y anuncia ese presentimiento del final que adquiere matices premonitorios en sus últimas películas. Es un afecto que comienza a dibujarse en los gestos de desencanto de la ingenua y solitaria Rossana al desechar su matrimonio con el licántropo.
La melancolía es una vivencia que no solo impregna las ficciones de Fellini. También se instala en sus “reportajes”. Vemos en ellos a personajes evocando las ilusiones que vivieron en sus encuentros iniciales con el circo, con la gran ciudad o con los estudios cinematográficos. Pero ahora las observan desde la vivencia de la desolación. Comprenden, entonces, que les será imposible volver a sentir el júbilo y el deslumbramiento de otrora. Y aparece la aflicción. En Los clowns, Fellini y el guionista Bernardino Zapponi se empeñan en convocar a los más distinguidos representantes de las galas del circo, pero sin lograr reanimar las técnicas anacrónicas de ese arte extinguido, por más que les ofrezcan una despedida estrafalaria. El entretenimiento popular de antaño ha sido reemplazado por la presencia contaminante de la televisión, y ya no hay vuelta atrás. En Fellini Roma, la pesadilla de los atascos en la vía periférica ha sustituido el entrañable desorden de los cines populares en los que se ofrecían espectáculos antes de las proyecciones. Y ya tampoco se podrá filmar El viaje de G. Mastorna, ese proyecto entrevisto en A Director’s Notebook - Block-notes di un regista.
La trompeta que oímos al final de Los clowns, prolongando el acento elegíaco de la melodía de La calle, lo resume todo. La música de Nino Rota evidencia la melancolía que impregna todos los “reportajes” fellinianos, yendo en paralelo con los acentos festivos y carnavalescos de su obra3. Por eso, Amarcord empieza con unas notas musicales que fusionan la fanfarria celebratoria y la música popular, acompañando el rito de la fogata en la plaza principal del pueblo, pero luego cede su lugar a la triste melodía que interpreta Cantarel, el ciego, en su acordeón. Es un lamento por el transcurso del tiempo, por el fin de los rituales que fluyen aparejados con la sucesión de las estaciones del año, y por la pérdida de esa candidez colectiva de los adolescentes de la provincia que se fascinaban con el contoneo de la Gradisca (como lo desarrolla Ana Carolina Quiñonez Salpietro en el artículo de acentos evocativos que ha escrito para este libro). La larga secuencia del matrimonio de la diva del lugar, acompañado por esa melodía tristísima, es la representación cabal de un sentimiento crepuscular.
En Fellini Roma, las memorias personales del cineasta, tan libérrimas como sus fantasías, se tornan insumos de la ficción. Para expresarse en plenitud, se liberan del corsé del relato tradicional y encuentran la forma del mosaico que mezcla el pasado y el presente, la realidad y la imaginación. Proliferan los cuadros, los episodios y las viñetas, que se alejan del costumbrismo por las vías de la ensoñación y la irrealidad; las escenas son “alveolos, imágenes compartimentadas, cabañas, nichos, galerías y ventanas”, según observación de Deleuze (1987, p. 123). Por ellas circulan las memorias y los gestos del pasado, los encuentros que se fingen fortuitos (como aquel con Anna Magnani, refractaria a la entrevista y que Fellini presenta como símbolo clásico de la ciudad, loba y vestal), el sentido de lo inesperado y lo extravagante (que tiene su punto más alto en la secuencia del desfile de modas eclesiástico) y la convicción de que el esplendor de la ciudad quedó atrás.
Pero el punto máximo de esa visión melancólica la hallamos en un momento de Ginger y Fred. Hasta la boca del lobo del estrafalario régimen televisivo impulsado por Silvio Berlusconi llegan dos personajes que encarnan el sueño y la memoria del espectáculo tradicional, ahora derrotado por la pantalla electrónica en la era de la “neotelevisión”. Son dos viejos imitadores de las rutinas fílmicas de Ginger Rogers y Fred Astaire —encarnados por Giulietta Masina y Marcello Mastroianni—, en busca de recuperar, en los escasos minutos de una agitada emisión, todo el esplendor de las luces de las variedades. Desechos de un anacrónico star system, caen en el centro de ese espacio espectral televisivo que apuesta a la simulación perpetua. Sobrevivientes de la ilusión del blanco y negro de Sombrero de copa (Top Hat, 1935), de Mark Sandrich, y de las pistas de baile relucientes de la RKO Pictures, ahora se enfrentan a la destellante luminosidad del color electrónico. Ginger y Fred, o Giulietta y Marcello, son los emisarios de la gracia fílmica varados en el electrónico vientre de la ballena audiovisual. Enfrentan la catástrofe televisiva con el ánimo apacible, entre embotado y perezoso, típico de Marcello, y la mirada desconcertada de Giulietta. Sobre el set y en el aire, ocurre lo imprevisto. La energía eléctrica se interrumpe y la emisión se detiene. Solos y en medio de la oscuridad —como el abuelo de Titta creyéndose muerto entre las brumas de Amarcord—, ambos tienen un instante de iluminación luego de transitar por un poso de melancolía. Mueren y renacen, se reencuentran, dejan atrás achaques, alcoholismo y dolores articulares. Al volver la luz y al restablecerse el flujo de la TV, los espectros del cine del ayer anudan una alianza vital que les permite ser auténticos una vez más, recrear una forma de espectáculo intemporal y paladear la eternidad4.
NUEVA FIGURACIÓN
Desde La dolce vita, escrita con Ennio Flaiano, Fellini se instala en el dominio de una “nueva figuración”, dando inicio a una etapa de su obra caracterizada por la abolición de la estructura tradicional del relato, la opción por representar lo alucinatorio y lo onírico, la atenuación del diseño psicológico de los personajes, el predominio de los artificios escenográficos y la proliferación iconográfica. En paralelo, la puesta en escena asimila las dinámicas circulares, festivas o delirantes del circo, el vodevil o la celebración pagana.
La dolce vita es la primera película que adopta una estructura en “moléculas largas”, como señala Legrand (1979, p. 218), que va a prolongarse en títulos posteriores, haciendo notoria la influencia de la construcción de los números del teatro de variedades y sus secuencias de autonomía relativa. Es una disposición en bloques-secuencias que alternan la fantasía, el humor, el onirismo o la alucinación. Cada uno de esos segmentos ofrece una composición visual singular, donde los protagonistas se entremezclan con el conjunto de comparsas que hacen las veces de coros movedizos, siempre inquietos y dispuestos en los diferentes términos del encuadre, conformando múltiples, simultáneos y dinámicos centros de interés visual, lo cual perturba la percepción de la amplitud del campo representado en cada encuadre. Cada uno de esos partiquinos tiene algún trazo singular o hipertrofiado en sus facciones, sus gestos, sus movimientos extraños o sus maquillajes. Para percibirlos, los espectadores debemos desparramar la mirada por el campo visual, de tal manera que se pulveriza cualquier posibilidad de focalizar nuestra atención en un único elemento.
La suma de esas singularidades colma el espacio visible del encuadre y crea un débil equilibrio entre la composición del “cuadro”, siempre saturado por esas presencias de notorio volumen físico y variedad cromática, y las impresiones de desorden y confusión causadas por las diversas velocidades con las que se desplazan, aparecen, se agitan o se desvanecen. Las imágenes alternan la abundancia y el ocultamiento.
A diferencia de otros barrocos, digamos Orson Welles (ese otro bugiardo), Fellini no apela al sistema retórico creado por las angulaciones intencionadas, los movimientos de cámara hiperbólicos o los contrapicados insistentes. Tampoco atraviesa la imagen con líneas de composiciones marcadas ni con la disposición simétrica del encuadre y sus componentes, para cargarlos de valores simbólicos, como el Joseph Losey de El sirviente (The Servant, 1963) y otras películas. Le interesa representar el desorden en sus diversas intensidades, en sus flujos imparables y con abundancia de ornamentos, siempre visibles y coloridos. Rehúye la simetría porque le atrae la representación de lo informe y lo caótico.
El clásico montaje en continuidad no se da abasto para representar la confusión felliniana. El cineasta, por eso, apuesta a una estructuración abierta y asentada en la autonomía de las escenas. La continuidad expositiva ni es causal ni respeta la lógica de los nexos espacio-temporales: una transición en corte seco liga sin más trámites la sala de la mansión de Giulietta al espacio indefinido y abstracto donde se escenifican sus visiones y se materializan sus “espíritus”. El montaje asociativo vincula las secuencias a partir de concordancias o similitudes rítmicas o de coincidencias o contrastes cromáticos, o las une tratando de alinear las excéntricas exhibiciones “performativas” de mujeres gigantescas, lunáticos de ojos desorbitados, cardenales