto, Kant deja sentado que “la universalidad de la ley por la cual suceden efectos constituye lo que se llama naturaleza en su más amplio sentido (según la forma); esto es, la existencia de las cosas, en cuanto está determinada por leyes universales” (FMC, p. 107; Ak IV, núm. 421). Se trata de la naturaleza concebida lato sensu como la totalidad de las cosas físicas y, en ella, prima como rasgo esencial una universalidad nomológica agrupada en torno a la relación necesaria entre causa-efecto. No resulta extraño, entonces, que pueda afirmarse que la variante de la primera formulación, al fundamentarse en las leyes universales de la naturaleza física, sintonice más con el determinismo newtoniano que con la libertad propugnada por Rousseau.

      La máxima es un principio práctico y, en cuanto tal, solamente puede atribuirse a seres racionales, pero no es un principio puramente racional, sino que está mezclado de subjetividad. En las máximas se trata, entonces, de principios subjetivos (“máximas materiales”) que reflejan la manera (o “materia”) en que los seres humanos se comportan realmente, mas no la “forma” en que los seres humanos deberían comportarse. Ahora bien, la máxima se torna en principio objetivo (“máxima formal”) cuando, desembarazada de sus elementos subjetivos, se afirma que el hombre debe comportarse como lo que realmente es (un agente racional) y cuando se quiere que, mediante la intervención de la buena voluntad, todos los seres humanos se comporten de acuerdo a un principio práctico así estatuido. Se actúe o no conforme a él, dicho principio es siempre objetivo, ya que el “deber ser” queda universalizado como “máxima” coincidente con el imperativo categórico. Consiguientemente, desaparece todo signo contradictorio cuando Kant, en la primera formulación del imperativo categórico, emplea, como términos cruciales, los de “máxima” y “voluntad”.

      La variable de la primera formulación, referida a una ley de la naturaleza y no de la libertad, ha de presuponer, para ser correctamente interpretada, que existe una analogía entre la ley universal de la naturaleza y la ley universal de la moralidad (Paton, 2005, pp. 157-164). Dicha analogía permite aseverar que las máximas deben ser consideradas como si fueran leyes de la naturaleza lato sensu y, por lo mismo, dotadas de un propósito invariable. Así, pues, la teleología de la naturaleza física es trasladada por Kant a la de la naturaleza humana mediante una suerte de simetría que, en principio, parece paradójica: la existente entre la necesidad y la libertad, entre un reino natural y un “reino de los fines” cuyo factor determinante, como se verá después, es la autonomía. No se trata en la primera formulación de vincular la voluntad a una ley proveniente de algún medio o fin distintos a la voluntad misma. De ser así, no podría hablarse de la autonomía de la voluntad, y dicha ley vinculante sería tan solo un imperativo hipotético incapaz de generar, mediante su cumplimiento, valor moral alguno. Por el contrario, el ser humano solamente podrá ser calificado de bueno si actúa movido por un principio impersonal –y, en este sentido, similar a las leyes de la naturaleza– que necesariamente tiene que ser válido para todos los otros seres humanos.

      La fórmula de la denominada “ley de la naturaleza” exige, sin embargo, en aras de su comprensión, ser ubicada en un espacio gnoseológico más amplio. En la filosofía kantiana el mundo sensible es el mundo de lo fenoménico, esto es, de “lo que aparece ante los sentidos”, mientras el mundo inteligible es el de la “cosa en sí”. Ahora bien, como sin la puesta en marcha de la red sensorial no hay conocimiento, ha de afirmarse que el mundo inteligible solamente puede ser pensado, pero no conocido. El método introspectivo, propio del racionalismo, no emplea los sentidos externos; está constituido, antes bien, por una experiencia o “sentido interno” que conoce el mundo del yo tal como este se “aparece”. Claro está que en la introspección se sigue siendo parte del mundo sensible, pero si se asume que detrás de lo presentado por ella ha de existir un “yo” en sí mismo, entonces se reconoce que se es capaz de una actividad separada de la experiencia sensorial y que se pertenece ontológicamente al mundo inteligible. También aquí puede afirmarse, como en Platón, que el ser humano es un habitante de dos mundos: el del entendimiento, vinculado a las experiencias de los sentidos externos y del sentido interno; y el de la razón, que consiste, más bien, en una actividad pura separada de los susodichos sentidos. Merced a la espontaneidad de la razón –es decir, a su independencia frente al mundo sensible–, el hombre se concibe a sí mismo como perteneciendo al mundo inteligible, pero, contemplado